El Action Man

Lo despertó un portazo cuando soñaba que era un niño de nuevo. Estaba con su madre. Era Nochebuena. Cenaban solos. Su padre, como siempre, dormía la mona desde por la tarde. Pero ese año nada importaba: ese año los Reyes le iban a poner el Action Man patinador. Roller, ponía en la caja naranja que lo hipnotizaba. Todos los días, al ir y al volver del colegio, pasaba por delante del escaparate de la juguetería y todos los días su madre debía sacarlo de allí a rastras. Aquel juguete lo obsesionaba, con su casco, su camiseta negra y la M bicolor en un óvalo plateado en medio del torso musculoso y perfectamente delineado de aquel muñeco que él sólo conocía por vérselo a sus amigos. Nunca había tenido ninguno pero siempre lo incluía en la carta, a veces incluso subrayándolo con el rotulador rojo gordo de su hermana. Aquel año su madre le había jurado que, si se portaba bien, los Reyes Magos se lo traerían, esta vez de verdad. Y él se lo creía aunque los Reyes nunca le regalaban lo que les pedía. Deseaba aquel Action Man más que ninguna otra cosa en el mundo. 

Estaba siendo un bonito sueño, un viaje repentino a la última Navidad feliz de su infancia. Le había hasta quitado el frío que tenía allí dentro, pero todo lo bueno se acaba, eso lo sabía muy bien ya a sus cuarenta años de mierda. Lo bueno es poco y sobre todo, breve. Le jodía haberse despertado porque últimamente tenía problemas para recordar con claridad el rostro de su madre. Aquellas Navidades fueron las últimas con ella: los Reyes tampoco le trajeron el Action Man y, de propina, se llevaron de un infarto a su madre, en Nochevieja. Además ya casi no dormía, se pasaba los días como un puto zombi. Poco a poco perdía la capacidad de distinguir la realidad de las ensoñaciones de su cabeza, se estaba volviendo loco. Bostezó y se desperezó como un gato justo cuando tres tíos muy raros entraban en la salita del cuartelillo. Iban con Paco, el picoleto simpático que, encariñado con él por la costumbre, le traía siempre un bocadillo de jamón del bueno y la cocacola zero que a él le gustaba y sólo podía beber allí. Un abeto de plástico, junto a la mesa, del que colgaban bolas espantosamente feas y coronado por una bandera de España, parpadeaba riéndose de él al fondo de aquella estancia desangelada y fría.

Uno era un negro. Resaltaba por su piel azabache, ébano propio de los negros que veía de chico en la tele llegando en pateras a Tarifa, de los que vendían kleenex en los semáforos, negro Seedorf, su jugador favorito de chaval. El negro era un negrazo, debía medir dos metros, era ancho y fuerte; vestía completamente de oscuro, traje elegante y jersey de cuello alto. Los otros dos eran muy parecidos, misma estatura, le llegaban al negro por los hombros y lucían la misma barba frondosa y cuidada. La de uno era castaño oscuro y la del otro rubísima, entre oro y plata. El rubio vestía una bonita chaqueta de tweed y el compañero se abrigaba con una gabardina como la del Inspector Gadget. Firmaron un papel, Paco abrió la cancela del calabozo, lo miró aburrido, se guardó el manojo de llaves en el bolsillo del pantalón verde y volvió a su puesto, tras la mesa. 

Aquellos tres no pegaban allí ni con cola. Vestían bien, olían aún mejor, tenían un aspecto estupendo y, viéndoles las caras, hasta se divertían. Sentados a un palmo en la angosta celda, lo miraron sonriendo, los tres. Y a él, que después de tantos años de mala vida, de calle, de droga y de temporadas a la sombra, ya estaba curado de espanto, se le descompuso algo dentro, en la barriga. En la cara del negro se abrió una faja blanquísima mostrándole una dentadura impecable que envidió como un cochino, palpándose con la punta de la lengua sus propios molares cariados, el hueco de aquel incisivo que perdió una vez en una borrachera, las dos paletas cascadas, el sabor agrio de la saliva corrupta. 

-¿Qué coño habéis hecho para que os metan aquí?, les soltó a bocajarro. 

Se miraron sin dejar de sonreír y luego volvieron a clavar los ojos en él. Tenían unos ojos limpios, de gente en paz con las cosas, no esa mirada torcida, aviesa o esquiva de la gentuza como él. Observó que el negro lucía una pulserita de oro muy llamativa en la muñeca derecha. Se fijó mejor y comprobó asombrado que de ella colgaban diminutas figuras de camellos. Luego miró al de la gabardina y de inmediato le llamó la atención la hebilla metálica con que se la abrochaba a la altura del ombligo: tenía la forma de otro camello, atravesado por la aguja. Recordó que siempre le pedía a su padre que comprase tabaco Camel porque le hacía gracia el camello. De uno de esos paquetes birló su primer pitillo, hacía ya tanto que parecía otra vida. Miró al de la americana de tweed: allí estaba, como por hechizo, un camello tostado, con el reborde de hilo blanco, cosido en la solapa de la chaqueta. 

Entonces el de la barba castaña hurgó en el interior de la gabardina y extrajo un paquete que puso en las manos del negro. El negro volvió a sonreír enseñándole todos los dientes, alargó su enorme brazo y puso el objeto en el banquito, junto a él. 

Era una caja. Una caja naranja con el frontal de plástico transparente en cuya esquina superior izquierda ponía en preciosas letras negras: Action Man. Abajo, el dibujo de un patinador que empuñaba un arpón futurista lucía unas letras sobreimpresionadas: Roller Extreme. 

Los miró a los tres, de hito en hito. Dos lagrimones fueron deslizándose por sus mugrientas mejillas, que no conocían el agua ni el jabón desde por lo menos el verano. Hacía años que no lloraba. 

2 Comentarios

  1. ¡Me ha encantado!
    Bien narrado, claro, conciso, directo, como la vida en sí misma.
    Yo también participo, iniciándome en esto de la escritura y en el mundo blog. Aún tengo mucho que aprender.
    Enhorabuena, espero que tengas suerte.

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