Es imposible observar a Los cazadores en la nieve de Pieter Brueghel el Viejo sin sentir que ese tipo sabía algo que los demás no sabemos. Que intuía o vislumbraba alguna cosa que a nosotros se nos escapa. A mí personalmente me pasa con todos los cuadros de El Viejo, como lo llamo yo para saltarme, cuando hablo de él, su trabajoso apellido flamenco. Uno de los recuerdos más bonitos de mi única visita a Bélgica fue encontrarme por casualidad con su tumba, en una iglesia solitaria de un barrio cualquier de Bruselas. Era una iglesia bella y tranquila, con un púlpito barroco que era un desparrame para la vista y un atril con el águila napoleónica realmente bonito: en resumen, una iglesia que reflejaba en su interior los vaivenes de la Historia para ese apéndice de Francia que ha sido siempre Valonia y Bruselas y que al salir me ofreció, en un lateral, prácticamente escondido a la vista del turista poco avisado, la tumba del maestro.
Los cazadores en la nieve tiene algo de perturbador. Brueghel es uno de mis pintores favoritos y este cuadro, que aún no he podido ver en persona, me recuerda siempre la extraña Solaris de Takovski, donde aparece. Creo que ese cameo cinematográfico aumenta en mi imaginación su cualidad misteriosa, su potencia narrativa. Representa en apariencia una escena costumbrista, se podría decir: una estampa invernal, un pueblo del norte de Europa que vive palpitando, que juega sobre el hielo de la dura estación, que asa carne fuera de las casas, que observa el regreso de los que fueron a cazar. Podría ser la fotografía de un sábado por la mañana, por ejemplo. La paz reina sobre un lugar próspero, un lugar preparado para el frío, un lugar protegido por macizos de roca y nieve, en el que la naturaleza descansa esperando el sol y el calor. Un mapa desenrollado hasta un horizonte en el que se adivina una iglesia y un puerto, un rincón recóndito que podría pertenecer, perfectamente, a la desembocadura del Ródano, a algún abrigo de los Alpes marítimos, a algún paso entre Francia e Italia que conocieron los elefantes de Aníbal en su aventura romana.
Pero, ¿no parece como si los cazadores fueran, en realidad, un comando que sorprende al pueblo tranquilo, ensimismado en su quehacer? Es decir, uno ve entrar de pronto en el plano a esos tres hombres armados con lanzas, carcajs y quién sabe si cuchillos de montería, puñales, dagas y cosas así, y puede sospechar que son la vanguardia de un grupo de atacantes mayor. No lo sabe, el pintor nos los muestra en primer plano, rodeados de perros, de caza, sí, pero en la historia de los hombres los ardides han sido moneda corriente a la hora de tomar por sorpresa plazas a priori inexpugnables. O que no esperaban el ataque. En este cuadro, nada hace indicar que ese tranquilo lugar alpino, quizá, bávaro, a lo mejor tirolés, suizo, de donde sea, espera ninguna acción ofensiva. Pero el cuadro está recorrido por esa tensión, por esa violencia soterrada. Es innegable, al menos para mí.
La turbación que me produce el cuadro se acentúa por el contraste de esa ambigüedad con la sensación de seguridad y certeza que transmiten el resto de escenas: instantáneas hogareñas, de vida calma y plena, de un lugar confortable a pesar del frío y de la nieve. Y esa es a mi juicio la grandeza de este miniaturista extraordinario que es Brueghel el Viejo, un genio de la composición, un vedutista de la vida humana sobre la Tierra. Los cazadores en la nieve es el retrato de una Arcadia pero, como ese paraíso legendario, es un retrato amenazado por la realidad, que se cuela en forma de cazadores que subrepticiamente entran en el cuadro por una de sus esquinas, quién sabe para qué. Quién sabe con qué intenciones. Es, para mí, el cuadro más hiperrealista del hiperrealista flamenco por antonomasia: aquí, el Viejo, nos dice que no nos confiemos nunca, que por más a gusto y tranquilos que pensemos que vivamos, en el fondo, la vida es un estado de guerra permanente. Y que el mal, el peligro, la duda y la oscuridad, acechan tras la veladura.