Desde el verano de 2018, cada vez que voy al Madrid me llevo una desagradable impresión al toparme con un rider. Aunque sea una actividad perfectamente legal, o precisamente por eso mismo, siento una pesadumbre, una desazón, que me hace pensar en muchas cosas. Los que he visto suelen ser hombres, en su mayoría de aspecto hispanoamericano, jóvenes, aunque también, por desgracia, he visto cincuentones arrastrando esas mochilas tan grandes que parecen la impedimenta de un legionario romano. Y que seguramente, pesen lo mismo. Las arrastran a sol y a sombra, con viento y con frío, llueva o truene. Son hormigas desollándose los pies en los pasillos interminables de la ciudad infinita. Cuando Filomena, contemplé uno de esos retratos que definen nuestro tiempo: nevaba en Madrid desde hacía dos horas, cada vez más fuerte, más intensamente, con un viento helado del demonio, y un tipo cruzaba en bicicleta la glorieta de Carlos V con la mochila verde de Deliveroo sobre la grupa, entre el tráfico infernal, típico de ese nudo vial madrileño. Desamparado entre camionetas, autobuses, taxis enloquecidos, coches que lo flanqueaban como balas, se me infundió un gato aspaventado en medio del tráfago urbano de Bangkok. Era la representación de la fragilidad.
Y verdaderamente los riders son la encarnación de la posición extremadamente frágil en que el último ajuste de la economía mundial, el acaecido entre 2007 y 2019, ha dejado al trabajador occidental. Pues este es un fenómeno universal en el viejo primer mundo, parte del sustrato de movimientos, por ejemplo, como el de Trump en los Estados Unidos. Un rider no es sólo lo que se suele conocer como «trabajador no cualificado» o de «escasa» cualificación. También hay universitarios trabajando de esto, por lo que ante la, además, imparable y manifiesta degeneración de la educación universitaria en España, habría que darle una vuelta a muchas ideas preestablecidas, entre ellas la de la cualificación o no cualificación laboral y el valor intrínseco del actual momio legal y administrativo en que se ha convertido la universidad pública. El problema es que esto debiera hacerlo un parlamento lleno hasta la bandera de analfabetos, muchos de ellos salidos de ese mismo sistema de «educación superior». Como dice Elvira Roca Barea, una de las señas de identidad de nuestro tiempo es la paradoja que consiste en que los iletrados, ahora, los vomita la universidad.
Cada vez que veo a un rider siento el impulso de acercarme y de preguntarle: ¿tú qué esperabas de la vida? ¿Te gusta lo que haces? ¿Has podido hacer otra cosa? Seguramente ni al más entusiasta le guste derrapar durante horas por esas calles llenas de humo donde el ruido no se acaba nunca, pegándose con semáforos, taxistas, autobuseros, camioneros, peatones, policías y ambulancias, para entregar burritos y hamburguesas a la gente. Hay algo que me corroe cuando los veo. Es un sentimiento de culpabilidad, quizá, de tristeza y de angustia, como el de ver a un vagabundo, porque, ¿quién está libre de acabar así? Que tire la primera piedra. Sobre todo, quisiera preguntarle a cada rider: ¿a cuánto te pagan la hora? También es un entristecimiento por todo lo que tienen de fracaso colectivo, fracaso de nación, de comunidad o de lo que coño sea ya España. ¿Acaso es esto todo lo que tenemos que ofrecerles a nuestros jóvenes, y a quienes vienen aquí buscándose la vida?
El rider me hace pensar en la esclavitud en la Roma antigua, un fenómeno que se hizo extensivo en los últimos siglos de la vieja república. Entonces Roma dejó de ser una potencia local italiana para hacerse con todo el Mediterráneo. Las grandes conquistas y las dinámicas ya claramente imperiales de ocupación y colonización rompieron los moldes de la economía agraria y de pequeños propietarios de la tierra, favoreciendo, con el flujo incesante de los botines lejanos, la concentración de la tierra y del capital, así como la creación de una masa cada vez más ingente de siervos. El capitalismo imperial romano me recuerda al actual estado de las cosas en Occidente, donde cada vez más ciudadanos se encuentran más cerca de poder viajar a Marte que de acceder a una renta acorde al nivel de vida de nuestros días o a una propiedad, por pequeña que sea. Si algo enseña la historia es que la democracia liberal, o sus precedentes más homologables en el mundo antiguo, sólo es posible cuando la propiedad y la renta se hacen extensivas a grandes capas de la población. Los antiguos cónsules y senadores me recuerdan a los grandes ceos de Silicon Valley. Aquellos patricios fueron quienes se hicieron de oro acumulando latifundios a través de la corrupción de los mecanismos con que el Estado administró los caudales procedentes de los nuevos establecimientos y provincias, fagocitando la mítica figura del viejo campesino romano que dejaba el arado para coger el gladio cuando su ciudad lo reclamaba. Estos nuevos dueños del mundo son los que, gracias a una ventaja decisiva (ya no militar, pero tecnológica), han volteado la economía de Occidente, adquiriendo un tamaño tan colosal que pueden hurtarle el cuerpo a placer a las haciendas de unos Estados cada vez más impotentes a la hora de afrontar el impacto de la revolución industrial que Amazon, Facebook, Google o Apple controlan.
