Un Odiseo sin su Penélope

Convendrán conmigo que ponerse a escribir sobre Lo que el viento se llevó no es nada fácil. En realidad, ponerse a teclear sobre lo clásico, como por ejemplo, sobre el Panteón, El Decamerón, Shakespeare, la Guerra del Peloponeso o Velázquez, exige, por encima de todo, muy poca vergüenza: te tiene que dar igual todo, tienes que sentirte por un momento imbuido de la audacia del tonto, que opina de todo, que sienta cátedra de todo, y al que todo le resbala. Ya me dirán ustedes qué se puede decir nuevo sobre Lo que el viento se llevó, qué se puede añadir a lo ya dicho, qué se puede decir mejor, de forma más clara, más limpia, qué hallazgo se puede hacer sobre lo que es, como lo define Garci, siempre nuevo, sobre lo que siempre es actual. Pues nada, claro. Pero ocurre que tampoco se puede ver Casablanca y quedarse callado; no se puede escuchar Las cuatro estaciones y no decir nada, no se puede ver por centésima vez el gol de Ramos en Lisboa y no emitir siquiera un gruñido. Hay ocasiones, en fin, en la vida, en que uno no puede permanecer con la boca cerrada. Este verano vi por primera vez Lo que el viento se llevó y acogiéndome al derecho que ampara a todos los diletantes de la era de Internet, yo también voy a hacer algunas anotaciones al margen porque un blog cualquiera, en este Yangtsé infinito de información y ruido que circula por móviles, tabletas y ordenadores y que llamamos globalidad, es un barco pirata que navega por aguas internacionales. O sea, porque me da la gana.

Vi la película cuando la polémica sobre el racismo y la HBO y toda aquella estupidez estaba ya amainando. Confieso que no le presté la menor atención al asunto mientras la veía y al terminarla pensé que menuda gilipollez, como prácticamente todo lo que agita (fugazmente, por supuesto) nuestra realidad cotidiana en el tiempo presente. El racismo es en Lo que el viento se llevó un tema secundario aunque no quiero decir irrelevante: precisamente su exactitud a la hora de exhibir la esclavitud de los negros en el sur de los Estados Unidos en la Guerra de Secesión es en sí mismo la mejor vindicación posible, el mejor alegato contra aquel estado de cosas. Pero una buena historia no puede ser un alegato, aunque un alegato pueda ser también una buena historia (ahí está todo el Arte de Occidente desde Sumer para demostrarlo). La cuestión racial, por hablar en fino, como es moda ahora, forma parte del paisaje, como el color tabaco de la tierra de Georgia, el blanco cremoso de las casas solariegas, tan tolstoianas, ¡tan rusas! Si la literatura, y qué es el cine sino literatura audiovisual, no es otra cosa que una imitación de la vida, la cuestión racial en Lo que el viento se llevó es como la palidez de Isabel de Portugal en el retrato que le hizo Tiziano: un elemento meramente descriptivo. Pura ambientación.

Pero ya me estoy repitiendo, y esa es una de las peores faltas que uno puede cometer en cualquier circunstancia de la vida.

Que Lo que el viento se llevó iba a estimular mi grecofilia lo tuve claro desde la primera escena entre Rhett Butler y Escarlata O´Hara, presidida, discretamente, aunque en primerísimo plano si uno se fija bien, por un busto en bronce oscuro que me pareció la réplica exacta del maravilloso Zeus del cabo Artemisio, es decir, de la copia romana rescatada del fondo del mar en los años treinta y expuesta en el Museo Nacional de Atenas. Mucho después advertí con asombro que la historia, historia de historias, historia hecha con los jirones de muchas otras historias, se movía constantemente entre la Odisea, Homero, y la Eneida, Virgilio. O sea, que florecía junto al tronco de la narrativa universal, como evidentemente, tratándose de un clásico, no podía ser de otra manera. Pues en realidad la película nos cuenta el viaje del héroe (la vuelta a casa del rey de Ítaca, claro, siempre es el mismo, siempre es lo mismo) por duplicado: aquí Penélope, Escarlata, no es la mujer paciente que espera tejiendo, su vida en pausa por veinte años, sino que también es Odiseo y sale al encuentro de su destino, descubriéndolo por el camino. Esta doble circularidad es la que impide el final feliz, naturalmente: Rhett, desde el primer momento, advierte la dificultad que entraña amar a semejante mujer entre las mujeres, a veces Circe, a veces Helena de Troya, a veces Salomé, siempre dueña de su destino. Esa dificultad alcanza su tope con la muerte de la hija de ambos, al final de la película. La desgracia de la niña es la de esta historia de amor extraordinaria e imposible que necesitaría de una Olivia de Havilland para cuajar, para consagrarse. O sea, que necesitaría un yunque para un martillo.

