Un cuento de Rebeca Egido.
No conocía su nombre.
Ni siquiera sabía si era socio o si le dejaba alguien el abono.
Sólo que sus miradas se cruzaban cuando había córner en el fondo sur, ella miraba hacia allá y ahí ocurría, el contacto, muy rápido, cualquiera de los dos habría dicho que no existía, pero los dos sabían que había algo.
Conocía a muy pocos en el asiento de abono, sobre todo porque era bastante tímida a pesar de la amabilidad y la alegría de sus compañeros de grada.
La tribuna superior baja, ella no lo podría comparar porque no había estado, pero era como la andanada de Las Ventas: todos se conocían, se ofrecían pipas, tabaco y sobre todo chascarrillos y buen humor.
¿Qué tal, guapa? ¿Cómo estás? Éste era Vicente, el señor que se sentaba a su derecha, sesentón, muy castizo, le decía que se parecía a su hija, “pero es que a mi hija no le gusta el fútbol, qué pena, con lo bien que lo pasaría con ella viniendo aquí”, con ese bigote que le recordaba a su padre, era con el que más hacía el esfuerzo de comentar alguna jugada.
Delante estaba Manolo, más de Madrid que el bocata de calamares, metiéndose otra jornada más con Suker, no sé qué procacidad sobre la Obregón y que eso le tiene cansao para jugar. Ahí entraba siempre a la provocación Paco, el que se sentaba delante, con esa gracia de andaluz que no se pierde aunque vivas en Madrid 40 años, una frase tipo “deja que el muchacho disfrute de ese mujerón”. Risas de todos los que lo escuchaban.
Ella reía y disfrutaba con los compañeros de grada, fue el regalo que le había hecho su madre ¡el carnet de socia del Madrid! Nada le llenaba más de orgullo que coger el tren hasta Nuevos Ministerios cuando había partido, siempre le decía alguien ¿vas sola?, con extrañeza. Pero si estoy en mi grada, con los demás madridistas, ¡no estoy sola! No le importaba, aunque echaba de menos a sus amigos del alma, los que firmaron para que fuera socia, hacía tiempo que Iván e Isra no iban al campo, pero siempre pensaba en ellos ¿quién hace el regalo de ser madridista si no es para que lo recuerden siempre?
Y ahí estaba ese chico, cada vez que había córner en el fondo sur, con esos ojos chiquitos tras unas gafas de pasta, observándola nada de reojo. Le daba mucho corte pero tenía algo que no le dejaba apartar la mirada, a veces se miraban más tiempo de lo que duraba el córner.
Y así cada día, cada partido de aquella temporada que estaba terminando (¡gracias a Dios!), qué horror de principio a fin, cualquiera hubiera imaginado otra cosa después de ganar la Liga, pero era un morir lentamente en todas las competiciones: la Supercopa perdida contra el Depor, la Liga del sufrimiento, empate, derrota, empate, derrota, una victoria… y así. Ella prefería no hablar cuando los compis hablaban de gafes, no fuera a ser que la miraran a ella, que era la nueva.
Llegó el domingo 21 de enero de 1996, jornada 22, jugamos contra el Rayo. Casi se acababan de sentar, no me j, grita Manolo, gol de Guilherme nada más empezar, fenomenal.
Empata Raúl. Ay, mi Raúl, menos mal. Pero se mascaba la tragedia y de nuevo Guilherme vino a ponernos la puntilla, como dijo Paco.
Pues nada, perdiendo en el Bernabéu con el Rayo y allí todos callados hasta que acabó el partido. Fue entonces cuando empezó la bronca más monumental que ella había presenciado nunca desde que iba al campo, era un estruendo tremendo, como un rugido.
Todo el campo pitando y gritando y de forma inconsciente miró hacia la izquierda, ¡no estaba! Aquel chico con el que intercambiaba miradas nada inocentes no estaba en su sitio. La silla estaba vacía. Pensaba que era por el partido, pero se fue triste a casa, él no podía ser de esos que se van diez minutos antes, no podía ser.
En el siguiente partido le daba igual quién jugaba, ni Arsenio ni la reacción después de cesar a Valdano, quería verle, llegar a la grada y mirar al asiento de ese chico.
No estaba, vió el hueco entre la gente.
Pensó en preguntar a los compañeros de alrededor, pero le daba vergüenza, pasó por su mente si no podría preguntar por él en la megafonía, qué tontería… pero una sensación de pérdida se quedó con ella tras ese día.
La temporada terminó, su madre le dijo que la universidad era cara y que se terminaba lo del abono, así que volvió a ver el fútbol en la tele.
Cuando recuerda aquellas temporadas sólo recuerda aquellos ojos fijos en ella, aquella mirada que contenía el universo, y piensa si con su número de antigua socia podría volver a verle, aunque hayan pasado veinte años, que los ojos no se operan como decía Lola Flores, y seguro que ahí nos reconoceríamos.
Bueno, pensó, como diría Bogart, siempre nos quedará el Real Madrid.
(Dedicado a la Rebe de 17 años, socia nº 70.815).