Hace poco circuló por Twitter un extracto de una charla del ceo de Glovo, una empresa española dedicada a llevar y traer todo lo que se pueda comprar por Internet, cada vez en menos tiempo. Lo que el tipo (dicen que es un catalán independentista) decía era interesante porque sin él seguramente pretenderlo estaba describiendo el modelo de individuo que ya está deparando esta coyuntura histórica en la cual vivimos: un glover (la única identidad permitida en la globalización no es ni la religiosa, ni la nacional, ni la idelógica, ni siquiera la familiar, sino sólo la mercantil, ¡sublimación de la idea calvinista de que al cielo va quien lo merece, porque trabaja más, y de que la pobreza es un castigo divino!) sin raíces en ninguna parte, que pasa dos días a la semana en Milán, otros dos en Barcelona, uno en Lisboa y el fin de semana en Londres. O sea, un fulano autorrealizado por completo, cumpliendo ese absurdo del capitalismo anglosajón de la «realización personal» a través del trabajo, que además no tiene tiempo para nada, pues «está siempre conectado», es decir, sujeto a los pedidos sin fin que entrarán a través de la aplicación móvil de Glovo. Esta concepción del trabajo y de la autonomía personal implica sobre todo la aspiración a un espacio sin fronteras, a un horizonte donde el Estado-nación ya no exista y tanto en Italia como en España y en Portugal, y en Inglaterra o donde fuera, se viviera bajo la misma ley fiscal y laboral. Esto, que muy bien podría ser el sueño europeísta confederacional, consiste en la práctica en una pesadilla para el ciudadano de a pie, adscrito a un orden «imperial» que lo considera mera fuerza de trabajo móvil, transnacional y disponible todo el tiempo para el capricho del consumidor.
También circuló hace poco una foto muy curiosa. Como se puede engañar mejor con una foto que con mil palabras, diré que no sé ni dónde se tomó, ni cuándo, ni en qué circunstancias. Me limitaré a describir lo que se ve en la foto, que es a una madre que, sentada en el metro, carga con una mochila de Deliveroo y acarrea a dos hijos pequeños. La imagen en sí misma no significa nada, como digo, pues a saber cuál es el contexto en que fue tomada. Pero como abstracción puede servir para fijarnos en algunas cosas. Esa mujer bien podría ser el ejemplo de glover con el que fabulaba el dueño de la empresa en el vídeo que mencioné antes. Lo malo es que es madre y resulta difícil imaginarse en qué condiciones puede ser alguien madre o padre pasando «dos días en Milán, otros dos en Barcelona, uno en Lisboa y el finde, en Londres». Y la foto representa el choque inevitable entre la realidad biológica de la maternidad y la realidad laboral del nuevo siglo. Ser glover es serlo a todas horas, como ser madre, pues uno no puede ser padre un ratito, ni creer en Dios a media jornada, o español un día a la semana. El trabajo, un trabajo degradado, devaluado hasta el punto en el que el cliente ya es, a la vez, empleado (finísima perversión en la que naufragan las economías woke en que han devenido las antaño potencias industriales occidentales), es la única realidad del ser, es una ontología. El capitalismo woke sólo quiere cipayos, porque para colmo los sindicatos son en la práctica apéndices del Poder, y el Poder lo administran con teatral confabulación esas agencias de colocación y ocupación de las magistraturas del Estado conocidas como partidos. El ciudadano es, antes que todas las cosas, trabajador, pues de otro modo no puede sostenerse en ciudades hostiles, enormes conglomerados humanos en los que la vida es cara y difícil. Si el valor del trabajo en España está, en general, en los mismos niveles que hace veinte años, es porque la prosperidad general de la segunda mitad del siglo XX se apoyaba sobre la baratura de los costes de producción de nuestros bienes y servicios, externalizados primero en África, luego en Europa del Este, y más tarde en Asia. El poder comprar cualquier cosa con dos clics desde nuestros smartphones nos embriagan con una falsa sensación de poderío, pues la evidente maravilla tecnológica que lo permite lleva aparejada una lúgubre destrucción y empobrecimiento de cada uno de los individuos implicados en el eterno proceso comercial que va sumando valor añadido a lo largo del tiempo que tarda el pedido en llegarnos a nuestra casa. Aquí no es que haya dicotomía, pues nadie puede frenar la locomotora del progreso con las manos, sino una realidad tangible: cada vez somos más pobres, cada vez tenemos menos oportunidades.
