El otro día vi Richard Jewell, la película de Clint Eastwood. Es de 2019 y, por ahora, su penúltima película. Eastwood la rueda con 89 años y viéndola parece que tuviera prisa por contar lo que quiere contar, como si se le acabara el tiempo. Es verdad que llega un momento de la vida de un hombre en el que está en este mundo de prestado. En la prórroga, por así decirlo. Clint Eastwood lo está y a diferencia de la mayoría de las personas que disfrutan (casi siempre esto, claro, es un decir) de ese tiempo de descuento, él aprovecha, porque puede, para hacer películas de extraordinaria hondura intelectual y moral. Más o menos como ha hecho casi toda su vida pero ahora como abreviando. Poco después de Richard Jewell tuve la ocasión de ver Poder absoluto, que tiene prácticamente treinta años más, y la conexión entre ambas me pareció evidente.
Eastwood es un patriota en el genuino sentido de la patria. Sus películas son ejercicios éticos y filosóficos y en esto su cine es muy fordiano. Richard Jewell es un alegato, como Poder absoluto, del americano normal, individuo corriente que amalgamado con otros americanos normales y corrientes como él constituye la Nación. La Nación es la única salvaguarda de la tiranía, nos dice Eastwood, porque el Estado, que es el modo en que una nación se organiza para administrarse, cuando se corrompe, es una máquina ciega que se lo traga todo.
Yo no conocía la historia de Jewell. Me parece también muy al pelo que abordara el crimen terrorista que mató a once personas en Atlanta en 1996, durante la celebración de los Juegos, porque en 2019 el «antitrumpismo» era la religión oficial del mundo y Eastwood tiene fama, al parecer, de símbolo «trumpista»: hombre duro, americano de las antiguas películas, blanco, poco mainstream ahora (en realidad no lo ha sido nunca en toda su vida, se tuvo que ir a Italia a hacer spaguetti western para que la industria en su país conociera su nombre). La verdad es que es gracioso que a Clint lo tachen de machista, racista y todas esas imbecilidades con las que te imponen el ostrakón en nuestro sucio mundo contemporáneo, porque este hombre se ha dedicado toda su vida a subrayar la fragilidad de la película invisible que protege y esteriliza al mundo libre y a enaltecer los valores de la fraternidad, el altruismo, la camaradería, la bondad y la amplitud de miras por dentro y por fuera (¡el comunitarismo!) como única salvaguarda de la dignidad de la vida en los momentos más oscuros.
Y digo que Eastwood es un patriota porque para él es ese americano ordinario el depositario de la tradición de libertad, coraje y fraternidad en que se fundamenta la identidad estadounidense. Eastwood no realiza ningún pomposo elogio de la libertad ni de América como “land of the brave” abstracta o ideal: precisamente lo suyo es pura antipropaganda porque para él la libertad es tan frágil como férrea puede ser la voluntad de esos individuos desamparados institucionalmente que en un momento dado se yerguen contra el abuso del monstruo estatal teóricamente encargado de salvaguardar su autonomía y dignidad como ser humano.
Richard Jewell es un pobre hombre solitario que vive con su madre y que está frustrado por no ser policía. Ama la ley y el orden, es un devoto de «los valores que han hecho grande a América»; es un obseso de las normas, un friki de la seguridad ciudadana. Es, además, un gordito con cara de pan al que nadie respeta pero que, por encima de todo, es una buena persona para la que «el deber» es una misión sagrada por la que vale la pena dejarse la piel en este mundo.
Richard Jewell es el americano idealista perfecto: cree en que el Estado debe ser servido para por ello servir a sus ciudadanos. Lo más grande que le puede pasar es ser agente del FBI, y es precisamente el FBI quien viene a joderlo a base de bien, en nombre de esos mismos venerables principios fundamentales que rigen los EEUU. Y lo viene a joder sin pruebas, especulando con unos lamentables indicios alimentados por la ponzoña que escribe una periodista sin escrúpulos en el más prestigioso periódico local.
Jewell es un buen hombre y un buen ciudadano al que el Estado pone contra las cuerdas injustamente. Cuando esto pasa a él, que pasa en dos tardes de ser un héroe por evacuar (gracias a la pericia adquirida como autodidacta ejemplar de lo policial) una zona de diversión dentro del recinto olímpico a aparecer en todas partes como un verdadero villano nacional, se encuentra totalmente solo. Es entonces cuando su madre, baluarte de su existencia, y un abogado a punto de caerse por el abismo de la mala vida al que una vez cayó en gracia, en otra dimensión del tiempo, quienes acuden a su rescate. Esta es la grandeza de la película: Eastwood proclama que todo sistema, hasta el menos imperfecto, es susceptible de corromperse, pues está hecho de la misma carne y de los mismos huesos que los hombres que las representan. Y que cuando una confabulación de intereses urdida a medias por la mala voluntad, a medias por la desidia y a medias por la ambición personal de medrar y de conseguir avanzar en una carrera mediocre pone en la picota la vida de una persona, sólo el cariño, el amor y el orgullo de hombres libres y buenos puede ponerse en frente del Leviatán. Un Leviatán que en el nombre de la ley, la libertad, la justicia y la igualdad, puede machacar y reducir a polvo la existencia anónima de cualquiera con un poquito de mala suerte.
Esa sensibilidad de Clint Eastwood es extraordinaria. En esta película no se concede prácticamente nada que no tenga que ver estrictamente con el fondo del asunto. Ni un plano para la galería, ni una secuencia de lucimiento. La bandera de las barras y de las estrellas, la misma por la que murieron en las playas normandas miles de jóvenes anónimos como Richard Jewell que también como él, creían a ciegas en una constelación de principios rectores que eran moralmente superiores porque preservaban la riqueza y altura de la vida humana, reverbera en la puerta de cristal del despacho del FBI ante el que Richard va a demostrar su inocencia. Ya no es el niño grande que ama la infalibilidad de la visión del mundo que esa bandera representa, sino un adolescente herido y desencantado.
La América de Poder absoluto o de Richard Jewell es un lugar aparentemente seguro que puede volverse hostil y peligroso para sus moradores súbitamente y por la razón más menuda e inesperada. Es una América que, como Saturno -y como la Revolución, entelequia de sangre para la que se inventaron los Padres Fundadores americanos un sistema representativo de contrapoderes, precisamente, que para Eastwood está siempre en peligro- devora a sus mejores hijos. O lo intenta, movida por los peores de entre su prole, que son presidentes amorales, agentes del FBI cínicos y frustrados o periodistas de medio pelo que traicionan su deber cívico por un plato de lentejas en el banquete de la vanidad.
Eastwood es el único director de cine que queda vivo al que todavía le importa la diferencia entre Estado y Nación. Quizá sea porque es el único cineasta que queda de aquel mundo en el que las películas se hacían para contar fábulas morales y parábolas con las que justificar una cosmovisión y defender cosas. América ya no parece creer en sí misma y Eastwood, nonagenario, enteco, pero preclaro, más lúcido que nadie en la Babilonia californiana, todavía recuerda (A lo mejor porque es el único que vivió a Stalin, a Hitler, la Unión Soviética) que son los individuos unidos por vínculos muy ajenos al mero hecho administrativo los que sostienen y redimen el caos y la anarquía violenta del mundo.