La confrontación de los dos principales candidatos a presidir Madrid arroja muchas lecturas, a nivel, digamos, personal. Ayuso y Gabilondo, Gabilondo y Ayuso. Son tan diferentes, están tan alejados el uno del otro, que es como si pertenecieran a dos especies distintas. La candidata pepera y presidenta en funciones es una mujer joven, llena de viveza, con algo de lo que se decía antes de las tonadilleras: tronío. De hecho, ella parece ir tirando del Partido Popular, en oposición flagrante de su principal adversario en las urnas, un títere de Pedro Sánchez. Pero además, un títere al que se le ven los hilos a la legua. Gabilondo encarna esa izquierda apolillada, mustia, que analiza la realidad a través del folio opaco de un pesado ensayo socioeconómico absolutamente desfasado y fuera de onda. Con esa facha de bibliotecario de universidad a punto de jubilarse, Gabilondo es un tractor, y Ayuso, un lamborghini: por fin parece que es posible una derecha popular, castiza, patriota, que no patriotera; una derecha que, a pie de calle, le discute los grandes dogmas a la izquierda, esos axiomas que escriben el código moral y de conducta de nuestro tiempo, y que lo hace valiéndose de todo eso que la derecha, en España, no tenía. Es decir, desenvoltura, gracejo, ingenio, chascarrillo y sobre todo una preocupación genuina por el español que trabaja, por lo que antes se decía el obrero.
De ahí que analizando la campaña y la publicidad electoral del PSOE madrileño los mandarines del soviet monclovita hayan tirado por lo público, que como definió brillantemente el tuitero Derecha Spinozista, es «lo privado de la izquierda». La exaltación ad nauseam de lo público es la consecuencia inmediata y naturalmente, inevitable, del democratismo, o sea, de la conversión de la democracia (herramienta para la organización pacífica de una comunidad de individuos libres) en una fe, en un fin en sí mismo. El democratismo, por lo tanto, necesita de unos dogmas, que como todas las verdades reveladas, y por tanto, incontrovertibles, han de ser repetidas machaconamente como en una salmodia. «Lo público», causa final del Estado, que ha venido para sustituir a Dios y que por supuesto se ha tragado a la nación como la ballena se tragó a Jonás: el PSOE, particularmente, ha conseguido que lo que los romanos llamaban «cosa pública» sea un Leviatán desligado por completo de todo vínculo o lazo de pertenencia con la patria, de modo que la única forma socialmente legítima de ser ciudadano sea defender lo público. Pagar impuestos cual máquina expendedora, no rechistar y ser enajenado, emocionalmente, de cualquier noción de comunidad que implique tradición, historia y valores ancestrales compartidos. Esa única forma legítima de ser y estar en este país todavía llamado España es, claro, coto privado de caza socialista.
Ante todo eso se levanta Ayuso no como la candidata del PP sino como algo más. Porque todo eso, toda esa castración sentimental del español, reducido a cadáver de permiso del Estado-Dios (es preciso recordar que hasta morirse cuesta dinero) se sostiene, en todo caso, mientras el Estado sea capaz de proveer de todo ese maná «asistencial». Pero ocurre que hay una pandemia que se está llevando por delante toda la Tierra Prometida de lo público. La gente ha muerto a mansalva de un virus que el Estado fue incapaz de prever, controlar y erradicar; la gente engrosa las listas del paro a miles, a cientos de miles, resultando impotente el Estado a la hora de emplearlos. No sólo eso: ya desde 2008, ese mismo Estado que cada vez requiere más dinero, vida y aliento de sus ciudadanos (cada vez menos ciudadanos, cada vez más súbditos) se fue mostrando cada vez más negligente e inoperante a la hora de asegurar unas condiciones de trabajo suficientes como para que esos ciudadanos prosperen y sean libres. Digo asegurar unas condiciones y no crear empleo porque la única solución que ha hallado el Estado-Dios y todos sus gobiernos desde hace una década ha sido la oferta pública de empleo, de modo que en España, ahora mismo, sólo se puede acceder a una hipoteca, es decir, sólo se puede comprar una casa, un funcionario, un chino o un narcotraficante.
Menos en Madrid. Ante ese momio inveterado que gangrena las raíces de España, Ayuso representa una subversión ideológica. No más consultores de Deloitte, no más abogados del Estado, no más Danieles Lacalles, no más City ni por supuesto no más reducción sistemática del ciudadano en esclavo de un inmenso pesebre. Trabajo. Trabajo y libertad. Un ciudadano sin trabajo, sin poder encontrarlo, y sin que ese trabajo le rente para vivir y aspirar a desarrollar su propia personalidad según Dios le de a entender, es un individuo sin futuro no sólo material (imposibilidad de sostenerse) sino tampoco «cívico»: ¿es posible que sobreviva una democracia cuando el cuerpo social es, en un porcentaje cada vez mayor, una clientela? Ese es el fin último del democratismo y del patriotismo sanitario (ciudadanos de un país llamado Estado, cuyo clímax se produjo en pleno confinamiento pandémico, todos a aplaudir a ese ente superlativo y desarraigado de toda idea nacional llamado sanidad pública) y ante eso se planta una mujer «de abajo», una Manuela Malasaña. Su propaganda electoral es una combinación absolutamente Pla de adjetivos que subrayan lo ya hecho, en oposición a ese vago anhelo salvífico de lo que está por hacer que emana de los folletos con la cara en blanco y negro de Gabilondo: primera, resistente, previsora, veloz, eficiente, juvenil, ambiciosa, emprendedora… todo en color y con el logo del partido algo escondido, a diferencia del rojo agresivo que encuadra el rostro de Gabilondo, un rostro avejentado pero no por la edad, sino por el tiempo. En efecto, Gabilondo es el rostro de un tiempo perverso y Ayuso lo desafía con ese desparpajo tan local, incluso a veces localista, que no obstante sigue aferrado a lo español, a lo nacional, vindicando lo que Madrid tiene de amalgama de todas las tierras de España, de rompeolas de España. La fecha de las elecciones, un 4 de mayo, tan cerca del 2, la verdadera fiesta nacional, lo envuelven todo en un halo épico, ponen la cuestión en el centro de la historia de España: otra vez la gente (me acuerdo todavía cuando Podemoo apelaba constantemente a la gente, a los de abajo, jeje, el ex-ministro de la Agenda 2030, la mayor agresión a las clases populares concebida legalmente en Occidente desde la Segunda Guerra Mundial) hermanándose, ricos y pobres, curas y laicos, militares y civiles, contra la bota del Tiempo, huérfanas por completo, olvidados de unas élites políticas y financieras en franca, continua y exasperante traición del «contrato social».