Restricciones más fuertes

La gente quiere restricciones más fuertes. Le grita al Poder: más duro, como si el Poder se la estuviera follando. Y en efecto, lo está haciendo. En España sólo existen dos poderes: el Judicial, mal que bien, y el Ejecutivo, que lleva un año tomando conciencia de la fuerza omnímoda que había adquirido tras cuarenta años de zurcido democrático. El obsceno chalaneo con los derechos fundamentales de los españoles que llevan a cabo a la vista de todo el mundo y sin cortarse un pelo las administraciones regionales con el Gobierno central llega al punto de que nadie se cuestiona nada acerca de este Estado de Guerra encubierto, por llamar de algún modo a este Estado de Alarma permanente-revisable que nos han impuesto manu militari desde el Sóviet de La Moncloa y que con tanto gusto han acogido cada uno de los diecisiete reyezuelos en que se fragmenta hoy el antiguo país conocido como España. Toda esta prostitución de la Constitución, que lleva suspendida de facto desde marzo, casi un año ya, no sería posible sin la complicidad de la mayor parte de la población. Como si no hubiera ejemplos de sobra en la Historia, el miedo a morirse de COVID ha vuelto a anular el juicio crítico de millones de personas que sin más ni más han cedido alegremente derechos y libertades esenciales. ¿Qué garantía hay de volverlos a recuperar? Ninguna, naturalmente, porque como decía Étienne de La Boétie «lo terrible es que la pura y simple libertad, los hombres no la desean. Porque si la deseasen, la tendrían. La libertad solamente se pierde cuando los sujetos aceptan que se la arrebaten. Y nadie, absolutamente nadie, ningún poder político, va a devolvértela. O te la tomas tú, o la habrás perdido para siempre«. Y como los españoles, o la gran mayoría de ellos, no parecen ambicionar la pura y simple libertad, el Poder, en sus veinte ramificaciones ejecutivas, se la devolverá, si se la devuelve, cuando mejor le convenga, desde un punto de vista instrumental: un poco de libertad antes o después de unas elecciones, un poquito más o un poquito menos según digan las encuestas, más carrete o menos en función de cómo vayan viniendo las cosas dentro de los entramados clientelares de los partidos que nos regulan la vida, y así hasta que el boquete esté bien hecho. Hasta octubre más o menos el Gobierno guardó las formas con lo del Estado de Alarma, al menos iba al Congreso de vez en cuando a pedir una prórroga, aunque la policía empezara a multar como si esto fuese la Unión Soviética y en general se cometieran abusos sin número de los que sólo daban cuenta algunos periódicos y periodistas sueltos, aquí y allí. En todo ese tiempo a nadie se le pasó por la cabeza articular una ley nacional de sanidad pública que habilitase a las administraciones a aplicar toques de queda, confinamientos perimetrales, etc, con todas las garantías formales que una democracia liberal exige: ni al Gobierno, embarcado en un abyecto proceso de saqueo y expolio de lo común mientras se empeña en transformar la sociedad a golpe de decreto y contra la mitad del país, ni tampoco a la vergonzosa oposición, carente por completo de principios morales y cuyo único horizonte es alcanzar el poder, para lo cual no duda en mearse encima de las más elementales libertades cívicas de los españoles con tal de no tener mala prensa. Desde octubre la evidencia de que en España la ley es una imposición de caciques, un trágala con que la casta extractiva regula la vida de la depauperada clase media (ni los muy ricos, ni los muy pobres, se ven interpelados por ella en modo alguno) que sólo aplica para quien no puede saltársela, o sea, para quien tiene aunque sea un trozo de tierra a su nombre, algo que heredar, una nómina, un apego mínimo a alguna cosa, persona o lugar. Y ambición por conservarlo. Se cambian elecciones a conveniencia del que las convoca, se prevarica desde la licitación pública, se roba a manos llenas, nadie rinde cuentas del dinero perdido en recursos ineficientes y, más grave, lo verdaderamente grave, es que nadie pide esas cuentas. No creo que haya un plan de ruina y destrucción premeditado, sencillamente los gobernantes, socialistas, podemitas y, en las autonomías, los peperos, han caído en la cuenta de que para su único afán, que es detentar el poder (y sus privilegios), el limbo coronavírico es la ocasión más alta que vieron en sus menguados siglos. Pero yo no quiero señalar al abusador, sino al abusado. El abusado es un mendrugo que por miedo a morirse ha entregado la cuchara de su libertad a cambio de la nada más total, de la autocracia más espuria y lamentable, pues hasta para ser déspota hay que valer, como en todo en la vida. La peor de todas las revelaciones que nos ha hecho la peste china es que España es un país de borricos atemorizados y que este miedo colectivo le ha ofrecido un sentido de trascendencia a infinitos tontos útiles que de otro modo seguirían viviendo sin pena ni gloria en la covacha vital que les había tocado. No hay nada peor, ya se sabe, que un tonto motivado. Y el COVID nos ha regalado cientos de miles, millones de tontos motivados, tontos del haba, imbéciles infatuados y gente que no tiene la menor idea acerca del funcionamiento, teórico naturalmente, de una sociedad libre.

2 Comentarios

  1. Por desgracia en este año, también hemos descubierto que los españoles no quieren libertad, la ceden voluntariamente y con un buenismo que asusta, sobre todo si gobierna uno o varios partidos de izquierda. Y las libertades cedidas, no vuelven, o vuelven con más condiciones. Al final, el español pide franquismo, por algo estuvo 40 años. Ser libre es ser adulto

    1. Ser libre es ser adulto y exigir ser tratado como un adulto. Nuestras élites políticas se han especializado en tratarnos como seres a quienes hay que tutelar, niños eternos. Les conviene este limbo alimentado permanentemente por el miedo. La libertad es un músculo que como tal se atrofia si no se ejercita, y el de los españoles está bastante fofo, para nuestra desgracia

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