20 horas en Barcelona

Estas son unas notas escritas de forma apresurada después de un viaje relámpago a Barcelona, desde Madrid: apenas 20 horas, ir y volver como aquel que dice. Ir y volver a Barcelona, ciudad a la que siempre he mirado con prejuicios, mucho más desde hace cinco años, desde el Procés y la declaración de independencia.

En el tren, a la ida y a la vuelta, se habla español y se habla catalán, indistintamente. A veces, como unas chicas jóvenes que se sentaron junto a nosotros en el viaje de regreso, las dos lenguas se hablan al mismo tiempo. Brotan espontáneamente como un híbrido fascinante que remite directamente al tronco común, el latín hispanizado: el latín de la Hispania, la lengua de los soldados y de los comerciantes de todo el imperio, la lengua del Lacio deformada por los visajes púnicos y turdetanos. Oí lo mismo casi todo el tiempo por las calles y en los bares de Barcelona, que me dio la impresión de ciudad tan mestiza y abigarrada por mor de la globalización como evidentemente sólo pueden serlo los puertos mediterráneos. En este caso el postcapitalismo no ha transformado nada aquí que no hubiera pasado ya antes. Sencillamente se ha añadido otra capa nueva al proceso de sedimentación que empezó más o menos cuando el primer griego puso un pie en una playa del golfo de Rosas, allá en la noche del tiempo, y decidió llamarla Emporio.

En ese sentido Barcelona es tan fea y tan sublime, tan puta, sucia, divina y santa, tan kitsch, hortera, pretenciosa y majestuosa, como Marsella, Valencia, Nápoles, Niza, Corfú, Atenas, Estambul o Beirut. Quizá es un poco más falsa y arrogante que todas las demás, porque siempre o casi siempre ha sido la más rica. Pero Barcelona no es la metrópoli mediterránea más sutil ni tampoco la más misteriosa, como no puede serlo de ninguna manera una factoría, una urbe industrial. Sin embargo, bajando la Rambla hasta la estatua de Colón; cuanto más lejos del plató de televisión montado entre los 80 y 90 por el pujolismo (pagado por las élites de Madrid, a mayor gloria de la clase propietaria y dirigente que ya se había montado un siglo antes, adosada a la ciudad vieja, su propio escenario neoclásico y neogótico a imitación del París del Segundo Imperio con los dineros de la primera industrialización del XIX); cuanto más lejos, como digo, de todo ese edificio oficial y político que ha sutraído el alma noir y genuina de Barcelona para transformarla en escaparate universal de una monstruosa fábrica de humo y cuna de un diabólico Leviatán, cuanto más cerca del mar, más verdadera e interesante se vuelve la ciudad.

Cuando se alcanza el mar y los imponentes edificios de Aduanas, Defensa, el palacio del Gobierno Militar, las viejas atarazanas medievales, más franca y original se vuelve Barcelona. Más portuaria, al desembocar en todos estos edificios neoclásicos y por tanto majestuosos que la España liberal del XIX levantó sobre los solares desamortizados por las revoluciones del tortuoso siglo. Barcelona tomó aire frente al puerto viejo y la Barceloneta, sacrificando para ello murallas antiguas y conventos seculares. La ciudad se mutiló amputándose sus laberintos góticos y barrocos que se enroscaban de espaldas al mar ancestral que la amenazaba y la liberaba al mismo tiempo desde las guerras púnicas. Lo hizo para facilitar al poder su control marcial y en sometimiento de las tantas asonadas liberales, reaccionarias, carlistas y anarquistas que se fueron sucediendo a través del terrible siglo.

Es entonces cuando más Marsella y menos París se vuelve Barcelona. Más marítima y arrabalera, más fenicia, subversiva y literaria, porque las amplitudes liberales que franquean el paso del litoral al corazón de las ciudades mediterráneas, pensadas para sofocar insurrecciones, evocan a la vez su tentación, como la condena del pecado carnal conduce a la mente hacia su imaginación. Barcelona se torna aquí más popular y por tanto más mariana, porque la diosa del pueblo siempre es la Virgen. El culto a la Madre es tan sagrado e inveterado que echa raíces profundísimas incluso entre los pueblos más impíos.

