En 1921 Fritz Lang rodaba un guión de su mujer, luego célebre nazi, Thea von Harbou, que presentaba a la muerte como a un viejo harto de matar, asqueado de su condición de verdugo. Como tal, honrando a Orfeo, le concede a una jovencita asustada la posibilidad de recuperar la vida de su novio recién muerto si logra salvar alguna otra vida que esté a punto de perderse. En cambio, Salvador Illa, el ministro de los noventa mil muertos (reconocidos oficialmente, sólo Dios sabe la cuenta real) por COVID19 en España entre marzo de 2020 y enero de 2021 se va de Sanidad con el país presa del paroxismo ante el eco apocalíptico de lo que se vivió en marzo. Y no se va porque alguien le haya obligado a asumir su negligente y prevaricadora gestión, sino porque su responsable directo, el presidente del Gobierno, cree que es el candidato idóneo para presidir la Generalidad de Cataluña. Es decir, que lo ha liberado del marrón más grande que le puede caer a alguien en España desde hace diez meses, eximido de cualquier responsabilidad en tanto que ministro de Sanidad durante la peor pandemia desde hace un siglo, y mandado a Barcelona en loor de multitudes mediáticas, ya que no físicas.
Salvador Illa cedió el testigo ministerial a Carolina Darias (otra princesa del sambódromo coronavírico que fue el 8M) asegurándole que «iba a disfrutar mucho». Revela la idea que tiene este Francis Urquhart de pacotilla de la política y de la realidad: un baile de la ópera mientras a poca distancia el pueblo muere y sufre, sin que por las grandes ventanas de palacio entre siquiera una corriente de aire mefítico del mundo en descomposición. Ellos, los hombres de la partidocracia, tan ajenos a todo eso, tan cómodos ganándose la vida derruyendo las instituciones de la polis. Ahora dice que, como candidato a presidir Cataluña, «dará lo mejor de sí», como si diseñar y ejecutar la estrategia de defensa nacional contra un virus mortífero e incansable fuese menos que ser nombrado emir de esa taifa aberrante donde todo, política y socialmente hablando, es posible, menos lo bueno. Illa no tiene vergüenza ninguna y además sabe, como Pedro Sánchez, Iván Redondo y Pablo Iglesias, que con España pueden hacer lo que quieran, pues es suya. La regla de hierro de la política en España es que la verdad no vale nada y la mentira no importa. Por consiguiente, al ciudadano hay que tratarlo como súbdito, adolescente e indigente mental. Y cuanto más, mejor, pues las tragaderas del personal son anchas como Castilla. Con cuanta más desvergüenza se chulee al ciudadano, reducido a máquina expendedora y adorador de urnas, mayor es el éxito. Con Illa de ministro se encargaron diez millones de mascarillas a China a través de una empresa de marketing condenada por estafa, sin empleados y radicada en San Cugat del Vallés. Eso fue después de licitarle a otra empresa de dudosa reputación, también afincada en Cataluña, en un pueblo gobernado por una socialista que resultó clave para que Illa fuera elegido en 2017 como secretario de organización del PSC, un contrato por valor de 18 millones de euros para importar de China tests antiCOVID. Tests que resultaron ser defectuosos y que hubieron de ser devueltos. Pero eso ocurrió hace un millón de años, ¿alguien se acuerda? Y lo que es más importante, ¿a alguien le importa?
Salvador Illa cree que Cataluña es una nación porque «esa es la línea del PSC desde hace años». El PSC, que es el partido de quienes quisieran haber nacido en París pero no tienen los cojones suficientes como para despreciar abiertamente al resto de seres inferiores y degenerados que el destino les puso en su lugar por inevitables compatriotas (ellos son señoritos de pitiminí, gente moderada que no se mancha, tibios a los que San Pablo escupe de su boca desde hace dos mil años), es además el cómplice necesario de la degradación separatista llamada Procés, cuyo origen está en el primer famoso tripartit con que se finiquitó el pujolismo.
El secretario de organización, eso nos lo enseñaron las series, es el que controla el partido. Es el equivalente al secretario de Estado del Vaticano, pero sin la pompa y, sobre todo, con una circunstancia mucho más banal, y venial. Eminencia gris de ese nosferatu bailongo y profundamente amoral y soberbio como toda la burguesía que sustenta al socialismo catalán, Miquel Iceta, Illa llegó a Madrid a chalanear con podemitas, catalanistas de izquierda y antiguos catalanistas «de orden» un acuerdo coyuntural que permitiera a Pedro Sánchez gobernar a dita, que es como compraban antes las viejas en los pueblos. El pago, aplazado ad calendas graecas como se decía antes, cuando los políticos y los periodistas, si no más vergüenza, al menos tenían más talla, era un referéndum vinculante para separar Cataluña de España. Illa iba a Madrid a engrasar ese artefacto rocambolesco y a lubricarlo para que durase el mayor tiempo posible, pero entonces llegó la peste china y tuvo que ponerse a trabajar de verdad. Lo asombroso, el verdadero milagro, es que su negligente gestión lo ha elevado al altar de la opinión publicada como un santo varón modelo de probidad, mesura y elegancia. En esto han confluido tres factores fundamentales: la servidumbre intelectual y la abulia moral del español común, la condición de esbirro del Poder del periodismo mayoritario en España y el modo impostado en que este hijo de la Cataluña oficial se ha conducido a lo largo de diez nefandos meses: ante la España de las amas de casa asustadas que tenían la televisión puesta todos los días, se presentó con la melifluidad del mercader fenicio, vestía con la percha del enarca francés, hablaba como un jesuita y pregonaba su humilde condición al tiempo que ejecutaba con órdenes ministeriales a sus enemigos políticos. Dirigió las cabezas nucleares de Sanidad contra Madrid mientras en España se seguía muriendo gente a mansalva, gente que no ha podido ser enterrada con decencia y humanidad. Gente que, en muchos casos, se podría no haber muerto si, en vez de aceptar sin rechistar el trágala de la irresponsabilidad individual, la población hubiera recordado desde la primera hora su deber cívico para consigo misma, en tanto sujeto de soberanía, y le hubiera exigido a sus representantes públicos una rendición de cuentas absoluta y honesta por la criminal y autocrática «gestión» de la pandemia.