Hace poco llegué a la conclusión, leyendo Vida y destino, de que la literatura (ya saben, no hay alta ni baja, sino buena y mala) consiste en conjugar lo general con lo particular, en poder contar lo universal a través de lo concreto, en explicar, por ejemplo, el horror de las cámaras de gas nazis o de las purgas de Stalin mostrándonos las visicitudes totalmente ordinarias de fulanito de tal y de menganito de tal. Que ahí estaba la maestría, que ahí habitaba el genio. En Lo que el viento se llevó también encontré el genio.

Las casi cinco horas de Lo que el viento se llevó son muy difíciles de deletrear, de encajar en un análisis, en un comentario, en una crítica o en algo parecido. Por suerte, yo no pretendo hacer nada de todo esto. Me ha parecido apropiado esperar un tiempo antes de poner estas notas en claro puesto que hay películas y hay libros que reposan en la mente. Es, pasado ese lapso, digamos, de decantación, cuando dejan la huella en la imaginación y en el recuerdo, una huella que podemos decir es la prueba de su impacto sobre nosotros. Tras casi dos meses creo que puedo decir que esta película cuenta la historia de dos seres libres atrapados en una ratonera ancha como el mundo pero con el techo tan bajo que apenas pueden, con indecibles esfuerzos, levantar sus orgullosas testuces al cielo y afirmarse. Un hombre y una mujer libres en una realidad muy estrecha. La afirmación de ambos personajes, de Rhett y de Escarlata, sólo es posible, sólo está permitida en ese universo regido por unas leyes inmutables, completamente clásicas, unas leyes de Esquilo y Sófocles, a costa de que ambos pierdan generosas partes de ellos mismos. Por eso la muerte de la hija no sirve sólo para desintegrar ese matrimonio fallido y volver a separarlos, quizá para siempre (nunca lo sabremos, en esto también es una historia muy moderna, muy actual: ese «I don´t give a damn» está avanzando el fundido a negro final de Los Soprano) sino también para convencernos definitivamente de que contra el capricho de los dioses, los hombres son impotentes. Y la felicidad resulta un sueño vano, una ambición espuria.

Rhett Butler es un Odiseo sin su Penélope, un personaje fascinante que compila muchos otros caracteres literarios dentro de sí: en la secuencia fabulosa, onírica incluso, del incendio de Atlanta, es sin duda Eneas salvando a su Julo y Anquises particulares de las llamas y de la destrucción, del saqueo de esa Troya confederada que ha caído por fin bajo las balas de cañón de los nuevos aqueos del Norte, aqueos de azul Unión y amarillo Potomac; es una fusión entre Pierre Bezújov y el príncipe Volkonski de Guerra y Paz, sobre todo a lo largo de toda esa persecución sentimental, de todo ese larguísimo juego del gato y del ratón con Escarlata, enamorada absurdamente del ridículo Ashley Wilkes, un trasunto del Kuraguin de Tolstoi: el petimetre enamorado de sí mismo y de la imagen que proyecta hacia el exterior, nunca del todo Quijote porque, en el fondo, es incapaz de darse a sí mismo a los demás. Butler es, también, a ratos, Conde de Montecristo y Juan March, mercenario glorioso y descreído, padrino de revueltas, Jenofonte, Scaramouche (nació con el don de la risa…), soldado de fortuna…

