Trump es un Graco. Un Graco moderno, del siglo XXI. Un tribuno del pueblo. Todos sabemos cómo el sistema se deshizo de los Gracos. Hoy es diferente, en nuestro tiempo es muy raro que corra la sangre, todo es líquido y se hace con, como diría un Catón del tiempo de la república romana, phoeniké stratagema. Aunque la presidencia de los Estados Unidos de América se pueda asimilar mucho mejor con el consulado de la antigua Roma que con el tribunado de la plebe, aquél era un cargo que en el tiempo de los Gracos estaba totalmente prostituido por la oligarquía senatorial, que gobernaba, de facto, ensanchando, es un decir, los límites de la vieja constitución. Así que Trump, su figura política, su emergencia y tránsito de TV Star a líder de la nación, cuadra con la de esa institución intermedia, o mediadora, entre la asamblea popular, lo que hoy sería la cámara baja del Parlamento, y el Senado, nuestra cámara alta, auténtico poder rector de la república: un patricio que representa, naturalmente por conveniencia personal (santos sólo hay en la Biblia) los intereses de un proletariado urbano y rural cada vez más desposeído frente a la ampliación sin fin de los privilegios de la aristocracia dirigente. La aristocracia dirigente, huelga decirlo, la encarna el gran dinero americano de Silicon Valley, que ha transformado absolutamente la economía y por lo tanto el modo de vida de Occidente, así como la plutocracia que orbita alrededor de las grandes costas y sus poderosísimas plataformas de comunicación. En el siglo II antes de Cristo la clase servil era expulsada del campo por latifundios cada vez más grandes, latifundios comprados por la aristocracia de la tierra con el dinero ingente que entraba de las nuevas conquistas. A través de esa acumulación de propiedad rural las grandes fortunas imbricadas en el poder político desplazaban a los pequeños propietarios, ciudadanos-soldado, no se olvide, piedra angular del orden constitucional: degradaban el valor de su trabajo mediante la introducción de infinitos esclavos procedentes de las naciones conquistadas, convirtiendo al ciudadano en cliente. Hoy nos encontramos con una situación de inquietantes similitudes. Trump, como los Graco, no es un revolucionario, sino un reformador. Se le acusa de proteccionista desde el extranjero, olvidando que él se debe a su votante, americano naturalmente, a diferencia de casi todos los políticos de Europa occidental, qué hablar de los españoles, que no se sienten ni por asomo vinculados en lo mínimo con sus representados, quebrando así el principio elemental de la democracia. Trump, que stricto sensu no es más que la reacción desmesurada de la empobrecida clase media, médula del milagro americano, frente a unos optimates constituidos en nueva minoría helenizada y transnacional que acapara el núcleo de la riqueza mundial, encarna el populismo, satánico sambenito que le han colgado a la espalda las élites de fuera de los Estados Unidos, sobre todo en la estúpida y del todo idiotizada opinión pública de España: el populismo, concepto demonizado y pervertido (por ejemplo, en la ilustrada e ilustre opinión que cascabelea en torno al partido Ciudadanos, vanguardia de la intelligentsia ibérica, populismo es sinónimo de comunismo, o eufemismo, o cobardismo) cuando en realidad el populismo ha quedado bien descrito por la profesora Chantal Delsol como el «apodo con el cual las democracias pervertidas disimularían virtuosamente su menosprecio por el pluralismo». ¡Y qué democracia más pervertida que la española! Trump, como los Graco, pretende o hace como que pretende, para ganarse a su público, enarbolar el estandarte de los parias de la globalización, de todos aquellos a los que el cambio ha apeado sin posibilidad de apelación, a los olvidados, a los desarraigados; si en el siglo II a.C. se podía dar salida a este proletariado orillado en sus derechos políticos por la clase dirigente estableciendo colonias de ultramar o recuperando la tierra de titularidad pública para redistribuirla, robusteciendo a la corroída clase media romana, hoy, la fase presente del capitalismo post-Muro de Berlín lo ha deslocalizado todo. Ítem más, la inmigración descontrolada puede asimilarse con la entrada masiva de esclavos en las plantaciones monstruosas del campo romano, por ejemplo. Enfrentados a una reducción absurda del ciudadano pequeñoburgués a mero consumidor «precarizado», por usar la jerga del tiempo, ni siquiera la acción de tribunos de la plebe como Trump parece decisiva en el lento declinar de Occidente, atrapado en las redes de una orilla indo-pacífica del mundo que hace valer sin misericordia el valor absoluto del número.
Tribuno del pueblo
0