Lo atraparé. Lo juro por mis zarpas. Lo juro por mis bigotes y por mis colmillos. Atraparé a esa sombra escurridiza aunque sea lo último que haga. Lo juro, lo juro por mis siete vidas. No pararé hasta tenerlo bajo mis garras, hecho pedazos.
Reconozco que nunca me había enfrentado a nadie como él. Es más rápido que yo. Se mueve con más sigilo que yo. Es prácticamente indetectable, salvo cuando decide chulearme con todo descaro y se pavonea delante de mí. ¡Sin que yo pueda siquiera tocarle un pelo cuando me lanzo a por él! Pues como si fuera un rayo desaparece de mi vista o danza delante de mis narices, igual que si estuviera riéndose, protegido por una fuerza invisible que lo separa de mi furia.
¡Y yo no puedo llegar hasta él!
También reconozco que necesitaba algo así que me sacara del sopor. ¡Vivir en esta casa tan pequeña puede llegar a ser tan aburrido! ¿Cómo pueden los humanos conformarse con habitar espacios tan reducidos, tan minúsculos? ¿Acaso no echan de menos el cielo alto y el horizonte lejano, las grandes llanuras batidas por las corrientes de aire?
En honor a la verdad he de decir que me aprovechan bastante los recovecos y las cavernosidades de estos dormitorios estrechos y de estos salones y cocinas llenos hasta arriba de trastos. ¡Qué gran invento son las cajas y los muebles donde se resignan a guardarlo todo y que sin embargo, ofrecen tantas posibilidades de escondite, solaz y descanso para mí!
Pero a veces, más de las que me gusta admitir, dentro de mí late el eco de una necesidad antigua: la de explayarme, la de huir sin rumbo, la de recorrer enormes inmensidades, la de cubrirme con el manto de las estrellas. ¿Es que los humanos no la sienten como la siento yo?
En uno de esos rincones, atravesando el dormitorio principal hacia el pasillo, lo vi por primera vez. Grande, majestuoso, negro como la noche, con orejas puntiagudas y bigotazos tan grandes como las hojas de una palmera. No me dio tiempo a fijarme en más. De un salto me metí bajo la cama. Y esperé.
Esperé mucho. En toda la casa no se oía ni un ruido. De vez en cuando sonaba un golpe en la calle o alguien se montaba en un coche y lo arrancaba. Un par de veces escuché con nitidez las voces de los vecinos, cuyo salón da pared con pared al de esta casa. Después, el silencio, un silencio espeso roto ligeramente por el viento que se escurría por debajo de alguna puerta en alguna parte y que refrescaba un poco la casa colándose por las rendijas de las persianas. Esperé, esperé mucho, esperé muy pegado al suelo bajo la cama, respirando tenuemente, tanto que cualquiera que se hubiera fijado atentamente en mí habría pensado que era una estatua. Esperé con los ojos muy abiertos, pero no vi a nadie. Aquel ser había desaparecido.
Mucho tiempo después me atreví a asomar el hocico y pude ver cómo a través de la penumbra que envolvía la habitación aquella criatura también se movía lentamente describiendo, como yo, un arco de aproximación a la cama, pero siguiendo la trayectoria inversa. Yo estaba, sin embargo, preparado. Tensé todos los músculos de mi cuerpo, me encogí arqueando la espalda y sin pensármelo un instante me propulsé hacia adelante con toda la fuerza de que eran capaces mis patas traseras.
Ay, ¡qué cacharrazo me metí!
Sin cerrar los ojos, con todas las potencias de mi ser concentradas en aquella extraña figura oscura que me miraba con los ojos muy abiertos y muy feroces, observé cómo se iba haciendo grande a medida que mi cuerpo caía como una flecha sobre el suyo. Pero, ¡oh, encantamento! En lugar de aterrizar sobre un cuerpo mullido y peludo como el suyo parecía, en lugar de agarrar extremidades, un lomo, un cuello, una cabeza de orejas erizadas como las suyas parecían, me estampé contra una superficie dura y recta que me escupió hacia atrás con la misma violencia con la que yo me había proyectado hacia adelante.
Me alejé sin perder un segundo a buscar refugio en mi escondrijo preferido, con el rabo entre las piernas. Estaba dolorido pero, sobre todo, muy confundido. ¿Qué había sido eso?
¿Acaso era un fantasma?
Volví a esperar. Cuando se hizo de noche y todo era tinieblas regresé al dormitorio. Apostado un rato en el bastidor de la puerta, asomé un bigote.
¡Ahí estaba otra vez, en el mismo sitio! ¿Cómo había llegado hasta allí sin que yo lo hubiese sentido? ¿Acaso no se había movido del sitio en todo el tiempo?
Resolví atacar otra vez y no darle la oportunidad de reaccionar a aquella criatura tan extraña. Como si me accionase un muelle, pasé levitando entre el costado de la cama y una silla que mis amos tienen colocada junto a ella para dejar la ropa por las noches. Mis pezuñas no tocaron el suelo, creo que jamás me he movido tan rápido. En un parpadeo volví a tenerlo delante.
¡Él se movía, se dirigía a mí en posición de ataque, con las zarpas abiertas como garfios!
El golpetazo fue aún mayor que el primero. Perdí el conocimiento por un instante. Ni siquiera recuerdo cómo regresé a mi escondrijo. Allí me hice una bola y esperé a que amaneciera. Aquí permanezco todavía, preparando el plan de ataque definitivo. Lo atraparé. Lo juro por mis zarpas. Lo juro por mis bigotes y por mis colmillos. Lo juro, lo juro por mis siete vidas. No pararé hasta tenerlo bajo mis garras, hecho pedazos.