El cementerio de los franciscanos

Si alguien me preguntara cuál es uno de mis lugares favoritos del mundo le contestaría sin vacilar que el cementerio de los franciscanos del Santuario de Regla, en Chipiona. Y añadiría que, en concreto, me gusta estar en este sitio durante el crepúsculo de, por ejemplo, un día cualquiera de enero. Si es un día particularmente frío y despejado, entonces se raya la perfección. Conviene llegar hasta el final del largo paseo marítimo de Chipiona, digamos media hora antes de la puesta de sol. En enero, ésta suele suceder en torno a las seis y media de la tarde. Si salimos caminando desde la lonja, en el puerto pesquero, veremos el enorme óbolo ígneo esconderse en el mar delante de nosotros, un poco más allá, en lontananza pero con total claridad: es como si una mano gigante, e invisible para el pobre rango visual de nuestros ojos de humanos, lo introdujera en una ranura, pagándonos con ello una nueva partida. O sea, un nuevo día para disfrutar del espectáculo del mundo.

Porque el mundo es, verdaderamente, un espectáculo fascinante, y su contemplación no cuesta nada. Muchas veces a lo largo de mi vida he detestado mi lugar de nacimiento, el pueblo donde he vivido casi todo el tiempo, las estampas una y mil veces repetidas que, en el colmo de mi ignorancia, yo creía conocer de memoria, a fuer de transitarlas como un elemento más del paisaje cotidiano, en apariencia irrelevante. Pero llega un momento en la vida en que uno se da cuenta, por suerte, de que nada es irrelevante. Ni pequeño. Me lo confirma alcanzar La Cruz del Mar, el balcón semicircular que corona la calle Isaac Peral, el Cardus Maximus de Chipiona. Allí hay que asomarse sobre la balaustrada desconchada y ver que, sobre un pastel alambruscado, varios barcos esperan la pleamar para remontar el Guadalquivir, rumbo a Sevilla. Hay que hurtarle empero la imaginación al ensalmo y rodear el castillo huyendo de la oscuridad que nos persigue por el Levante. Seguimos buscando sin demora, pues la hora azul es efímera, como la felicidad en la vida, la luz más hermosa de todas, esa que con certeza nos aguarda sobre la atalaya de Poniente, al final del malecón; lejos de todas las estúpidas luces eléctricas con que los humanos estropeamos los labios del litoral y su espléndida belleza. El cielo va adquiriendo poco a poco un azul añil y la luz se comprime contra la superficie del mar, que se vuelve espejo.

Recuerdo la única vez que he entrado en el cementerio de los franciscanos de Regla. Fue el día en que enterraron al padre Pino, un burgalés bajito, socarrón y divertido, uno de los maestros de mi infancia, a quien recuerdo con mucho cariño. Cada vez que paso junto a él pienso que no hay mejor sitio donde descansar para siempre que en esa sencilla necrópolis batida constantemente por el poniente y el nortazo durante el invierno, el sur y la levantera en verano, y bañada por el sol todo el año. En nuestro camino, antes de llegar hasta aquí, tenemos que pasar por encima de las tumbas romanas del Humilladero. El Humilladero es una capillita levantada entre palmeras seculares para cubrir el pozo en el que la tradición dice que se escondió a la Virgen de Regla antes de la invasión musulmana. Así que la talla, negra como las templarias y que se dice llegó a España desde la Libia romana, convivió muchas noches y muchos días, pared con pared, con decenas de niños enterrados aquí en vasijas, en la Antigüedad tardía. Mientras, en la superficie, sobre el recinto religioso sepultado por el tiempo, se edificaban chozas de pescadores almohades y la Historia se deslizaba perezosa como un bajel berberisco surcando aguas que mucho tiempo antes habían navegado trirremes atenienses y cosas así. Todo aquí es muy antiguo y uno se da cuenta al admirar la última luz del día frente al osario donde los viejos franciscanos se pudren esperando el Día del Juicio.

Es entonces cuando hay que bajar a la playa. En la vida uno tiene siempre miedo a mancharse y es verdad, cuesta encontrar la audacia, la insensatez o la cantidad de temor necesaria para entender que no hacerlo equivale a vivir y morir perfectamente limpio por fuera y definitivamente sucio por dentro. Llegados frente al cementerio de los franciscanos, darán las siete y las campanas del santuario, regalo de los duques de Montpensier a la Virgen de Regla, tañerán convocándonos a misa a todos los bautizados con el lamento tímido de su bronce, embarazadas por romper la paz del Universo. En la playa, la oscuridad nos asediará como si fuésemos la última Troya de luz, pero habremos de ganar la orilla y mojarnos las suelas de nuestros zapatos. Allí hallaremos, al fin, la fotografía primordial del mundo, la vista que contemplaron los primeros colonos que desembarcaron aquí desde la Jonia, la Magna Grecia y todos esos sitios que venían en los libros que estudiábamos de pequeños. La marea baja deja una faja de tierra húmeda en la que el cielo proyecta una película muda que sólo pueden ver nuestros ojos si nos atrevemos a retar al frío, a la soledad, a los perros que pasean sin amo por la orilla ganada por la noche y al hechizo del mar que tenemos delante. El negro lobuno del techo del cielo se vuelve cortina azul mate dejando pasar sólo una delgada línea de fuego, que al consumirse convierte el agua en vino, vino tinto del que hablaba Homero, y uno siente por fin que puede mirarle a la cara al Poeta. Pero sólo por unos segundos. Después hay que mirar a la izquierda, donde algunas luces titilan como telón de fondo, y a la derecha, donde la bombilla giratoria del faro nos recuerda que seguimos perteneciendo al mundo de los hombres a pesar de todo. Luego no queda sino volver atrás y esfumarse en la nada misteriosa de lo que no existe, como esos huesos ya antiguos y amortajados en sotanas raídas de los hombres de Dios, que desde sus nichos nos contemplan.

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