Wilkes es la síntesis hecha carne del ideal sudista, de esa aristocracia terrateniente cuya única forma de supervivencia está en Escarlata (he aquí otra prueba de vanguardia: la película, de 1939, ya avanza la emancipación de la mujer, proceso no obstante imparable desde la economía de retaguardia durante la Primera Guerra Mundial y que a partir de 1945 pasaría a condicionar el nuevo mundo occidental). El ideal, marchitado por la derrota y la humillación de la igualación jurídica de los viejos siervos con los viejos amos, se pudre hasta fermentar en el terrorismo racista del Ku Klux Klan. En la génesis de esta reacción violenta de los perdedores, Wilkes, como representante de esa antigua nobleza derruida, actúa igual que todos esos junkers prusianos, que todos esos propietarios, industriales y terratenientes alemanes que tan bien retrata Visconti en La caída de los dioses: todos los que, en la República de Weimar, a lo largo de los años 20, los años de la derrota, la pobreza y las ofensas, maceraron el odio al judío como chivo expiatorio del mundo que se hundió bajo sus pies por el peso de sus propias culpas. Aquí el judío resulta ser el negro. El mecanismo es el mismo.

Rhett Butler, que no puede ser más distinto de ese Wilkes fantasmagórico incluso en la decrepitud moral, se ve privado por la vida, sin embargo, del amor irracional, entregado y matriarcal de esas dos mujeres (¡tan diferentes entre sí, del mismo modo!) que acompañan al otro a lo largo de toda su vida. Que siempre lo disculpan, que siempre lo esperan, que siempre lo atienden, que siempre lo ayudan, que siempre lo consuelan y que siempre, en una palabra, lo aman. De esa suerte de eternidad que es ese tipo de amor, Rhett, el hombre libre, el pirata, el artífice, el hombre de las mil caras, el loco, el vividor, el apasionado, carecerá siempre. A este Simbad el Marino, a este formidable Sandokán, que decide guerras mientras se hace rico y que entra y sale de los párrafos de la Historia a su caprichosa (y siempre sonriente) voluntad, sólo le está reservado el amor furtivo. Su encuentro en la cárcel con Escarlata, una Escarlata que ya no es señora y que viene, en realidad, a pedirle dinero, es muy gatopardiano (como su postrer matrimonio, en tanto que unión de lo alto con lo bajo, de lo patricio con lo plebeyo, para que todo siga igual: disolución del agua bendita aristocrática en la oscura sentina del dinero poco lícito, la historia más antigua del mundo) pero también es, sobre todo, muy ilustrativo. Ese encuentro es todo lo que la vida le puede ofrecer a Rhett de ese fuego que su corazón anhela, sólo un espejismo (¡los espejos rotos de Escarlata, las diversas Escarlatas que se reflejan, por capas, en esa bola de cristal de la verdad y del futuro!) pues, condenado a vagar desfaziendo entuertos de verdad por el inabarcable mundo de la mezquindad de los hombres (él sí es un verdadero Quijote) sólo podrá rozarse con el amor, sin asirlo del todo.

Resulta maravilloso comprobar como la experiencia más cercana al amor «completo», por así decirlo, en la vida de Rhett, es la que le brinda esa meretriz tan renacentista (otro de los demoledores momentos igualadores, «democratizadores», de la película) cuyo dinero vale tanto, ahora, como el de las grandes señoronas de los terratenientes confederados, y que probablemente le ha dado un hijo, aunque estoy no se explicite nunca del todo en la película. Esa relación maternofilial, más que amorosa o erótica, entre la prostituta y el aventurero, es una relación de mentora y discípulo. Nos revela algo esencial del carácter de Butler, quien se empeña siempre en no ser un caballero al uso de esa sociedad apolillada y en realidad muerta por la que sin embargo lucha en la guerra (elevándose con ello por encima de todos los pisaverdes de las grandes familias que constituyen la oficialidad confederada y alcanzando el verdadero mester de caballería medieval): es un hombre desprejuiciado para quien nada importan categoría, estatus y apellido, sino la fuerza y el mérito de cada uno para sobrevivir en un mundo absolutamente hostil y sin embargo, insoportablemente hermoso.

