(Pensamientos volanderos e inconexos a lo largo del primer mes de regreso a la ciudad)
En el extrarradio siempre es lunes a primera hora. Tiene mala cara y habla una lengua franca que por horas suena a rumano, a árabe, a zulú, a francés o a moldavo. El extrarradio huele a humo y a café; al agrio del metro, al metal sudado de las barandillas, a mal aliento: a ese vahído tétrico que envuelve las vías del tren. El extrarradio es llegar tarde, sacarse el bonobús al principio de cada mes, medir el tiempo por las mañanas con más afán que un velocista jamaicano. El extrarradio es, en una palabra, pobreza y derrota: la innúmera legión de los desheredados de la Tierra que se pone en movimiento cada mañana, muy temprano, al toque de corneta del despertador (artilugio esencialmente de clase, el Gran Tirano de la clase media) y echa a andar el mundo otro día más.
El extrarradio es esa serpiente enorme y monstruosa, amorfa, oscura, viscosa, sin sentido y sin sentimientos, que se mete de madrugada, todos los días, por la boca del metro, guiada únicamente por un hambre ciega y sorda que la obliga a arrastrarse durante horas por las entrañas sórdidas de la ciudad. El objeto de semejante afán es únicamente alcanzar un magro trozo de pan que, en una caja negra como la de los aviones, el mundo le guarda en un anaquel de su bodega, justo a la altura de las cloacas.
El extrarradio es un rostro cansado y lleno de arrugas que está cosido con los retales de un millón de rostros cansados y llenos de arrugas: el rostro de un veinteañero andino que se duerme de pie llegando a Vicálvaro; la cara del viejo canoso y enclenque que mira Facebook en su móvil, sentado sobre dos bolsas grandes de plástico, ajeno a todo lo que lo rodea; la cara de la cuarentona flaca, vestida como para hacer deporte, rubia, seguramente de bote, que todavía está buena pero que mira la fauna del vagón con desconfianza y se escabulle por el interior como si huyera de sí misma. El extrarradio son dos ancianos en sandalias que convierten un banco del andén en una mesa de tavli, como si estuvieran en una calle cualquiera de cualquier ciudad de Europa oriental; una mujer en torno a los cincuenta años, gorda y hortera, que hace Facetime en ruso; una negra con dos bolsas de la compra que arrastra a pulso a un chiquillo rebelde, y tres chavales de apariencia nativa que escuchan música en unos airpods, vestidos con el chándal del Atlético de Madrid y cubiertos con gorras de visera plana.
El extrarradio es un amontonamiento inarmónico de bloques, de vidas, objetos y servicios. Es una orilla donde la marea va arrumbando casi todo lo que el sistema absorbe a través de esas aspiradoras bíblicas que son las megalópolis. El individuo encuentra siempre un hueco entre las rendijas y se cuela por entre las laberínticas circunvalaciones. Halla una montaña llena de agujeros y los puebla todos, mirando a su alrededor con espanto ancestral al tiempo que se adhiere a un terreno infértil con la tenacidad del insecto, con la inquebrantable determinación evolutiva del glorioso y miserable homo sapiens.
El extrarradio siempre está en movimiento, como un tiburón blanco o como un animal acosado, permanentemente en fuga. Va en chándal y calza zapatillas deportivas. Usa mochila. Lleva tatuajes, a menudo feos y chabacanos, tan ininteligibles que parecen glifos de una cultura muerta hace muchos siglos. El extrarradio sueña con alcanzar la oficina, que es su cielo, su nirvana, la representación física de la seguridad: el edén de la clase media aspiracional, el lugar donde la felicidad les espera travestida de confort económico duradero, de por vida. El extrarradio tiene un horizonte con el techo muy bajo. Se lo leí a Joseph Roth cuando describía una calle cualquiera del Moscú de la primera década de la Revolución: la calle de la Rusia soviética recuerda la escenografía de un drama social. Es exactamente esto. En el extrarradio se salta de estación en estación cuando fuera todavía es de noche. Se tiene la sensación de habitar un no-lugar, de estar fuera del tiempo: el tiempo fuera del tiempo, la patria de los sueños. Y de las pesadillas. Huele a carbón, a cuero, a comida, a trabajo y a ser humano. Es la atmósfera de las concentraciones populares. Me gustaría saber qué pensaría Joseph Roth sobre el metro y el cercanías de Madrid. Seguramente los compararía con el Hades y se deleitaría con el gesto derrotado de casi todo el mundo. Con el ensimismamiento, pero sobre todo, con las caras.