Impresiones acerca de la pandemia

España es un país inquietante.

El pueblo español es capaz de asumir sin pestañear mentiras monstruosas por parte de su Gobierno, sin exigirle un mínimo requisito de decencia, dignidad o ética. Al mismo tiempo, ha demostrado una turbadora docilidad: la intelligentsia dominante convirtió los tres meses de confinamiento en una interminable y repetitiva coreografía teledirigida a través de Instagram, TikTok y las comparecencias televisivas de Pedro Sánchez y de su títere en la trinchera diaria, Fernando Simón. Y la gente bailó, hizo postres, monitorizó al vecino y fiscalizó al prójimo. Y tragó.

Hay un número tanelevado de lacayos y esbirros del Gobierno ocupando tribunas en los periódicos, micrófonos en la radio y mesas de redacción de los medios de comunicación españoles, que una democracia parlamentaria no puede sostenerse durante mucho tiempo sin resquebrajarse.

No hay opinión pública libre porque no hay sociedad civil libre y por lo tanto no hay prensa libre.

Se han limitado drásticamente derechos fundamentales como el de reunión y movilidad bajo difusas normativas amparadas en un Estado de Alarma vago y forzado hasta extremos alegales por el poder Ejecutivo. Y nadie ha dicho ni pío.

A lo largo de estos seis meses he comprendido perfectamente los mecanismos psicológicos elementales de las sociedades hitleriana y estalinista. He entendido cómo debieron funcionar las mentes de los individuos anónimos durante el Terror jacobino o las grandes purgas soviéticas de los años 30. Porque lo he visto. In potentia.

Hay gente del común a la que el confinamiento ha dado, por fin, una razón de ser. Su momento de gloria en una vida lineal, anodina, huera. Estremece pensar de qué es capaz esta gente en una situación semejante a la de París, 1793, Madrid, 1936 o Berlín, 1939. Yo lo llamo mentalidad de pogromo. Suele ser gente buena, gente con buenas intenciones, inquieta y genuinamente preocupada por el bien común.

La actitud de la policía (de todos los cuerpos de policía del Estado, desde los municipales hasta los autonómicos y nacionales), durante los meses de confinamiento, varió desde lo pueril (policías bailando por las esquinas mientras edificios enteros los grababan y lo subían a Tuiter) hasta lo chabacano y arbitrario (multas indiscriminadas, requerimientos improcedentes, ¿de dónde viene usted, de comprar? enséñeme la compra) y una actitud en general de perturbadora vigilancia callejera a la caza del runner disidente, de chulería de sheriff de western. Recordé muchas veces aquella foto tan famosa del soldado francés que ocupaba la cuenca del Ruhr tras el Tratado de Versalles, amenazando con la bayoneta a un indignado ciudadano alemán.

España parece preparada, en términos generales, para el látigo. Es más (también siempre, claro, en términos generales) parece ansiarlo.

El mito del europeo del sur de innegociable libre albedrío latino y católico se ha desmoronado de golpe. Ante el repentino y salvaje recorte de libertades en toda Europa occidental, no ha habido gente más dócil, obediente y bovina que los españoles.

Que en España la verdad o al menos, su búsqueda, no le importaba ni al Tato, era cosa sabida. La pandemia ha terminado de probar que al pueblo español se le puede robar y mentir en la cara con total impunidad. Véase, por ejemplo, el escándalo de las mascarillas y de los tests fraudulentos comprados en un turbio mercado chino, en lo peor de la crisis, por nadie sabe muy bien quién, en nombre, se supone (o por delegación, viene a ser lo mismo), del Gobierno. Nadie ha dado nunca cuenta de aquello, como tampoco Fernando Simón dio jamás explicación alguna sobre sus delirantes pronósticos a primeros de marzo, por decir algo. Como, repito, en España no hay sociedad civil y apenas hay prensa libre (una cosa que es consecuencia directa de la otra), es imposible cumplir uno de los requisitos fundamentales de una sociedad democrática, que es el de la exigencia de rendición de cuentas a las administraciones públicas.

El PSOE puede hacer en España lo que le plazca, como le plazca y cuando le plazca, sin recibir por ello penalización alguna, ni política, social o de cualquier otro tipo. Controlan el espíritu del tiempo, controlan la conversación pública, controlan lo que está bien y lo que está mal en el modo en el que se cuentan las cosas.