Porque el mundo es bello a pesar de la destrucción. La guerra es tratada aquí como si estuviera descrita por Tolstoi, de hecho no hice más que ver Guerra y paz por todas partes. La euforia inicial, rota sólo por Rhett, el desconocido al que todos admiran y temen a la vez, al que todos desprecian pero jamás a la cara, el que hace de Casandra ante los troyanos y les cuenta la verdad, me recordó muchísimo a las escenas iniciales de la Ilíada rusa, aquella en la que Pierre, joven, afrancesado, un tipo excéntrico que no pegaba nada en los grandes salones petersburgueses, los escandaliza a todos loando emocionado a Napoleón. El camino de regreso a Tara entre las bandas de desertores, los jirones del ejército vencido, el retumbar incesante que hace imposible olvidar que el enemigo victorioso respira en el cogote, el paso de los ríos, el cansancio de las bestias, la agonía de los hombres, es todo ese camino de la retirada de Moscú en el que Pierre, cautivo de los franceses, se mezcla con sus compatriotas dolientes y vive su dolor, lo observa, lo padece, lo comparte. Las eucaristías de Escarlata con el mundo, impregnándose de esos cielos en technicolor, fundiéndose con las suaves colinas y con la noche fulgurante, es Natasha en la troika atravesando Moscú en pos del hombre amado y mutilado: se oye la respiración pesada del mundo y su agitación en los fotogramas, se palpa el sufrimiento de unos seres que han descubierto que las certezas, todas, con las que esperaban vivir, yacen de pronto destrozadas en el suelo, hechas pedazos, y que sus vidas apenas son hojas que el viento hace huir de sus manos antes de que a éstas les de tiempo de apretarlas.

Me llama la atención que haya sido el tema del racismo el que centrara el debate con Lo que el viento se llevó, por llamar de alguna manera al intercambio fofo de lugares comunes que es común a nuestra época. Es como lo del dedo y la Luna, que en este caso era el feminismo: Escarlata O´Hara es una mujer que hace lo que le da la gana, cuando y como quiere, una mujer que, además, frente a la única imposibilidad (su matrimonio con Wilkes), responde con cariño desmedido, pero voluntario. ¡Cuán diferente resulta comprobar la actitud de las nuevas feministas de ahora, un actitud de negación de todo lo que no entienden o les está vedado! Además, como digo, Escarlata encarna perfectamente el nuevo tipo de mujer que desde la Primera Guerra Mundial, cuando los hombres abandonaban hogares, fábricas, tiendas, comercios, bancos y vidas, para ir a morir a la trinchera, se hizo cargo del mundo. Lo sacó adelante. Escarlata doblega a todos los que le rodean dos veces, primero con su belleza juvenil, a la que se rinden hombres y mujeres (unos con devoción, otras con envidia) y luego, adulta, enfrentada a la devastación, coge su cruz y camina hacia el Gólgota logrando, empero, la rendición hasta de los vencedores, quienes terminan respetándola como una señora por derecho adquirido en la nueva Georgia sometida por la fuerza a las leyes federales.

Toma sus propias decisiones, arrostra las consecuencias. La soledad y la incomprensión que esto le granjean la sitúa junto a los grandes personajes trágicos de la literatura universal, pero sobre todo la convierten en un ejemplo de todo lo que este nuevo feminismo rechaza: Escarlata es la antítesis, por supuesto, de esa mujer inmadura, niña, incapaz de gobernarse, que necesita ser tutorizada y que, en el fondo, es reducida a un estado previo a la racionalidad por esta disparatada versión neocomunista de la vindicación feminista. Que no es más que otro caballo de Troya (¡no salimos de Grecia!) del socialismo del siglo XXI que pretende derruir los cimientos del orden de las cosas del mundo, hacerlo saltar por los aires, para reinar en la catástrofe (la Rusia de Lenin es siempre, y debe ser, el paradigma de este modus operandi).

