La hora de la Marianne

El partido de la centralidad y de la moderación, Ciudadanos, ha roto la baraja de la política territorial española con una jugada a varias bandas que parece tener más que ver, en el fondo, con un sálvese quien pueda que este barco se hunde, que con las Luces de la Razón. El partido de los jacobinos ilustrados ha degenerado en una cuadrilla de consultores de Deloitte y aristarcos de ESADE a la caza y captura de alguna covacha donde seguir medrando del erario público. Al primer movimiento trapero por la espalda del gobierno pepero de Murcia, Isabel Díaz Ayuso, que es la única en la derecha española que se resiste a ser arrastrada por la marea de fango socialdemócrata, disolvió la Asamblea de Madrid y convocó elecciones, anticipándose por dos horas a la segunda fase de un plan de demolición gestado en el soviet monclovita.

Ayuso gusta a un amplio espectro de ciudadanos a la derecha del PSOE por muchas y variadas razones que pueden resumirse en una sola: es el símbolo de la España que no se pliega al rodillo socialdemócrata. La misma razón la ha convertido en la némesis de todas las facciones del nuevo Frente Popular: es la única representante conservadora que tiene ideas, ímpetu, carisma y cojones. El País, en su editorial, precisa todo lo que los dueños de la verdad oficial en España no pueden tolerar: «anarcolibertaria y nacionalista», afín a VOX y «vestida con ropajes mediáticos de corte trumpista». Y quizá en lo de voxera y trumpista acierten porque si algo hizo Trump, primero, y VOX aquí, después, fue replicar a los sumos sacerdotes de la conversación pública con sus mismas herramientas, cargando la escopeta con la ira de la muy heterogénea clase de los humillados y ofendidos por el espíritu de nuestro tiempo. La ola de aversión a un estado de cosas corrompido y perverso, a un estado mental de sumisión al PSOE en todos los órdenes de la vida pública española, ha llevado también a esta outsider con agallas a arrebatarle de facto la jefatura de la oposición nacional al jefe de su propio partido, Pablo Casado, Marqués de la Nada y Conde del Vacío. En el día en que todo saltaba por los aires, Casado enmudecía escondido en Génova, atrapado por su propia inanidad, justo en el centro del tablero, ese que con tanta ansia buscaba, y que en los mapas sale señalado en rojo con el rótulo de Villa Olvido.

Ayuso, que no es Churchill, tiene una virtud extraordinaria, por inopinada en la derecha, que es intuir qué le importa a su potencial votante, y ofrecérselo. También tiene una cosa muy buena y es que no le falta al respeto, ni le da asco, características muy comunes en los políticos del «centroderecha» español desde Rajoy. Ayuso no se avergüenza de quienes le votan, más bien al contrario, acaso porque los conoce, a diferencia de Ciudadanos, cuyos cuadros dirigentes gustan de verse a sí mismos como enarcas del socialismo francés y desprecian el viejo voto democristiano, conservador y liberal del que se nutrió el partido desde su expansión nacional. Ayuso en cambio encarna esa derecha popular que piensa en el doliente, en el paria y en el desamparado, y que todavía sueña con evocar ideas conservadoras clásicas como la tradición y la familia. Su administración de la pandemia ha tenido no sólo la belleza de la subversión sino la extraordinaria fidelidad al «interés común»: no ha sucumbido a la abominable tecnocracia mediante la cual el resto de virreyes autonómicos han justificado un atropello obsceno de derechos y libertades fundamentales, arruinando arbitrariamente a las clases productivas de sus regiones con medidas esotéricas más encaminadas a justificarse ante la opinión pública que a prevenir, de verdad, el virus.

El obrero, contra lo que suele conceptuarse la Izquierda Movistar, suele ser alguien que tiende, en política, a conservar lo que tanto trabajo le cuesta ganar con el sudor de su frente: un ciudadano pragmático que quiere trabajar, que su esfuerzo le cunda, vivir tranquilo, seguro, tener dinero en el bolsillo para disfrutar de su tiempo libre y, si no es mucho pedir, prosperar. Si algo ha demostrado la gestión autonómica de la pandemia es que, en las taifas españolas, sólo Isabel Díaz Ayuso ha creído necesario no inmolar a la pequeña y mediana burguesía, ni a las clases trabajadoras, en el ignominioso altar de la cobardía política.

Ayuso, además, tiene una facilidad estupenda para la agitación y la propaganda, únicas herramientas con las que la izquierda lleva demoliendo la nación y el parlamentarismo en España desde el año 2004. Esto es un botín precioso para un político conservador, más aún del PP, que había renunciado a todo eso, precisamente desde el primer Rajoy en la oposición, que abjuró de todo lo que no fuera «gestión» y «economía». Su gestión durante la catástrofe coronavírica se resume en hospitales y terrazas, y lo cierto es que en España, ahora mismo, sólo Madrid crece, sólo Madrid contempla la posibilidad de un mañana que no sea lúgubre y, por si fuera poco, no mueren en Madrid más personas de la peste china que en otras regiones cerradas a cal y canto desde antes de Navidad. A Ayuso le brotan eslóganes de la boca y es capaz de recoger con gracia castiza no exenta de profundidad ideológica el estado de ánimo del momento, traduciéndolo en chascarrillos. ¿Y qué es España desde 2004 sino un trágico chascarrillo? En mayo del año pasado, con Madrid (como todo el país, bajo el mando único del soviet monclovita) como epicentro de la catástrofe humana provocada por el coronavirus, apareció como una vestal doliente, una madre llorosa y herida en lo más hondo que, en la casa de Dios, se acerca a la herida en carne viva del pueblo para compartir un poco del indescriptible sufrimiento. Esto, en una España en la que el vicepresidente (siquiera nominalmente) a cargo de los geriátricos se pasaba los fines de semana recomendando series en Twitter, en una España que observaba cómo al aberrante funeral de Estado organizado por el Gobierno acudía la presidenta del Senado vestida de Aladín, una España, en suma, que contemplaba paralizada cómo la casta extractiva de sus representantes públicos continuaban la fiesta a costa de una sociedad que se hunde en las frías aguas del Atlántico Norte, supuso un tremendo escándalo periodístico. En esas fotos se advertía ya la emergencia de Ayuso como la única réplica posible, convincente, necesaria, al aquelarre en que El Poder ha convertido la realidad. Y como es María, es Marianne, pues en su defensa de la libertad individual y colectiva de los madrileños germina un genuino girondinismo pepero que, a pesar de lo que digan la SER y El País, se diferencia notablemente del ridículo andalucismo impostado de Moreno Bonilla, del sumiso y manso vasquismo del (lo que queda) del PP vasco o del caudillismo caciquil de Feijóo en Galicia.