Del coronavirus seguramente no nos vamos a morir la mayoría, pero otra cosa es la depresión. ¿Cuántos de los ancianos a los que esto se ha llevado por delante, no han muerto, en realidad, de pena? Pena por no poder recibir la visita de los suyos, pena por no poder ver al nieto, pena por pasar meses sin ver a la hija, pena por, en las mismas residencias, serles impedido el contacto con sus semejantes y compañeros de calvario y vejez. La desmoralización es absoluta y transversal, como gustan decir ahora los imbéciles. La española es una sociedad derrotada, un pueblo muerto, rendido de antemano, paralizado por la histeria y por el miedo, incapaz siquiera de exigirle a su gobierno los elementales miramientos éticos en su proceder cotidiano. Y aún no hemos embocado lo peor, que no es el apocalipsis que periodistas, opinadores, políticos y lamentables ciudadanos se han llevado todo el verano pronosticando, sino la catástrofe económica. Habrá que estar atentos no sólo a los índices sino a la cobertura informativa de los suicidios.

En España, la idea misma de la libertad resulta ajena, extrañísima al sustrato cultural predominante. Ante las imágenes de ciudadanos estadounidenses reprobando el uso de la mascarilla, al menos cuestionándolo, por supuesto asumiendo con muchas preguntas y con muchas, muchas garantías, la limitación de su libertad de movimiento, el españolito medio sentenciaba: paletos. Como si aceptar sin una queja ni una pregunta los vaivenes en el criterio acerca del uso de la mascarilla, por ejemplo, de las autoridades sanitarias, e integrar como grupo, como sociedad, verdades expuestas con arrogancia epistémica (gracias, Taleb) por parte de comités de expertos imaginarios y su coro de opinadores lameculos en redes sociales no los convirtiera a ellos (a nosotros) y no a los americanos, en los verdaderos paleots.

Esto del comité de expertos es bueno. En general, toda la «gestión de la pandemia» por parte del Gobierno de Pedro Sánchez y de Pablo Iglesias ha sido negligente y criminal. No hay palabras para describir la desfachatez con que con un despotismo tiránico ambos jefes de facción han mentido, manipulado y degradado a sus gobernados, con la impunidad absoluta que les garantiza la idiocia generalizada de una nación muerta. Recordemos que nación es el sujeto político, soberano, compuesto por todos los individuos nacidos en España: a ese sujeto idiotizado y grotesco lo han jibarizado dos aventureros con metas distintas pero oportunidad y proceder concomitantes que se aprovechan del estado general de las cosas. Un estado general de abandono y centrifugación que no iniciaron ellos, pero que parece que, como poco, van a acelerar irreversiblemente. A estos efectos, la pandemia coronavírica es para Pablo y Pedro lo que la Primera Guerra Mundial fue para Vladimir Ilich Uliánov y Lev Bronstein Davídovich.

La pandemia ha acentuado una tendencia que en España es evidente desde 2004: medio país quiere desposeer civilmente al otro medio. En concreto, el medio país que vota al PSOE, a Podemos y a toda la recua del nacionalismo etnosimbólico gallego, catalán, vasco y andaluz (Adelante Andalucía) le niega la legitimidad democrática y la existencia misma a la otra media, de modo que las palabras, recientes y recurrentes, del vicepresidente segundo Iglesias, de que la derecha no volverá a ocupar el Consejo de Ministros, no son más que la verbalización de tal estado de cosas. Y como la Historia enseña, la aniquilación civil sólo es el primer paso.

Parece claro también que los modelos de exterminio civil y de autogolpe (es preciso recordarlo: en Cataluña no se dio un golpe exógeno contra el Estado, sino que fueron los representantes delegados del Estado en la región, o sea, las instituciones de autogobierno, quienes se rebelaron contra el Estado al que representaban) elegidos por los detentadores del poder ejecutivo en España para ser reproducidos a escala nacional son el vasco, en el primer caso, y el catalán, en el segundo. Con la salvedad (momentánea) de que a diferencia del caso vasco, la anulación política y civil de la mitad de la población aún no han requerido cuarenta años de terrorismo.

Todo el conocimiento acumulado, como especie, que se supone debemos tener de todas las pandemias que a lo largo de la Historia reciente hemos superado (con reciente me refiero a los últimos dos mil años), se ha demostrado, en términos no sólo generales desde la perspectiva social y ciudadana, sino política, en cuanto al modo en que los gobiernos del mundo han afrontado el azote del coronavirus, se ha demostrado absolutamente ineficiente. U olvidado.

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