No podía haber sido en otro sitio que en El Liceo de Barcelona, uno de los templos de la guerra que la abyecta burguesía catalana se hizo levantar para homenajearse a sí misma, donde el presidente del Consejo de Ministros del reino de España se entregara con armas y bagajes. Y banderas. Las banderas de nuestros padres, esas que ya no importan a nadie. Sánchez las ha entregado pero, conviene no olvidarlo, no sólo en nombre de su pulsión ególatra de poder, sino también (sobre todo) en nombre de los 6.792.199 de españoles que votaron al PSOE en noviembre de 2019; de los 3.119.364 que votaron a Unidas Podemos; 559.110 que votaron a Más País; 874.859 que votaron a ERC; 530.225 que votaron a JuntsXCat; 379.002 que votaron al Partido Nacionalista Vasco; 277.621 que votaron a Bildu; 246.971 que votaron a la CUP; 124.289 que votaron a Coalición Canaria, Nueva Canaria y el Partido Galleguista; 120.356 que votaron al BNG; 68.830 que votaron al regionalismo cántabro de Revilla y de los 19.761 que votaron a Teruel Existe. Esa es la cifra exacta de españoles que activamente desean la destrucción de España, la desintegración de su soberanía nacional y el despiece ilegal de su territorio: 13 millones largos de españoles de los 37 millones con derecho a voto el 10 de noviembre de 2019. Es bueno tener las cosas claras en este sentido.
Y es bueno porque esto es lo que hay. Para afrontar cualquier situación, incluso una terminal, la propia muerte irremediable, hay que saber la verdad. La cera que arde. Hasta este punto se ha llegado en el suicidio asistido de la Nación española: hasta el de que no sólo sus élites, cobardes, viles y corruptas como siempre, promueven la catástrofe, sino que también anhela esa catástrofe un número relevante de su población, un número destacado de quienes constituyen el pueblo español, dueño de la misma soberanía nacional contra la que vota y de quien emanan «los poderes del Estado», tal y como reza la Constitución de 1978. Esos poderes del Estado han conseguido, en cuatro décadas de incesante demolición intelectual y moral, imponerse en todos los ámbitos del pensamiento y de la vida privada y pública de los españoles. Porque es el Estado el que ha estado promocionando la centrifugación nacional, la difusión conceptual de los límites entre Estado, Nación y Gobierno, la burocratización parasitaria de la vida intelectual y económica del país, la atomización administrativa y la legitimación narrativa de las élites provincianas que han acaparado los resortes del poder. La victoria es completa y seguramente definitiva.
La dirección efectiva de esos poderes del Estado ha correspondido a la voluntad de los partidos de izquierda de dinamitar la Nación conjuntamente con las élites nacionalistas vascas, catalanas, navarras y gallegas, pero también, en la misma medida, a la desidia criminal y a la pusilanimidad de una derecha desideologizada, egoísta y de una talla intelectual liliputiense. Una derecha que parece la izquierda de hace veinte años. Una derecha diminuta, incapaz de abordar los problemas laborales y de seguridad económica de la clase media, su depauperación imparable, y que se creyó el cuento del fin de la Historia olvidándose de cosas como la patria, la familia, el ahorro y el trabajo. Una derecha tonta y mediocre, en dos palabras. Ambas pulsiones caminan sobre las huellas de sendas tradiciones políticas que se remontan a mediados del siglo XIX, época turbulenta de la historia contemporánea de España en la que se generan los tumores identitarios que ya se han metastatizado de manera irreversible en todo el cuerpo social y territorial del país.
Toda la ambición histórica de ruptura revolucionaria de las izquierdas españolas de los años treinta, las que perdieron la guerra civil, la ha catalizado desde la restauración democrática el Partido Socialista Obrero Español, el único partido todavía vivo, junto con su socio preferente catalán, Esquerra, que cuenta en su historial con participación activa y/o pasiva en golpes de Estado contra la legalidad vigente: en 1934 y, posiblemente, en 1981. Esa violencia antinacional «delegada» comenzó a vertebrarla Zapatero en 2004, año en que el partido concluyó que sólo en consorcio con los enemigos de España en las burguesías vascas y catalanas podría asegurarse, previa venta al por mayor de la nación política, el poder en lo que quedara de la antigua nación histórica. Enfrente no tiene una derecha desacomplejada que lo frene. Basta con agitar el espantajo del franquismo para que unos partidos desmemoriados, por no decir directamente analfabetos, se encojan de miedo al pensar que pueden relacionar sus posiciones con la dictadura, incapaces por completo de articular una defensa nacional enraizada en el liberalismo doceañista, en la restauración canovista, en la larga provisión intelectual de la que cuenta la literatura, la economía y la teoría política española desde los Reyes Católicos.
El pueblo español ha asistido impasible a todo este proceso de deslegitimación histórica de España como nación y como Estado. Se le ha negado su sentido de pertenencia, se le ha negado el pasado, se le ha negado la liturgia, el ceremonial y hasta el símbolo. Se ha colmado de oprobio el propio nombre de España y el resultado, tras mucho tiempo de falsa prosperidad («Europa es la solución» como majadería heráldica), es una indiferencia absoluta hacia la mayor operación de desposesión y latrocinio desde el establecimiento de la dictadura de Franco. Entonces fueron los abuelos y hoy son los nietos. El resultado es el mismo, el robo de España, con el agravante de que esta vez habrá partición física y de que el banquete será validado por «Europa» pues qué más da ser español que francés, las naciones ya no existen, sólo la aspiración de pertenecer a un monstruoso mercado confederal en el que el individuo tenga los centros de poder tan lejos como el cielo, y su condición de ciudadano mute a la fuerza por la de consumidor.
Como ya no importan la verdad o la mentira y a nadie interesan los pormenores filosóficos, históricos y legales, y sobre todo, como nadie sabe nada de nada ni está dispuesto a saber, que es lo definitivo, el descuartizamiento de la soberanía nacional se llevará a cabo democratísimamente, faltaría más: habrá un referéndum, en teoría no vinculante, y en función de cómo se logre caldear al personal, ese referéndum sobre cualquier cuestión secundaria, menor por así decirlo, tendrá consecuencias decisivas, como las elecciones municipales de 1931. La crisis económica de 2008 dejó al descubierto el corazón del proyecto comunitario de la Unión Europea: en efecto, detrás del velo sólo había un deseo compartido en mayor o menor medida de enriquecerse a mansalva y todos metieron la mano, desde los españoles y los griegos hasta los franceses y alemanes, con la diferencia de que unos compraban y los otros, vendían, y ninguno estaba situado, como suele ocurrir en la vida, en la misma casilla de salida. Cualquier enemigo de España con algunas luces habrá tomado nota de que Puigdemont lleva cavando una mina contra la Nación desde Waterloo alojado en una mansión de a cuatro mil euros el mes de alquiler. El ejercicio mental de imaginar qué le habría pasado al alcalde de Ajaccio que declarara en público la independencia de Córcega y acto seguido se fugase a Bruselas sólo causa dolor y frustración: Europa está muerta y sólo resistirán las naciones que preserven todavía alguna conciencia de sí mismas y estén dispuestas, aunque sólo fuera de manera minoritaria, a rebelarse contra el destino subordinado que esta nueva fase del capitalismo global le ha deparado al viejo Occidente. Lo que no es el caso de España.