El otro día leía a uno en Tuiter decir que los españoles podemos hacer con España lo que nos salga de los cojones porque al fin y al cabo, España nos pertenece. El tipo decía que hasta la podíamos destruir si así lo queríamos, es decir, que España es mía y me la follo como quiero, o la maté porque, por supuesto, era mía, y de nadie más. Este es el mejor ejemplo del tonto que entiende mal la idea de la soberanía nacional, un tipo de tonto útil muy peligroso pues de ellos se sirven las fuerzas oscuras para barnizar sus intenciones y legitimarlas en la conversación pública. Estos tontos generan distorsión, ruido y aval para el daño.
Seguramente habrá cientos de miles de idiotas como él muy preocupados y concernidos por el futuro del mundo, por «el planeta que le vamos a dejar a nuestros hijos» si seguimos comiendo filetes, conduciendo coches, montándonos en aviones o usando compresas desechables. Suele ser gente muy «consciente» de que tenemos, como habitantes y supongo propietarios actuales del globo terráqueo, una responsabilidad proyectada hacia el futuro: el deber de cuidar el mundo y todo eso, ya saben, el coñazo ecologista que nos lleva dando el bolchevismo verde desde hace ya tanto tiempo. Pues bien, el idiota al que me refiero se equivoca, como todos los que piensan como él, en el asunto de fondo: España le pertenece a todos y a cada uno de los españoles, eso es cierto, pero como usufructuarios, no como dueños absolutos de su presente y de su pasado.
El tío decía que España, la nación, no es «inmutable» y se refería a las Españas de Carlos I o las de Fernando VII, supongo que para ilustrarnos lo diferente socialmente hablando, se entiende, que eran unas de otras. Si carga la mano con más falacias se le rebosa el hilo de Tuiter, al mamarracho. Pues claro que no hay nada inmutable en esta vida, salvo la Iglesia, y la verdad, que sólo es una, la que es, y punto, aunque cueste encontrarla. La verdad suele venir precedida por hechos objetivos. La nación española, por ejemplo, es un hecho objetivo dado por la Historia. La idea absurda de que se puede hacer con ella lo que se nos antoje a los actuales inquilinos de la casa sólo puede ser contemplada desde la negación postmoderna de la verdad. Y es en esa pretendida liquidez conceptual en la que naufragan éste y tantos otros tontos, legiones de tontos, regimientos de tontos que pueblan los páramos de España y llenan sus praderas de imbecilidad fértil, de una estulticia colosal que se reproduce con más facilidad que los conejos en Australia. La premisa fundamental de la que parte esta manera torcida de pensar es la de que yo soy dueño de mi destino, yo puedo hacer lo que me de la gana con todo, cuando quiera y como quiera. O sea, el individuo como soberano de sí mismo, aislado del mundo, plenipotenciario, al que no se le puede decir que no, nunca.
Este es un punto de partida perverso que abre la puerta a iniquidades de todo género. La nación española es una herencia que los siglos han depositado en las manos de todos los españoles, decantada por la Historia y rubricada por la primera Constitución liberal-burguesa, la de Cádiz. En Cádiz, bajo las bombas francesas, cristaliza la nación política por supuesto no en la nada, no en el vacío ni en el aire, sino con el molde de la nación histórica existente como comunidad política desde el final de la Edad Media. Y con esa herencia, es verdad, los españoles podemos hacer muchas cosas, casi todas salvo liquidarla. Podemos cambiar a un rey por una república, podemos organizarnos en comunidades autónomas o en cambio elegir un Estado centralizado. Podemos hacer cantones, podemos pintarla de colores, pero jamás vender el solar en el que descansan nuestros muertos.
Los españoles de hoy tenemos la responsabilidad de traspasarle a los españoles de mañana la integridad de la nación que hemos recibido de los españoles de ayer. Cambiarla, sí, mejorarla, siempre, pero aniquilarla, jamás, sobre todo porque en este mundo volátil sí que hay certezas, aunque se insista en negarlas: España existe, España está firmemente asentada en la Historia de Occidente, el hogar común de los españoles no puede disolverse salvo de forma violenta, por el peso de la Historia. Todo lo demás es traicionar la tradición y por supuesto avalar la fractura y el despiece al que aspiran los enemigos jurados de la libertad y de la igualdad de los españoles, pues esa es la única batalla que existe hoy en este país: la de la España que odia al vecino y quiere transformar su vida, desposeerlo, contra la España de los que quieren que les dejen vivir en paz.