Por supuesto, hay que tributar más. Es necesario. ¡El actual estado de cosas no se sostiene solo! España, que es un Estado social y democrático de derecho según la Constitución de 1978, precisa del jugo fiscal que pueda sacarle a sus ciudadanos, cuanto más, mejor. Hay que pagar más impuestos para que Gabriel Rufián se cague en los muertos de todos los españoles desde la tribuna del Congreso. Hay que pagar más impuestos para aprovisionar decentemente el Ministerio de Propaganda de la concubina del vicepresidente segundo del Gobierno. Al español normal hay que exprimirlo como si fuera un limón, sea directa o indirectamente, pues urge tener un gabinete lo suficientemente grande como para entretener a Alberto Garzón con un juguete ministerial, coches oficiales, secretarías y subsecretarías de Estado, direcciones generales y todo lo que sigue. Hay que pagar más para que la radiotelevisión pública catalana, y también la vasca, continúen con su incansable labor de construcción nacional, haciendo apología de asesinos y de filoterroristas, difamando a la nación soberana española en su conjunto (que es la suma de todos y cada uno de sus individuos) y colocando a toda una caterva de figurantes con serrín en la mollera, habitantes de ese aberrante plató de telebasura que es la Cataluña oficial y su parque temático llamado Barcelona. Se pagan, a mi juicio, muy pocos impuestos. Se grava muy poco el pan, la luz, el agua, el gas, la gasolina, el aceite, el tabaco o el alcohol. ¡Con todo lo que hay que pagar! Diecinueve satrapías, más la de Madrid, que es la corte del Gran Rey; diecinueve máquinas centrifugadoras de España, diecinueve agencias de nepotismo, diecinueve prostíbulos, diecinueve trituradoras de la idea cívica que subyace bajo la noción, ahora mismo en franco repliegue, la verdad, de ciudadanía. Hay que pagar más impuestos para seguir teniendo un ejército pobre, mal equipado y peor pagado. Hay que tributar más cada vez, porque los médicos y los enfermeros de los hospitales han de continuar protegiéndose del coronavirus con bolsas de basura y mascarillas zurcidas en casa, a mano. Hay que pagar y seguir pagando impuestos, con tal de seguir conduciendo por carreteras cada vez peores. El Estado, que ha sustituido definitivamente a Dios en la psique del hombre occidental, debe proveerlo todo, desde la cuna hasta el nicho, mediando naturalmente incluso en los tiempos del tránsito desde la una al otro. Por eso requiere savia y sangre, un flujo continuo. La vida del español contemporáneo es paradigmática de lo que parece será nuestro glorioso futuro comunitario: el trabajo, cada vez peor pagado, cada vez más escaso, cada vez más inestable, cada vez más glover, como dice uno de sus fundadores, catalán e independentista, naturalmente; el trabajo (tripalium, cepo con el que se torturaba en Roma a los esclavos cimarrones), digo, como único horizonte vital de un individuo despojado de todo lo demás, por supuesto convencido de que ese aparato de ideas, creencias y anhelos de corte moral o espiritual en cuya convicción basó siempre el impulso para avanzar, es casquería, algo obsoleto y desechable. El hombre sin atributos, de Musil, pero que tributa. Un hombre al que se le ha enseñado lo ancho que es el mundo pero al que sólo quieren que lo disfrute a través de un escaparate. Como desde el propio Estado y todos sus poderes se lleva cuarenta años desamortizando España, este homo tributensis ya sólo puede entender el patriotismo como pagar impuestos. Pagar impuestos, cada vez más impuestos, como único vínculo comunitario, como única obligación en tanto zoon politikón. La democracia de Pericles le entraba por los ojos al ateniense gracias a las esculturas de Fidias. La timocracia española contemporánea tiene a Broncano y sus enanos como juglares: paga impuestos, ríete de lo que yo te diga, aplaude a las ocho y calla. La polis, reducida a mera agencia proveedora de servicios, no tiene sin embargo ya ningún dios tutelar, ningún patrón, ningún símbolo: la Polis mató a los dioses para transformarse en uno, tragándoselos a todos los demás. Se pagan pocos impuestos: la mayoría de los españoles cuya nómina no depende directamente del Estado llevan casi un año ingresando poco o nada y sin embargo la penitencia fiscal no ha aflojado ni un segundo, pues hay demasiado lacayo al que colocar en direcciones generales creadas ad hoc, en Secretarías de Estado elevadas a ministerios por que sí, en observatorios, comisiones interdisciplinares, diputaciones, ayuntamientos. Se pagan, a mi juicio, pocos impuestos: pronto, hasta el aire estará gravado al 21%. Ya lo de morirse tiene su cosa. A mi padre le quisieron cobrar del catastro hace dos años un dinero que el ayuntamiento le reclamaba a su abuela, que lleva 25 años muerta. Hasta te hacen pagar una renta por el nicho que ocupas, como si uno ya no tuviera derecho ni a poseer el último palmo de tierra que lo contemplará en este mundo. Pasados unos años, incluso antes de que la memoria de uno se pierda en la bruma del tiempo, la autoridad competente coge la gravilla blancuzca que queda de ti, la mete en una bolsa y la arroja dentro de la hoyanca. Y ahí acaban todos los impuestos que en este mundo son, y han sido.
Hay que pagar más impuestos
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