Lucio Cornelio Escipión Barbado
Abuelo de Publio Cornelio Escipión El africano, vencedor, como todo el mundo sabe, de Aníbal en Zama, y abuelo también de Lucio Cornelio Escipión El asiático, vencedor de Antíoco el Grande en Magnesia, es por lo demás el bisabuelo de los Graco, Tiberio y Cayo, los grandes reformadores, pero también de Publio Cornelio Escipión Emiliano, destructor de Cartago y de Numancia, por lo que fue apodado Numantino y, en otras ocasiones, El africano menor. De la estirpe de los constructores de mundos, Escipión Barbado fue cónsul, censor y edil curul de la república romana. Su hijo, que se llamaba igual que él, echó a los cartagineses de Córcega en la Primera Guerra Púnica. Se puede seguir paso a paso el movimiento centrípeto de la antigua ciudad de bandoleros del Lacio observando la historia de su linaje: otro de sus nietos, Cneo Cornelio El calvo, destrozó a los galos cisalpinos en el valle del Po y ganó para Roma la ciudad de Milán; con ella, naturalmente, también ganó el acceso directo a los Alpes, es decir, a Europa y por extensión, al mundo. Entre Escipión Barbado y Escipión Numantino, Roma engulle el Mediterráneo: First, we take Volterra, then we take Gadir. Hijo, nieto y bisnieto de hombres de Estado, Barbado era “hombre apuesto y de gran estatura”, perfecto representante de la sementera de próceres republicanos que fue la gens Cornelia, nervio del cuerpo cívico republicano con el que la ciudad devoró Universo. Cepa de aniquiladores de pueblos y civilizaciones, los sarmientos más famosos de su tronco fueron, como es sabido, El Africano y Cayo Sempronio Graco. El primero finiquitó el ancestral equilibrio de poder que el mundo había heredado de los sumerios. El segundo convocó en la puerta de los cielos a todos los parias de la urbs. En pago, a uno lo proscribieron al sur los envidiosos, alegando corrupción. Al otro, los patriarcas en peligro lo mandaron apalear y su cuerpo tumefacto fue arrojado al Tíber. Mencionado por Mommsen en el segundo tomo de su Historia de Roma, Escipión Barbado participó en la Tercera Guerra Samnita sometiendo la última alianza de italianos del sur que se levantó contra Roma, hecho que fue inmortalizado en su epitafio: tan inteligente como valiente, su hermosa apariencia estaba en consonancia con su virtud; conquistó Taurasia y Cisauna en el Samnio, subyugó por completo la Lucania, y tomó rehenes. Sin embargo, la epigrafía nada cuenta de sus servicios a la república en el norte, donde los anales registran que contribuyó a liquidar para siempre la amenaza etrusca. La historia dice que sus restos descansan desde la noche de los tiempos dentro de un sarcófago que unos frailes encontraron en el siglo XVIII bajo una viña a las afueras de Roma, en la Via Apia. De allí se lo llevaron al Vaticano, pero quizá esa sea una fábula para embelesar a los hombres y que no descubran nunca que el sepulcro está vacío. Que en realidad los huesos del Barbado se usaron como argamasa en los cimientos de nuestra memoria.