A cuenta de la última homilía de Félix Ovejero en El País he vuelto a leer el sintagma la verdadera izquierda. Félix Ovejero es otro de esos mandarines que nos aleccionan desde las tribunas de los periódicos para regocijo de jefes de opinión y diletantes oficiales, y a los que en la calle no lee ni conoce ni el Tato. Bueno. Esto de la verdadera izquierda encarna, en el fondo, la imposibilidad ontológica de realización del proyecto social y económico de Marx: traer el Cielo a la Tierra, una utopía sangrienta, menudo pleonasmo. La utopía, en abstracto, como la revolución, suele tener muy buena fama, sobre todo entre quienes no ejercen el más elemental esfuerzo por conocer la historia de los hombres sobre la faz del planeta Tierra. Las utopías y las revoluciones suelen implicar asesinato, crimen, mentira, ruindad, caos, anarquía, institucionalización de la injusticia y, en esencia, un dolor infinito cuya memoria perdura por generaciones. Pero son conceptos de extraordinario tirón publicitario, esa es la verdad. También esa aberración forma parte de la naturaleza humana, biología que niega, de raíz, la utopía marxista. O sea, la izquierda, cuya genealogía, antes de Marx, hay que buscarla en Robespierre, en el jacobinismo sanguinario francés, y antes de eso, en Calvino. Lenin, que fue el mejor discípulo que tuvo Marx, el que mejor lo leyó, el que mejor lo entendió, derramó un Orinoco de sangre en el viejo imperio de los zares para establecer ese reino celestial en la tierra de los hombres. Lo de la «verdadera izquierda» como lamento del paraíso marxista perdido empezó con su muerte, pues a Lenin lo sucedió Stalin y en un cuarto de siglo se aprovechó de la ventaja tecnológica de la época para darle matarile a media Rusia a ritmo industrial: la combinación más perfecta y maquiavélica de paranoia, dogmatismo, inhumanidad y venganza a escala que han visto los siglos. Sin embargo, nada de lo que hizo Stalin apartó la locomotora soviética de los raíles bien claros y definidos por los que la había lanzado, a revienta calderas, el padre del primer Estado socialista del mundo.
Por algún motivo la izquierda se ha quedado con todo lo que tiene apariencia de virtuoso en la filosofía política posterior a las revoluciones liberales, dejando a la derecha como caja de Pandora de todo lo malo, cuando, en realidad, ambas tradiciones políticas son dos ramas del mismo tronco. Del corpus liberal que fulminó el Antiguo Régimen se desgajó el socialismo con la revolución industrial, y el socialismo se quedó con la fe religiosa en un mundo nuevo que anidaba en el movimiento que le quitó la soberanía a los reyes para dársela al conjunto de individuos, antes súbditos, ahora ciudadanos, que habitaban las naciones históricas de Europa. Entonces, ¿qué izquierda añoran los fatuos aristarcos como Ovejero?
Este hombre tiene un libro con un título significativo: La deriva reaccionaria de la izquierda. No hay que estudiar un máster para saber qué quiere decir aquí Ovejero con deriva reaccionaria: oscuridad, servidumbre, brutalidad, retroceso, desigualdad, etcétera. Es gracioso porque la Reacción fue la lucha por la supervivencia (perdida de antemano, irremediablemente) del Antiguo Régimen. Como ocurre en todas las guerras, el vencedor escribe la Historia, y nosotros, hijos del mundo que nació tras ese doloroso parto, achacamos al Ancien Regime los rasgos antitéticos de nuestra cosmovisión, que se supone es el clímax de una concepción lineal de la Historia. Esa lucha entre lo viejo y lo nuevo significó violencia, opresión y guerra, exactamente lo mismo, sin embargo, que la lucha por aquello contra lo que se reaccionaba, es decir, el liberalismo clásico y la democracia parlamentaria. Pero es que desde la talasocracia ateniense, la noción de ciudad, ciudadanía, ley, un cierto orden jurídico, una isonomía, ¡la igualdad!, se han impuesto con violencia, como mínimo en la misma medida en que se ha intentado, desde la oligarquía espartana, aplastarla. La dialéctica que configuró el mundo durante la segunda fase de la Edad Contemporánea, tras la invención de la máquina de vapor y el triunfo definitivo de las revoluciones liberales a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, multiplicó el coste en vidas humanas de ese enfrentamiento entre ideas, esta vez todas emparentadas entre sí; un coste naturalmente cada vez más elevado según avanzaba la técnica. Stalin y Mao quintaesenciaron esto en el siglo XX triturando, en nombre del marxismo-leninismo (o sea, de la izquierda purititamente ortodoxa y verdadera) a liberales, conservadores, por supuesto a cualquiera perteneciente a una de las familias menores de la izquierda y qué decir de los individuos adscritos a las disidencias religiosas, étnicas o simbólicas de la naturaleza que fueran.
