Antes de leer la Historia de la pintura italiana de Stendhal, mi principal obsesión cuando pensaba en visitar el Vaticano por primera vez era, naturalmente, la Capilla Sixtina. En esto no soy muy original, seguramente le pase lo mismo al 98% del género humano. Hay que ir a Roma, pero hay que ir a Roma habiendo leído a Stendhal. Por lo menos, sus Paseos. Pisa uno las estancias de Rafael en el Vaticano antes de estar allí. Stendhal nos pone sobre aviso. En las estancias de Rafael descubrí algo, que aun hoy, dos años después, no soy capaz, en realidad, de describir. La palabra inefable, tan lorquiana, consigue desentrañar la paradoja de ponerle un nombre cierto, preciso, claro, a lo que no se puede verbalizar. La intimidad de un hogar aún perdura impregnada en las paredes de los aposentos de Julio II en el Palacio Apostólico, a pesar de que ya hoy sólo sea un corredor hollado por las suelas de millones de turistas. Y esa intimidad, ese calor, por así decirlo, se desprende desde las chimeneas delineadas en los muros decorados por uno de los más grandes seres humanos que han existido, el chico de Urbino. Visité sus estancias con la misma edad con la que Rafael las pintó: el sentimiento de aplastamiento fue total. Las estancias, que están llenas de prodigios, me deslumbraron, sobre todo, por la habilidad para interpretar tipos humanos que exhibe Rafael en cada una de las escenas. Una de las que más me impresionó fue la Liberación de San Pedro.
Aquí estamos ante una viñeta. Sintetiza, o me lo parece, la historia del cristianismo, encarnada por San Pedro, naturalmente, la piedra sobre la que Cristo levantó su Iglesia. Enjaulada por el poder terrenal de Roma y aprisionada por la cárcel dogmática de la matriz judía, la nueva fe, híbrido imposible para un pagano virtuoso entre Atenas y Jerusalén, escapa de la mirada cruel de sus captores con la ayuda inefable de las Alturas.
Aquí ya está el claroscuro de Caravaggio y esa desnudez tenebrosa de la pintura barroca. Hay muy poco artificio y en cambio, un exuberante modo de contar, un derroche narrativo absoluto sacando el máximo partido de la concisión de los colores utilizados. No sólo debe ser muy difícil pintar después de esto, también resulta absurdo escribir después de la historia que cuenta aquí Rafael. Es como si se hubiera propuesto comentar a Platón resolviendo su teoría de la caverna, haciendo de Cristo el emancipador de los hombres, el que los saca de la oscuridad portando la antorcha de lo bueno, de lo bello y de lo justo. La luz es la protagonista de toda la escena, de la que mana todo. Envuelve al ángel como un fuego que alumbra la noche de la Humanidad, encarnada en San Pedro, que baja aturdido las escaleras, de pronto un hombre nuevo, porque es libre. Cristo libera, dice Rafael aquí.
Hay algo que lo aplana a uno y que lo hace sentir una hoja de otoño pisoteada que cruje, y es saber que esto lo hizo Rafael con treinta años. Stendhal deseó ser un tirano omnipotente sólo para poder ver el Coliseo a placer, para él solo, sin que nadie lo molestase. Yo deseé lo mismo en las estancias de Rafael, llenas de japoneses con sus estúpidos banderines. Sin embargo, incluso el hacinamiento humano resulta inconveniente menor cuando se puede estar vivo en este mundo lleno de maravillosos tesoros; nuestra horrible y fea época, al menos, tiene como beneficio poder comprar un billete de avión barato, alquilar una buena casa romana, también barata, e ir caminando un día muy soleado y muy caluroso de noviembre a admirar una gloria que sólo el ingenio humano, tan denostado ahora, es capaz de crear.