El rey debe volver a convertirse en una figura inaccesible que contemple la nación desde la ventana más alta del palacio de Oriente. Sin vídeos, sin fotos, sin actos oficiales. Una efigie sin rostro hacia la que el pueblo vuelva los ojos, embelesado por el misterio. Una esfinge que encarne la nación. Si España ya no existe, si España camina imparable hacia su aniquilación histórica, que España sea él. Que la nación se trabsustancie en una persona, en el Rey, caput hispanii.
Si España va a dejar de existir porque el Estado está, con método, orden y sistema, destruyéndola, la ley histórica que reza que nada se queda vacío durante mucho tiempo debe cumplirse escrupulosamente en su figura. En ese caso se haría inevitable un regreso cuando menos estético a la Edad Media, que es lo que se pretende robándole la soberanía al pueblo. La paradoja de la postmodernidad: pues bien, llevemos esta paradoja hasta el final, revitalicemos ese vínculo sagrado entre el monarca y el pueblo que, mediante la fe, la liturgia y el icono, cosía la Rusia de los zares.
Se dice que lo primero que hay que hacer para derrotar al enemigo es no aceptar su «tablero de juego» ni «sus reglas». Pero a lo mejor lo que hay que hacer es explorar todas las posibilidades que ofrece ese tablero y agotarlas. Hasta el extremo. La teoría medieval de los tres cuerpos del rey debe ser ampliada: en un absurdo, pero evidente, retruécano de los siglos, la soberanía nacional, que fue la gran conquista que inauguró el poder liberal sobre Occidente, regresa a la Corona no ya como propiedad hereditaria y exclusiva, sino como damisela con las ropas ajadas y a punto de ser vejada por la horda totalitaria.
La Corona, así, sería el baluarte de la representatividad, de la libertad colectiva de los ciudadanos. Si la negación de la Modernidad que está en la esencia de la praxis política del Gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias navega viento en popa llevando al país al abismo, habrá que jugar a lo mismo. Ya basta de ejercer con agrado de víctima sacrificial. Ya está bien de caminar indolente y además, sonriente, al matadero, al altar de la inmolación. Juguemos.
El rey de España no puede, ni vestir, ni conducirse, ni en una palabra, reinar, como si fuera un consultor senior de Deloitte. Ser el primero de los españoles debe significar algo más que conseguir contratos para RENFE en Arabia Saudí. Sin misterio y sin símbolo, la monarquía no es nada. Es un envase vacío. Un rey sólo puede ser un relaciones públicas de una compañía multinacional en un entorno esterilizado y (falsamente, ahora se está viendo) exento de riesgos como el que Occidente vivió entre 1989 y el 11 de septiembre de 2001. En aquel mundo feliz parecía no haber riesgos. Hoy el rey es el jefe de un Estado que se ha declarado la guerra a sí mismo, pues nunca jamás en la historia de los golpes de Estado en Occidente, una parte atentaba contra el todo, los brazos pretendieron auto-mutilarse, separarse del tronco, y un país se suicidaba con el objeto de renacer en forma de diminutos y ridículos pequeños Estados zombis.
Eso lo que está pasando en España, una nación moribunda en la que el Gobierno ejecuta una disposición tras otra contra la mitad de su población, en la que el Gobierno gobierna contra el pueblo con una mezcla estupefaciente de maldad, perfidia, negligencia y poca vergüenza.
En la era de la sobreexposición, el Rey debe ocultarse tras un velo grueso que no deje pasar la luz y crear con ello en torno a sí, y lo más importante, en torno a la institución que representa, el halo de misterio que alimente la fascinación y la devoción de un pueblo huérfano de símbolos. Hoy sólo se puede ser monárquico como reacción a la postmodernidad, como forma de erigirse ante el bulldozer avaricioso de la idiocia global y globalista y decir: no. Defender la monarquía es una subversión y el Rey por lo tanto tiene que ser el exponente absoluto de esa revolucionaria manera de contradecir los tiempos. El Rey debería hablar menos, hablar muy poco, pero sostener como absolutas algunas verdades: que España existe y es la única nación decantada por el flujo de los siglos que soporta el llamado Estado español; que España no se negocia y que España, como el toro bravo en la plaza, no va a morir mansamente; que no todo es líquido, que España es un perímetro delimitado por el tiempo que recoge una tradición civilizatoria mediterránea que viene del Tigris y del Éufrates, a través de Tiro, Alejandría, Atenas y Roma; que España informa a Europa y no al revés, y que la Historia no es un libro apulgarado en una estantería.