Todas estas retóricas vienen a cuenta de que los ovejeros, ante la evidencia en que Ayuso deja al frentepopulismo que la acorrala, como tienen alguna vergüenza torera todavía (algo han aprendido los intelectuales progresistas con respecto a los años 50 y lo que cuenta Amis en Koba el temible), han de subrayar que están con Ayuso, pero no mucho. Es un extraordinario retruécano: estar sin estar, estar con la nariz tapada, etcétera. Pero esto no es nuevo, estamos acostumbrados. Pasó lo mismo cuando la Generalidad se sublevó contra el orden constitucional y reventó la soberanía nacional de España, en 2017. Entonces la violación de la igualdad entre todos los españoles (en el fondo, y si tenemos que reducirlo al máximo, al Pedro Ximénez, la revolución liberal se queda en esto) fue tan obscena que los ovejeros tuvieron que echar mano de la bandera rojigualda, eso sí, subrayando bien, dejándolo claro, que ellos no eran patriotas sino constitucionalistas y que la bandera de España sólo era admitida en el juego político, en el ágora de los mandarines, acompañada inevitablemente de la de la Unión Europea. «Nuestra estelada», recalcó Borrell entonces, menudo caballo de Troya. La consecuencia de todo ello fue la colonización de un movimiento puramente espontáneo, nacional, popular, de defensa de la nación, que es lo común, y la transformación de aquel grito que rompió la noche más oscura de España en una cosa meliflua, castradora y definitivamente muerta que ha terminado con Edmundo Bal presentándose por Ciudadanos a presidir Madrid. Bromuro.
España, está claro, su propia idea me refiero, su existencia como nación histórica y política, comparte connotaciones negativas, absolutamente intolerables para los fanariotas de nuestra época, con toda la polisemia de la no verdadera izquierda: todo lo que no es guay, todo lo ajeno u opuesto a los derechos humanos, el ecologismo, la sostenibilidad, el feminismo, la justicia social, en fin, la chatarra habitual. España es carca, rancia, fea, atrasada y por definición, reaccionaria. De ahí el mohín de disgusto de los ovejeros al ponderar el trabajo hecho por Ayuso en año y medio de pandemia al frente de la Comunidad de Madrid: sí, está bien, son «políticas» de «izquierdas» pues la izquierda, ahora, «se comporta como la derecha más reaccionaria». Esta transubstanciación cultural en el magma contemporáneo adscrito a «la izquierda», digamos, de todos los valores, menos aún, de percepciones, de emociones, de lo que se siente como bueno y justo es la mayor victoria de la izquierda desde la caída del Muro de Berlín.
Si se tuviera que definir con una palabra lo que «es» la izquierda, sin duda esa palabra tendría que ser igualdad. Pero no, claro, en el sentido de isonomía, de que nadie es más que nadie con respecto a la ley. Es la igualdad sangrienta, la igualdad en último término, de los cementerios. El sentido de la igualdad concebida como motivo fundamental de la cosmovisión izquierdista quedó meridianamente claro en la experiencia soviética. Desde Lenin a Gorbachov, que por cierto estaba considerado como un prometedor renovador leninista. La igualdad soviética fue la igualación radical de todos los individuos, segados por igual por la hoz de la ideología y metidos a la fuerza en un molde, el del homo sovieticus que dijo Kapuscinsky en El imperio: desentendiéndose por completo de la biología, refutándola; rechazando toda la estructura que ata al hombre a la tierra, es decir la familia, la tradición, las condiciones materiales, la identidad; reconfigurando con un bisturí monstruoso llamado gulag su imaginación, su aparato emocional, creó un ser sin ayer y por lo tanto sin mañana, encadenado al miedo por una camisa de fuerza atroz, sujeto como un personaje de la tragedia clásica al capricho inalterable de un único Dios, el Estado. Mientras la revolución bolchevique se llevaba a cabo, muy lejos de Rusia, en un café ampurdanés, ya había quien intuía todo esto. Pla da cuenta de ello en la primera parte de El cuaderno gris, en forma de diálogo:
–Ahora usted, indignado ante las calamidades del capitalismo, lo quiere sustituir, quiere matar su forma biológica, la espontaneidad de su manifestación, su interna pujanza. Lo quiere sustituir por un régimen racional, justo, ordenado, satisfactorio desde el punto de vista de la moralidad rutinaria y mediana. Usted cree que la mera sustitución de un régimen real, aunque cruel, por un régimen artificial, aunque hipotéticamente perfecto, tiene que implicar, por fuerza, un beneficio seguro para la generalidad. Lo dudo. No lo creo. Los franceses suelen decir que a menudo se pierde lo bueno por la manía de tener lo mejor. Yo parto de la idea de que pasar de un régimen real, aunque irracional, a otro régimen cualquiera imaginado, no implica necesariamente pasar a un régimen mejor. Puede muy bien representar, a pesar de la perfección teórica del régimen propuesto, pasar a un estado infinitamente peor, más malo, más doloroso, de muchas menos probabilidades.
-Es usted un conservador recalcitrante, un hombre sin imaginación…
-Y usted es un niño de pañales…