Hace unos años escribí tres textos para un proyecto muy ilusionante de varios periodistas sevillanos, que tuvieron a bien llamarlo El Liberal. Por desgracia la aventura duró poco pero, por el entusiasmo con que quise desgranar algunas bonitas historias de esa gran historia en sí misma que es la ciudad de Sevilla, hoy quiero rescatarlos aquí.
Depuración
Contaba Eduardo Torres Dulce hace dos o tres meses en Cowboys de Medianoche que al terminar la guerra los vencedores se quisieron llevar la capital a Sevilla, al socaire del ánimo vengador tan propio de la nueva España de 1939. Uno de los promotores de la iniciativa era Serrano Súñer, el Cuñadísimo. Se quería premiar la lealtad de la ciudad a los golpistas y sobre todo castigar a Madrid por no haberse dejado conquistar en tres años. Al final fue el mismo Franco el que frenó la iniciativa. Sin embargo la historia de la capitalidad sevillana de España no es cosa nueva ni extraordinaria. Desde la conquista en 1248 hasta la muerte de Alfonso X alojó a la corte de los reinos de Castilla y de León, y como todo el mundo sabe, donde estaba la corte estaba la capital. Luego volvió a serlo un año largo cuando Napoleón invadió España, de diciembre de 1808 hasta 1810, cuando la Junta Suprema Central hubo de huir a Cádiz.
Hay un cierto tipo de sevillano acomplejado e irritante que no merece su ciudad. Es una suerte de subgénero del andalucismo, muy local. Impregnado de pintoresquismo empobrece el espíritu urbano de una ciudad que, si quisiera, podría ser la tercera de España. No es un fenómeno de ahora.
Manuel Chaves Nogales, el mejor periodista español del siglo XX, que es como decir, de todos los tiempos, era sevillano. “Lo peor de Sevilla es el sevillanismo” escribió en 1926 en la Revista Mediodía, un magazine literario que malvivió hasta la guerra, entrando y saliendo del panorama editorial sevillano. Chaves Nogales conocía el paño. “Al volver ahora sobre el tema de la ciudad después de unos años de alejamiento lo que más me desagrada en ella es su exaltación, sobre todo la exaltación literaria. Literariamente Sevilla está demasiado hecha, demasiado trabajada. Dejémosla estar. La única manera de no torcer su sentido será no pretender interpretarlo. No añadirle cosas; dejarla desnuda; cuanto menos literatura mejor”.
El sevillanismo, como el madrileñismo, el gaditanismo y otras degradaciones folclóricas puramente nativas, está basado en un pastiche, que es la palabra que inventaron los franceses para llamar a las copias malas. El sevillanismo es una mala copia de Sevilla, porque a pesar de todo, Sevilla es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma, que es lo que decía Churchill de Rusia. Como la Santa Madre oriental, Sevilla es y no es. Sobre todo, es una recreación a escala del mundo por la que hay que adentrarse con un mapa.
Dostoyevski, que lo más cerca que estuvo en su vida de Sevilla fue Florencia, regaló a Sevilla sin embargo un sitio de privilegio en una de las obras cumbre de la literatura universal. En Los hermanos Karamazov, cuando uno de los personajes le cuenta a otro la que podemos llamar parábola del Gran Inquisidor, Dostoyevski sitúa la acción en Sevilla. No es la única vez que el genio ruso menciona la ciudad en sus obra. En El Idiota, el príncipe Mishkin evoca Sevilla como la España dulce, llena de sol, de verde, de geranios y de mujeres hermosas, sencillas y tranquilas, el edén contrapuesto a la Rusia petersburguesa y moscovita, hipócrita, sofisticada, moralmente corrupta, blanca y fría, alcohólica y degenerada.
En El Gran Inquisidor de Los Hermanos Karamazov, Dostoyevski honra a Sevilla con ubicar en ella un segundo advenimiento de Cristo. La parusía se produce en un gran escenario, la Puerta de San Cristóbal de la Catedral, y un torquemada calcado al padre Bocanegra de Reverte en Alatriste lo encierra en el castillo de San Jorge, en Triana. Allí Jesucristo desvela el sentido verdadero de su primera venida al mundo, y desnuda la corrupción inherente a la interpretación eclesiástica de su palabra.
El propio Reverte ha acometido de vez en cuando la tarea de lamentar en público el sevillanismo. Y digo tarea porque como si fuera un trabajo de Hércules, le cayó una turra incesante por redes sociales por parte de gente que no lo había entendido. Es delicado hablar de estas cosas. Sobre todo, es difícil hacerse entender, porque en España te puedes cagar en todo pero mejor no mentar la tierra de alguien. No obstante Reverte ama Sevilla y no sólo de palabra para quedar bien ante el respetable: ha ubicado en ella dos novelas suyas, tres contando con la última, donde Sevilla es uno de los escenarios. La literatura, como el cine, es una de las herramientas más poderosas con que se cuenta para delimitar otra vez el perfil de un territorio.
Sevilla fue la Nueva York del XVI y XVII, el emporio mercantil, político y cultural de Occidente. De sus atarazanas, que derruyeron para hacer una Delegación de Hacienda y que las va a salvar Juego de Tronos, salieron barcos para combatir en la Guerra de los cien años. Junto a ella nacieron tres emperadores de Roma. Otra narrativa sevillana es posible, más allá del cliché de las fiestas de primavera y de la ciudad de señoritos, toreros manirrotos, gitanas canasteras y aristócratas decadentes, tan de Blasco Ibáñez y el XIX cultural español. Pero primero se lo tiene que contar Sevilla a ella misma, y creérselo. Como decían en el editorial del primer número los fundadores de la Revista Mediodía, Sevilla tiene que depurarse. “Pocas ciudades tienen que lamentar una falsa leyenda emplebeyecida, un cúmulo tan denso y pesado de equívoca literatura como nuestra ciudad. A mal semejante solo una rigurosa depuración puede oponerse. Depuración en todos los órdenes dentro de una fina cordialidad para los diferentes gustos y tendencias”.