La casa del rey poeta
El pasado mes de junio, yendo a terminar, me sorprendió con una noticia de estas que se cuelan sigilosas en el vórtice ruidoso de la actualidad: se había encontrado en Sevilla la casa de Al-Mutamid. Junto al Patio de Banderas, yaciendo bajo una de las casas que el Ministerio de Hacienda quiere largar del patrimonio nacional. La casa número 8 del Patio de Banderas escondía en su vientre el palacio del siglo XI, que aún conserva frescos policromados, ajados, blanqueados en sus arcos de herradura como tapas viejas de ediciones antiguas cuarteadas por los años, pero todavía vivas.
Al-Mutamid vivió en un tiempo convulso. Un tiempo de cambios, muy parecido al nuestro, también parecido al del final del helenismo. Quizá por eso su poesía resuena con la dulce melancolía de todos los finis mundi: Pensé que la clara ponzoña es más dulce que el sabor de la rendición / Aun si los enemigos me arrebataban el reino y el pueblo me traicionara, mi corazón permanecería entre mis costados, y costados no entregan corazones / Mi nobleza no ha sido arrebatada /¿Acaso se puede arrebatar la nobleza? Sólo quien ve el universo caerse a pedazos puede escribir una elegía rebelde como esta, cargada de tristeza y de determinación, acaso como las filosofías estoicas o el epicureísmo, también hijos de un mundo en descomposición como era aquella Grecia del fin de la polis, con el cadáver aún caliente de Alejandro impregnando de su hedor el mundo entero.
Al-Mutamid fue el tercero de los reyes abadíes de la primera taifa sevillana, que dominaba el sur de la península desde el Algarve y el Alentejo hasta Murcia y el Mar Menor, exceptuando la Granada nazarí. Había nacido ocho años antes del final del gran califato omeya cordobés, es decir, justo cuando terminaba el mundo establecido de verdades conocidas, seguras, fiables; cuando lo anterior, el de los caminos trillados que conducen a lugares de paz y estabilidad, todo lo que había servido durante muchas generaciones de referencia y señalización para el futuro, súbitamente se disolvía en el abismo del mundo en transición, dejando de tener sentido.
Al-Mutamid ganó fama y posteridad por su condición de poeta. Lo que es menos conocido es que comparte con otros célebres caudillos sevillanos, como Trajano o Teodosio, un afán expansionista que probablemente albergase, al albur de la época y los acontecimientos, una indisimulada intención de reunir las piezas del antiguo esplendor, del viejo orden político y territorial: conquistó Córdoba, la perdió y se empeñó en recuperarla una y otra vez, además de ampliar los límites del reino abadí sevillano hasta el Levante, anexionándose la taifa murciana.
Comparte también con el mítico don Rodrigo, el último rey visigodo de España, el destino fatal de la alianza con el sepulturero de su reinado y de su reino. Traicionado por su mentor Abenámar, pidió ayuda a unos fanáticos de implacable ética religioso-militar cuyo poder emergente les había llevado en poco tiempo desde las arenas del Sáhara hasta el Estrecho de Gibraltar: los almorávides. Al igual que don Rodrigo en el 711 acudiendo a los bereberes de Tarik para salvar su reino, Al-Mutamid cometió un error definitivo. Presionado además por Castilla, que acababa de recuperar Toledo, consiguió derrotarla junto a los almorávides en Zalaca, Badajoz, pero su suerte estaba echada: había dejado pasar hasta la cocina de su casa a quienes venían a quedarse con todo.
Han descubierto la casa del rey poeta en Sevilla. Bajo su techo de artesonado y sus paredes de color de leche, los arqueólogos, con su trabajo incansable, han logrado por fin, gracias al carbono 14, certificar que allí vivió el hombre que escribió los versos con que en su destierro norteafricano lamentaba la ausencia del ser amado. Yo era aliado del rocío, amo de la largueza, amigo de almas y espíritus / La mano derecha fue generosa el día de los regalos /Y un azote que mataba el día de combate / La izquierda cogía las riendas de corceles para echarse al campo de las las lanzas / Hoy soy rehén, cautivo de pobreza, enfermo, un frágil pájaro de alas rotas / No puedo ni contestar a los que me gritan, ni a los mendigos suplicándome regalos el día de la generosidad / La alegría que me conocías se ha tornado desánimo / las penas han desterrado el regocijo / A la vista, mi aspecto es repugnante / antes complacía al observador perspicaz. El gobierno de la II República, con objeto de expropiar el patrimonio de la casa real también desterrada (obsérvese la ironía) en aquellos días, regaló al ayuntamiento de Sevilla la administración del Alcázar, por entonces un auténtica ruina para una corporación empobrecida. Se reservó para arrendarlo el Patio de Banderas, desarraigándolo del resto del complejo arquitectónico al que había pertenecido por mil años. Hoy, el actual ayuntamiento quiere pelear por recuperar la propiedad de unos inmuebles que guardan, lo ha probado la ciencia, partes sustanciales del tejido de la memoria de una ciudad que no parece acabarse nunca, aunque lo intente.