La Rambla y el amplio bulevar que conecta la montaña de Montjuic con el muelle, las playas y el litoral urbano, me recordaron a Málaga. Es el mismo esquema topográfico: la calle Larios, arteria principal, la alameda de Cánovas, La Malagueta, los muelles y la plaza de toros, fundido todo en un paseo junto al mar que acaba a los pies de la ciudadella, allí el monte Gibralfaro y la Alcazaba, aquí Montjuic con su cuartel, su castillo y sus construcciones contemporáneas. En realidad tiene todo el sentido pues las ciudades mediterráneas siguen todas el mismo esquema atemporal: están edificadas junto a un gran peñasco que sirve de acrópolis para su defensa, vigilancia y lugar santo; roca que protege un estuario extenso y amable para el refugio de los barcos, estuario donde desaguan los canales naturales que riegan el vergel desde las montañas que tierra adentro, abrigan y cercan el lujoso valle, depresión perfecta para el establecimiento de la vida humana. Las ramblas ordenan el mapa de la ciudad y conducen al hombre hacia el mar, aunque las más célebres ramblas de Barcelona vomiten ahora a guiris que vienen a emborracharse porque Barcelona suena bien y está, o estaba, de moda: alcohol barato, sol, mucha publicidad, embrutecimiento a gran escala, lo habitual en el turismo degenerado del postcapitalismo.

Al llegar, el sábado a primera hora de la tarde, Sant Jordi, nubarrones negros parcheaban el cielo con gesto amenazador. Por todas partes había puestos de rosas y, menos, pero aún así todavía muchos, de rosas y libros. Todos, por supuesto, con la inevitable señera, que sí que está por todas partes e impresa sobre todas las cosas, como un recordatorio de que aquí el sentimiento de rebaño es fortísimo y agobiante, una tenaza de la que casi nada escapa. Así como el cielo de Madrid es un cielo y un clima de sierra, el de Barcelona es un cielo y un clima marítimo que en su volubilidad me recordó al de Chipiona. Por lo tanto, Barcelona nos recibió con una potente granizada que dio paso a una tarde de nubles, de claros, de rayos de sol y de llovizna, pero muy templada e incluso agradable.

En la Rambla de Sants, las rachas de viento cargado de granizo pusieron bocarriba dos casetas de tela que unos independentistas muy jóvenes montaron al inicio de la calle, junto a la plaza de Sants. La estúpida chavalería gritaba alborozada mientras las mesas rodaban por el suelo y las lonetas eran puestas del revés por los golpes de aire que las arrastraban rambla abajo. Refugiados en el vestíbulo del hostal, nos reíamos por lo bajini mientras el portero de la pensión sentenciaba, socarrón, manos en los bolsillos, facha de cincuentón cínico y de vuelta de todo (¡un verdadero hombre del sur!): «¡Sant Jordi!» A mí me parecía un justo castigo divino a la insolencia intelectual y amoral de aquellos niñatos. Sus pancartas desplegadas de acera a acera proclamaban que Cataluña sólo tenía una lengua y que esa debía ser la única hablada y usada allí. Con cada trueno que venía desde las masas de color de plomo de las cumbres que rodean Barcelona hacia Montjuic, yo sentía que algo se ordenaba ligeramente en el universo, que ocurría una especie de justicia y que ésta se hacía abrupta y fugazmente: el soplo de Júpiter.

Metro en Plaza de Sants, hasta el Liceo. El metro de Barcelona sí que me remitió a París, por sucio y estropeado. Todo rotulado en catalán, naturalmente, pues este manicomio a cielo abierto continúa la senda de su propia tradición histórica e igual que una vez fue la primera ciudad importante de Europa occidental en proclamar el comunismo libertario, ahora avanza imparable en la limpieza etnosimbólica de todos los vestigios de la lengua española y de todo elemento hispánico reconocible en el espacio público, a través de la prohibición pura y dura y de la exclusión. Por el metro Liceo emergimos a la calle en plenas Ramblas, frente al Mercado de la Boquería. Bajamos hasta la glorieta donde está la estatua de Colón, cuya pervivencia en este lugar prominente de la ciudad constituye un milagro sólo explicable por la egolatría comunal catalana: por ser un símbolo de lo más sublime que han logrado nunca los españoles como comunidad humana y por tanto política desde su propio nacimiento, el catalanismo (que es un onanismo patológico de la minoría hiperlegitimada que ha jibarizado Cataluña entera) lo ha pretendido expropiar. Aunque sólo teníamos cuatro horas largas para vagar por Barcelona antes de subir a Montjuic al concierto, los dedicamos a pasear por el Born, a beber vino frente a Santa María del mar y a dejarnos caer por el relieve dulce y lleno de aristas del casco urbano de Barcelona.

