Casi nunca puede fecharse el momento exacto en que un país se arruina pero España se fue a la mierda hace justo diecisiete años, el 11 de marzo de 2004, el año infausto. Con las bombas de Atocha y los trenes de Cercanías explotaron también las entrañas de la comunidad nacional, que desde aquel día empezó a hacerse jirones. En el nombre de Alá se volaron vagones llenos de hijos de nadie, de españoles de ambos hemisferios, de hombres y mujeres que un día llegaron aquí con el sueño más viejo del mundo, que es el de prosperar. Pero también se volaron las cargas que los últimos 150 años de historia habían ido depositando en las catacumbas de la nación, esperando ser detonadas el día señalado. Y el día fue ése. El 11 de marzo del año 2004, un día que como hoy, fue jueves y yo tenía diecisiete años menos y estaba en 4º de ESO. En mi clase, aquel día, teníamos Educación Física, lo que nosotros llamábamos gimnasia, por eso mis recuerdos de aquel día están vestidos de chándal, azul y blanco franciscanos del Virgen de Regla de Chipiona. Antes del recreo nuestro tutor nos fue comentando lo que se contaba en la radio: que ETA había puesto una bomba en Madrid, que habían muerto 30, 60, 90, 150 personas. Nos iba dando los partes como el ordenanza de un general el día de una batalla. Así me di cuenta, a pesar de mis parvos quince años, de que aquello no era como otro de esos crímenes a los que ya estaba acostumbrado, pues muchas veces me había preparado para ir a clase viendo en el primer telediario de la mañana cómo la policía retiraba el cuerpo de un hombre tieso al que un etarra había acribillado por detrás, en su coche; estaba familiarizado con palabras como TEDDAX, bomba-lapa, kale borroka, carta-bomba, piso franco, comando Guipúzcoa y cosas así, y tenía en la memoria, bien frescas, las imágenes de una soporífera tarde de septiembre, cuando el mundo se desplomó en directo, en el salón de mi casa, y por el televisor, con Urdaci desconcertado, salían el humo y la ceniza de las torres de Babel.
Ese día conocí un miedo muy particular, distinto a todos los demás que antes y después he experimentado a lo largo de mi vida. Ni siquiera hoy sabría cómo describirlo, pero ahora si sé que ese día los asesinos consiguieron su objetivo. Hicieron que algo viscoso y frío me trepara por el espinazo, a mí, que no había pisado Madrid en mi vida, ni tenía a nadie allí, ni sabía muy bien aún quiénes eran Al-Qaeda, Mahoma, el Islam o lo que se entendía por Occidente. Ocurrió al final del día. En el que terminó siendo mi cuarto estaba entonces la salita, que era donde toda la familia se reunía después de cenar, un rato, viendo una telenovela, un concurso, lo que fuera. Por alguna razón que he olvidado, no muy tarde, algo me impulsó a volver a la cocina y encender la tele que sobre el lavavajillas (sigue habiendo una, hay cosas que no cambian) nos amenizaba las comidas: un cuadrado grueso como uno de aquellos primeros MAC, que yo encendí bajo la luz blanca de hospital (también sigue siendo la misma) que me envolvió como una manta mojada mientras veía a Bin Laden en una cueva afgana, sentado encima de una alfombrilla y sosteniendo un kalashnikov, reivindicar la masacre de Madrid. Esa congoja, tan parecida al aplastamiento o la desolación, al desamparo, era como el desasosiego inexplicable que me poseyó una vez que echaban en la tele un reportaje sobre la cripta real del Escorial y en mi cabeza penetró por primera vez la idea de la muerte.
Antes, por la tarde, yo había asistido a una concentración junto a mis padres, tíos y abuelos, una cosa que no viví nunca antes y por supuesto jamás volví a vivir después. Aquel 11 de marzo no fue como el de hoy, que es un día soleado, lleno de vida y esperanza, gozosamente preprimaveral, en el que los pájaros se persiguen desde el alba, los árboles retoñan y el cielo está tan azul como si lo hubiera pintado Velázquez. Aquel otro 11 de marzo amaneció destemplado y plomizo, presagiando lo que venía, y terminó lluvioso, mudo. La tristeza resbalaba por los objetos y las personas, como si toda la creación llorara. Así recuerdo el camino de casa de mi abuela, calle Azucena, hasta la plaza de Andalucía, sede del Ayuntamiento. Me acuerdo que yo veía el cielo lleno de ceniza por las fajas desiguales por los que se colaba, entre los paraguas. Nadie hablaba y eso en un lugar donde gusta tanto el ruido, donde el ruido es como una forma de sortilegio contra la muerte, me impresionó mucho y lo sigue haciendo, tanto tiempo después, al rememorarlo. Mi familia, que es la menos politizada de todas las familias que existen en el mundo, estaba toda allí. Aquella tarde fue la última tarde en que España fue inocente, al menos un poco. No recuerdo ni consignas, ni proclamas, ni cabecera de ningún tipo.
Aquello no fue una manifestación, que siempre implica algo preparado, organización, política, intereses; no fue nada más que una masa oscura y doliente que se movía bajo un cielo sin Dios, amontonada bajo los paraguas. Todo estaba gris, negro, no recuerdo ni la menor gota de color. Al mediodía, en el colegio, tras el recreo, los profesores nos convocaron a un momento de silencio en la capilla y yo me pegué con uno por segunda y última vez en mi vida, pues me suelen pasar este tipo de impertinencias igual que otros ríen a carcajadas en los funerales, sin saber muy bien por qué. El 11 de marzo del año 2004 España se rompió por dentro. En lugar de revolverse contra los agresores, como el toro que alza orgulloso la testuz al sentir el aguijonazo de las banderillas, llamó asesinos a sus gobernantes, y la claudicación fue completa. La nación recibió un puñetazo en el pecho, a la altura del corazón, del que ya no se recuperó. Se disolvió la fraternidad nacional que había hecho posible la piedad, la paz y el perdón tras la guerra y el franquismo. Las alcantarillas regurgitaron, con la lluvia incesante de aquel día, la alimaña de mierda que casi una década después, en el 15M, vomitó esa cosa siniestra que se llama Podemos: estaban todos ya allí, fíjense bien, miren las fotos, de entre las cloacas de Izquierda Unida, del limo postcomunista que tomaba el moderno nombre de antisistema, salieron los que convirtieron el miedo de una nación en cobardía. Cobardía e infamia. Les costó sólo dos días conseguirlo. Y los españoles ya no fueron nunca más el animal varón que toda la Creación agranda que cantaba, ay, Miguel Hernández, porque España murió ese día y desde entonces el hedor de su cadáver, en tan larga descomposición, impregna, como decían del de Alejandro, todo el Universo.