Genealogía del mundo. IV.

Pedro Romero

Nieto del precursor del toreo a pie, Francisco Romero, era el segundo hijo varón de Juan Romero, matador a pie de gran fortuna en Madrid según las crónicas de la época. En realidad no consta que padre y abuelo fueran más que audaces pioneros: se dice que Francisco Romero salvó con un quite de muleta a un jinete caído y mató al toro “con una estocada rápida y certera”. El primer gran lidiador a pie del que hay papeles es José Cándido, un mulato expósito de Cádiz que inventó la suerte del volapié y del descabello. Su muerte propició la primera elegía tauromáquica de la literatura española. En er Puerto murió er Cándido y allí remató su fin. Le mató un toro de Bornos por librar a Chiquilín. Pedro Romero sistematizó la lidia del toro con la única defensa del lienzo. Seguramente fue Moratín quien dio pie a la mistificación algunas torpes interpretaciones en su Carta histórica, donde lo describe como “bravo, valiente, autocontrolado y muy guapo”. Goya lo retrató con el atuendo que hoy visten los toreros en Ronda los días azules de septiembre que la ciudad consagra a su memoria: el pelo recogido en un pañuelo, chaleco, camisa con chorreras y capa, lo que se ha dado en llamar el traje goyesco. Pedro Romero consagró un arte nuevo hablando la lengua antigua de los místicos, un código de silencio, quietud y estoicismo. Cuando los reyes españoles fueron franceses abominaron de la tauromaquia por espectáculo vil; el pueblo relevó a los aristócratas a caballo y se hicieron toreros los carniceros, los matarifes y los chalanes, muchos de ellos, gitanos. Los Romero, empero, procedían de un linaje de calafateadores y carpinteros de ribera asentado en Cádiz, de donde puede inferirse la querencia de la escuela rondeña por el engaño y la sobriedad por encima de lo atlético y del castigo. Cádiz fue cuna de los primeros toreros y de las primeras tauromaquias escritas, hasta el almirante Nelson vio una corrida en la plaza de San Antonio en 1793 y lo contó por carta. Pedro Romero mató más de cinco mil toros sin ser herido por ninguno. Su conocimiento del animal sagrado era científico. Sólo Joselito, un siglo después, alcanzó esa maestría. Pero a Joselito lo mató un toro en Talavera con 25 años y Romero vivió hasta los 85 conservando “su temperamento y sus bríos juveniles hasta bien entrado en la ancianidad”. Joselito holló la cima del clasicismo sevillano, cuya raíz era la destreza de aquel mulato gaditano, semilla de la cual brotó en el matadero de San Bernardo la Escuela de Sevilla. De allí salió Costillares, cuyo legado fue Pepe-Hillo, muerto también por un toro en la plaza y que encarnó la lucha móvil opuesta a la franciscana austeridad del clasicismo rondeño. Viejo, entero y sin blanca, Pedro Romero, sobrevivía al final de su vida de “visitador de estancos” hasta que requirió en 1830, por carta, a Fernando VII la dirección de la primera Escuela de Tauromaquia de España, en Sevilla. Néstor Luján recogió que la “purísima esencia rondeña” era “torear con los brazos. La veta auténtica del toreo fue enseñada a sus alumnos por Romero en lecciones concisas, espartanas: el matador no debía jamás huir ni correr, tampoco saltar la barrera ni contar con los pies, sino con las manos. Parar mucho y hasta dejarse coger era el modo de que los toros se consintiesen y se descubrieran para matarlos”. Muchos años después de su muerte, partir del adversario de Joselito, Juan Belmonte, nació la escuela trianera, famosa por la quietud suicida y el braceo. Belmonte venía por su padre de Prado del Rey, un pueblo blanco de perfil árabe de la sierra de Cádiz que fue repoblado tras la reconquista por colonos procedentes de Ronda.

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