Escarlata O´Hara es, al menos para mí, un modelo de feminismo. Conserva su autonomía atravesando la misma jungla oscura que los hombres, con lo que gana, pero sobre todo, pierde, en la misma medida que ellos: pierde la posibilidad de amar y ser amada con plenitud, pierde el candor, pierde la inocencia y pierde, por el camino, la respetabilidad, un valor sagrado del viejo mundo al que pertenece ella por nacimiento que, no obstante, sirve de poco en el nuevo estado de las cosas. La cualidad nostálgica de Lo que el viento se llevó, lo que la emparenta asombrosamente con El Gatopardo, es la conciencia de sus protagonistas de estar viviendo una transformación irreversible que los empeora como individuos y como comunidad, pero a la que no pueden renunciar pues estarían renunciando a la vida. Y la vida implica vivir, un verbo que conjuga mucho mejor con el pragmatismo y la servicialidad para con los nuevos amos, con los que se pueden hacer excelentes negocios, que con el utopismo de esa segunda generación de la nobleza de la tierra, la de los herederos, la de los Wilkes, que se esconden tras las frustraciones transmitidas por sus padres para no afrontar la dura realidad de la supervivencia renunciando por ello al exiguo margen de maniobra que el mero hecho de seguir respirando les otorga, junto con la paciencia, y el tiempo.

Esta protesta contra el mundo de los padres me parece que tuvo que estar de vivísima actualidad en el momento de su estreno, puesto que palpita aquí la recriminación contra la intelectualidad y contra la generación que no supo evitar la Primera Guerra Mundial ni tampoco asumió la derrota. Aquí están Zipper y su padre, La rebelión, Izquierda y derecha o La marcha Radeztky, por no salirnos de Joseph Roth; en un momento en el que el mundo se asomaba al precipicio y se preparaba para la guerra contra el nazismo, los paralelismos me saltan a los ojos como las chispas que levanta una radial cortando una chapa.

En la línea de lo vanguardista que me parece el personaje de Escarlata, su femineidad nueva, audaz, subversiva, interpreto, quizá exageradamente, su vida al pairo de esos dos grandes hombres que constantemente revolotean a su alrededor, Wilkes y Rhett. Es cierto que a uno se entrega, en vano, nada más empezar. Y que al otro, formalmente, al final, le concede por fin su mano y además le da una hija. Pero yo sostengo que no se entrega jamás del todo a ninguno de los dos, a diferencia de todas las demás mujeres de la historia, cuyos horizontes vitales se reducen a encontrar un buen matrimonio. Ni a Wilkes, que es la tradición, lo correcto, la perfecta historia de amor frustrada por las circunstancias, ni a Butler, que es lo peligroso, lo rompedor, lo atrevido, lo que no está bien, la extravagancia; Escarlata sólo se entrega a sí misma incluso cuando lo deja todo por atender al personaje de Olivia de Havilland (el ejemplo canónico de Penélope, todo abnegación, entrega, sacrificio y vida disuelta en la del ser amado, siempre el hombre) o cuando se lanza a la homérica tarea de reconstruir el lar familiar. Echando sobre sus hombros el peso del cosmos (que, recordemos, es el orden creado) sigue siendo Escarlata O´Hara y nadie más, por más que esto acabe dilapidando el amor de su vida. Esto me parece de una modernidad asombrosa también porque ya sugiere lo que la Humanidad está descubriendo en esta segunda década del siglo XXI, que la emancipación no ya de la mujer, sino del individuo respecto de las comunidades tradicionales, de las estructuras seculares que han orientado la vida (familia, religión, patria) no conduce sino a la soledad y en último término, a la muerte. Muerte solitaria, que es como morir, en fin, dos veces.

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