Y de repente Pablo Iglesias le hace el regalo más importante que esta mujer podía soñar. Si las elecciones del próximo 4 de mayo en Madrid, desde el primer día, tuvieron una naturaleza plebiscitaria, con la irrupción de Iglesias como candidato se han convertido, directamente, en catárticas: una España nueva va a salir de esta confrontación no de partidos, ni siquiera de ideas o de proyectos, sino de sistemas morales. Con su decisión, Iglesias va a galvanizar todo el voto a la derecha del PSOE y se lo va a brindar a la presidenta en funciones de Madrid en una bandeja de plata. Ayuso, con su pronta perspicacia, lo formuló en un comunismo o libertad de cuyo tremendo éxito habla por sí sólo el fenómeno memético en que ha degenerado el lema en las redes sociales. En realidad, es algo más profundo, pues Pablo Iglesias encarna la defenestración de España como nación soberana. Pablo Iglesias es la consecuencia más notable de tres décadas de componenda, aplazamiento y corrupción política, económica y social, delineadas ya en la Constitución de 1978 y desarrolladas en ese tiempo de milagro español en el cual dejamos de ser un país pobre y nos hicimos ricos, prósperos, democratísimos y muy europeos. Cuando se quebró la posibilidad de un futuro, en 2008, emergió lo que ya llevaba palpitando en las cañerías de la nación desde los atentados de Atocha, en 2004: la ponzoña que emergió e inundó la superficie con el veneno y la peste del enfrentamiento civil. Eso es Podemos, es decir, eso es Pablo Iglesias, tanto monta, monta tanto, pues sin su figura de caudillo misógino y narcisista no hubiera crecido tan deprisa la hiedra por los muros «de la patria mía», una enredadera venenosa que conectó los puntos dispersos del marxismo aberchale, la izquierda separatista catalana y el irredento comunismo del siglo XXI que vivió hasta entonces a la sombra del PSOE e Izquierda Unida.

Iglesias elimina la posibilidad de que en estas elecciones cuenten los tibios, es decir, Ciudadanos. Contra este Leviatán Ayuso tiene la oportunidad histórica de articular un discurso de resistencia nacional evocando el mito patriótico y a la vez, tan madrileño, de la lucha contra Napoleón, el 2 de mayo, Manuela Malasaña y Monteleón escupiendo fuego contra la oscuridad totalitaria que viene de fuera. Esta vez los coraceros franceses vienen a lomos de ingentes cantidades de dinero sucio y sangriento procedente del bolchevismo caribeño y sus conexiones con el narcotráfico, dinero lavado en Europa a través de turbias maniobras y organizaciones vinculadas a los padres de toda esta izquierda bastarda que no sólo traiciona a España como comunidad nacional (algo que no es novedoso en el bolchevismo, el comunismo estalinista francés hizo lo propio con Hitler ad portas) sino a su propio pasado. Es curioso porque la cartelería comunista durante la Guerra Civil utilizó el mito de 1808 para excitar la resistencia frente al nazifascismo invasor. De eso, como de tantas otras cosas, han apostatado los herederos de la izquierda revolucionaria nacional. El Lenin español (vivos están todavía los recuerdos tuiteros de Iglesias y Errejón, su trotskito, babeando con las enseñanzas del camarada Uliánov) ya no sueña con hacer un Octubre Rojo en España, sino con forzar un proceso constituyente, despiezar la soberanía nacional y amarrar lo que quede con algún engendro confederal sujeto al proyecto de las eurorregiones cuya carta magna sea la Agenda 2030.

Si Stalin recuperó la simbología tradicional, la heroica de la Rusia clásica de los zares, para movilizar a la población en la guerra patriótica contra Alemania, Ayuso tiene la posibilidad de ahormar un discurso que de Madrid la ponga en dirección a La Moncloa: un discurso de salvaguarda de España como puente atlántico con los hermanos libres de América (Madrid es la capital de la Venezuela antichavista) y como hogar milenario del pueblo que durante siglos sostuvo el último gran empeño civilizatorio de Occidente, la monarquía católica universal. Pero todo eso queda lejos todavía, pues el referéndum del 4 de mayo simplifica grotescamente lo que se juegan los españoles con derecho a voto en Madrid: pisotear la hidra del bolchevismo caribeño, preservar el fuego de la libertad y del parlamentarismo, o sucumbir al autoritarismo que, revestido de excepcionalidad sanitaria, ha venido ya para quedarse y convertir Europa occidental en un manicomio aterrorizado por la sombra roja de China.

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