Pudimos entrar en La Mercé, en Santa María del mar y en Santa María del Pi, o del Pino, en español. En una ciudad con tantos templos góticos magníficos, con tantas iglesias que reseñan esa religiosidad marinera de un puerto mediterráneo, en una ciudad capital de una región donde el románico tuvo tanta fuerza propia, en una ciudad, en fin, que cuenta con tres iglesias de un gótico particular, el religioso catalán o mediterráneo, que su templo más universal e icónico sea la cosa esa amorfa de Gaudí, lo dice absolutamente todo. El modernismo de Gaudí es algo muy sobrevalorado, en mi opinión. Los guiros hacían cola para ver la casa Batlló, donde para entrar había que pagar doce euros, lo mismo que para entrar en el Prado. Gaudí es infantil, un arte como de ensoñación pueril. Es un contraste terrible con la aspereza que desprenden las señas de identidad que la Historia ha esculpido en el rostro de Barcelona, pero que sin embargo orienta su desarrollo humano contemporáneo. La idolatría por Gaudí redefine Barcelona: de emporio comercial mestizo con gran devoción mariana y truculenta proyección marítima (resuena todavía el eco de la expansión mediterránea de la Corona de Aragón en los viejos edificios del centro viejo, que está abarloado sobre las antiguas playas de la ciudad) a forillo teatral de alcance internacional por intercesión divina de la globalización. Hay algo de la Atenas medieval aún en Barcelona, por supuesto algo de Túnez, de Orán, de Argel, de Niza y de Marsella. Si la burguesía industrial e industriosa que aupó Cataluña al lomo de la revolución industrial (esclerotizando para ello al resto de España y chupando la ubre americana hasta que se acabó) redibujó Barcelona mirando a París, queriendo ser, por así decirlo, los franceses de España (todavía conservan sus bisnietos esa cosa clasista y arrogante, ridícula e impostada, de querer despreciar todo lo que tienen de intrínsecamente españoles y sustituirlo por todo lo que de diferencial se supone que tiene lo francés, de chic), se equivocaron de ciudad: si no Marsella, la Barcelona de hoy debería aspirar mejor a emular la elegancia de Niza, que también tiene montañas que lamen el mar, más que la brumosa y oscura París.

Sábado por la noche: bajamos en procesión plácida por las faldas de Montjuic, que es la acrópolis. Desde el Palau Sant Jordi y las magníficas instalaciones que dejaron aquí los juegos Olímpicos (¡qué diferencia con ese cementerio noir que dejó la Expo en La Cartuja de Sevilla!) hasta la plaza de toros de Las Arenas. Barcelona, como correspondía al a segunda ciudad de España, tenía dos maravillosas plazas de toros: Las Arenas, junto al mar, como La Malagueta, neomudéjar igual que la Plaza de España de Sevilla o la estación de trenes de Jerez, y La Monumental, amplia y monstruosa como Las Ventas, popular, racial, sueño del hombre y de la sociedad de masas que soñaron hombres grandes como Joselito y Bernabéu. Las Arenas dejó hace 40 años de ser una plaza de toros. Por suerte, a ella no le alcanzó el puñal panfletario y profundamente antiespañol que hoy sostiene en ristre la élite política catalana, como a la Monumental. Pero sí la ha abrasado el fuego del tiempo. Ahora es un centro comercial al que, a pesar de que conserva la fachada original, le han sido adosados tubos de hormigón gigantes y carteles de neón que proclaman en la noche la caída babilónica de España en el abismo del tiempo. También la han castrado con un anillo que la cubre como un coliseo romano recreado por ordenador. La herrumbre es total.

Bajamos caminando y cruzados toda la ciudad. La noche era primaveral y mágica, pero había muy poco ambiente y casi nada abierto a pesar de ser sábado por la noche y a pesar de ser Sant Jordi. Esto no es Madrid. Casi nada o mejor dicho nada en España es Madrid, ni en lo bueno ni en lo malo.

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