Un cuento de antinavidad: la historia del Spiderman

Seguro que os estáis preguntando qué hacía yo un 24 de diciembre por la noche en un puticlub de la provincia de Guadalajara. Cualquier razón que os de para justificarme os parecerá ridícula. Tendréis razón. Aquel lugar, el club Penélope; sus luces de neón rojo fosforito; el grupo de borrachos que daba voces en la puerta, los dos bigardos eslavos que la custodiaban como dos carceleros de un gulag, eran la antítesis del espíritu de la Navidad. Que yo estuviera allí se debe a una serie de circunstancias que ya os contaré en otra ocasión. 

De momento os bastará saber que fumaba apoyado en el capó de mi coche, a punto de largarme de una puñetera vez a mi casa a dormir. De pronto oí ruidos y vi gente corriendo. Todo sucedió muy deprisa. Yo estaba entre la luz y la sombra: el foco halógeno más cercano describía una circunferencia blanca sobre la garita de los gorilas de seguridad, y a mí me ocultaba la sombra de la tapia exterior y la cabina de una pickup tras la que se escondía mi pobre Seat Ibiza. 

¡Guardia Civil! gritaron junto al grupo de los borrachos. Unas sombras salieron a escape, cruzaron la zona de luz y se dirigieron a donde yo estaba. Distinguí claramente una figura pesada que salía de la noche jadeando. Pestañeé planteándome la posibilidad de echarme a un lado pero el gordo se materializó a mi lado con un golpe sordo contra el parachoques de la pickup y un ¡ay! lastimero al sentir sobre sí a cuatro picoletos como trinquetes cayéndole encima. Tardaron medio minuto en inmovilizarlo. Dos le dieron la vuelta de un tirón y otro lo cacheó sin miramientos, de arriba abajo. 

Yo miraba con los pies fijos en el sitio como si me hubieran salido raíces. El gordo me fascinaba: los de verde lo aplastaban de espaldas contra la chapa de la camioneta y la panza le quedaba al descubierto. Subía y bajaba como un caparazón de galápago adosado al pectoral, era el fuelle de una fragua. Resollaba tras la carrera y a la luz tenue observé su piel hinchada y pálida, sus labios encarnados por el frío, sus ojillos pequeños y porcinos inyectados en sangre, surcados de venitas rojas a punto de reventar. La respiración le salía por la nariz y la boca como el vapor de una locomotora de carbón que se quedaba condensado en el aire gélido de la madrugada y formaba volutas azules de humo. Era un espectáculo magnético, una criatura salida a la superficie del mundo por una grieta abierta en el techo del Averno. La voz del cuarto picoleto rompió la magia del momento,

-Está limpio. 

El gordo balbuceó alguna cosa. Uno de los guardias civiles lo incorporó. Entonces tosió como un motor averiado, escupió y miró a sus captores con ojos de ternera sacrificial. 

-Os lo habría dicho, joder. 

-Y por qué saliste corriendo, subnormal. 

No contestó porque un ataque de tos lo dobló por la mitad. Por un momento pensé que vomitaría encima de los picoletos que lo rodeaban. Ellos también lo pensaron y dieron un prudente pasito atrás. Al cuarto guardia lo avisaron por el walkie de que los borrachos de la entrada armaban jaleo. Alguien había sacado un pincho, la cosa se ponía fea. El gordo respiraba a bocanadas, y uno de los guardias le pidió que se identificara. 

Entonces pasó. Yo soy el Spiderman, contestó. El picoleto se hizo el tonto y le volvió a pedir el dni. El tipo volvió a replicar: 

-Yo soy el Spiderman.

Sus ojos brillaban. Ya no era una bestia acorralada. Su piel parecía fresca, sin rastro de palidez hospitalaria. Su voz tampoco temblaba. Tenía aplomo, autoconfianza. Haced caso a lo que os digo, se transformó en un instante como si por arte de magia ya no fuera el cincuentón borracho, pendenciero y putañero al que la vida terminó regurgitando allí una Nochebuena, sino un hombre joven. 

-Qué coño dices. 

-Que yo soy el Spiderman. Cuando todavía estábais en los huevos de vuestros padres -y les dijo esto con un desprecio antiguo y eterno- el fondo sur del Bernabéu coreaba mi nombre, como si yo fuera Raúl o Butragueño. Empezaba cada partido y yo cogía carrerilla desde la fila 10, donde tenía el abono. Saltaba como un tigre sobre la alambrada, que se combaba con mi peso como un acordeón. Detrás de mí se levantaba un rugido. Me daba la vuelta y la grada estallaba como si el Madrid metiera gol. ¿Y sabes qué fue lo mejor de todo? Que fui yo el que tiró la portería el día del Borussia. 

Su rostro ovalado resplandecía de orgullo. Uno de los guardias golpeó al otro en el hombro como si hubiera caído súbitamente en la cuenta de algo. 

-¡Hala! ¡Si por culpa de este hijo de puta casi nos joden la Séptima! 

Al Spiderman se le iluminó la cara. Parecía más joven y más grande. La luz del foco lo elevaba como a un santo.

-Era una leyenda, troncos. Pero ese día Lorenzo Sanz me puso la cruz: quiero a ese retrasado fuera del Bernabéu, de por vida. Y hasta hoy. 

Los picoletos lo miraron pasmados hasta que sonó un teléfono. All I Want For Christmas is Youuuuu. La voz de Mariah Carey rompió la magia del momento y nos recordó que seguía siendo Nochebuena. Por ahí había familias celebrando, cantando villancicos, abuelas con sus nietos en la misa del gallo y gente queriéndose, emborrachándose al calor del hogar. Ninguno de nosotros pertenecía a ese mundo. Vivíamos en la cara oculta de la Luna. 

-Date la vuelta, Spiderman. Tus amigos la están liando bien. La madre que os parió. 

El superhéroe obedeció y entonces comprobé que ya era otra persona: de nuevo acabado, triste detritus de la sociedad. Miré el reloj y abrí la puerta del Ibiza. Feliz Navidad, figura, pensé. También tú eres hijo de Dios. Metí el contacto, arranqué y me fui. 

Un comentario

  1. desde luego que en el título lo dejas todo claro, spiderman, un puti y una redada de picoletos no es lo más navideño del mundo, pero original desde luego que sí.

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