La cuestión de fondo es que es ahora la fachada índico-pacífica del mundo la que está externalizando recursos en Europa y Estados Unidos, que van derivando, sobre todo Europa, en museos habitados por legiones de desposeídos a los que alguien, un Superestado (¿sostenido por quién?) habrá de alimentar de alguna forma. Ante tan bárbaro giro los gobiernos europeos, en especial los sometidos al euro, sólo han podido devaluar las rentas del trabajo. Y así nos encontramos con una España urbana llena de riders que cotizan una mierda a un sistema piramidal de pensiones que está a punto de colapsar; una España agrícola cada vez más vacía y cada vez más pobre, en la que producir cuesta el dinero, y con una España oficial que asiste al espectáculo como los invitados a un banquete imperial en los últimos días de Pompeya. Con el Vesubio rugiendo.
Vivo en Londres y aproximadamente un 40% de los riders me traen la comida en coche; de estos, mucho más de la mitad son mujeres musulmanas, con velo (algunas con chador y hasta niqab) y todo (cosas de la zona donde vivo, con un 46% de moros). No hay que pensar mucho para adivinar que lo hacen para sacar un sobresueldo familiar currando por las tardes en un curro cómodo, fácil (todo el mundo lo sabe hacer) y cerca de tu casa.
A lo mejor no es «la encarnación de la posición extremadamente frágil en que el último ajuste de la economía mundial, el acaecido entre 2007 y 2019, ha dejado al trabajador occidental», sino que te haces autónomo en 2 minutos por internet (y hasta puedes empezar a currar de un segundo al otro sin darte de alta y tienes 6 meses para regularizarte), la cuota de autónomos en UK es de £10/semana, que no se paga IRPF por debajo de las £35000/año, y que no hay que declarar IVA hasta si no facturas más de £90000/año. Échale un vistazo al papeleo que hay que hacer para darse de alta en España, cuánto cuesta la cuota de autónomos española, cómo se factura el IVA, y díme. Normal que pague la cuota uno y después se repartan la cuenta entre varios bajo cuerda. Por supuesto, aquí en UK los «riders» (salvo algunos retardatarios laboristas que no han visto uno en su vida) no quieren ser empleados ni de coña. Que con los derechos también vienen los consabidos deberes, y a los riders ingleses les va mejor así.
Me sorprende mucho que en esto de los riders en España la derecha y la izquierda estén de acuerdo. Hay en España una creencia absolutamente generalizada de que todo trabajo tiene que dar para pagar un alquiler, comer, vestirse, vacaciones, con derecho a seguridad social y una determinada seguridad. Cosas de la tasa de paro, imagino. Pues no, tiene que haber trabajos a los que les dediques el tiempo que te parezca, y en los que cobres según lo que trabajes, y eso es un avance y una mejora. En España también se escandalizaban no hace mucho por los contratos de 0 horas británicos, cuando hablando con cualquiera que lo tenga aprendes que a los que más benefician son a los trabajadores que los tienen, que son estudiantes, vaguetes, o gente que tiene otro trabajillo por ahí y echan unas horas a la semana. Es el McDonalds el que se las ve y se las desea para tener a 8 hamburgueseros al día en sus restaurantes y reza para que los que hayan dicho que iban a venir a currar vengan, no los empleados con contratos de 0 horas los que sufren esa inestabilidad y no saben de dónde van a sacar las horas para pagar el alquiler. Cosas de la tasa de paro, también supongo.
Mi comentario va más al sistema laboral español que permite «estos» riders que al trabajo de rider en sí. Gracias por leer, un saludo.