Se adivina un ataque, parece cada día más evidente: sacrifícalo todo a la imperiosa necesidad de salvar el mundo. Entrega tu libertad: la de decidir cómo proteger el trocito de país que te corresponde por nacimiento (eso es la soberanía nacional, y no otra cosa), la de elegir cómo alimentarte (no comas carne, los gases de las vacas están abriéndole otro boquete a la capa de ozono, imbécil), la de moverte por donde te de la gana (no tengas coche, no viajes en avión, el turismo mata). Inmólate en el altar de Abraham para que la Madre Tierra sobreviva otra generación más, como si nosotros no siguiéramos siendo un accidente histórico en la milenaria historia del sistema solar. Obedece a la moda bovina y sube la foto a Instagram, confirma que la disidencia, ahora, sólo cuesta la cabeza de tu alter ego reputacional. Es posible ver todo esto como una miríada de puntitos de colores desperdigados aquí y allá a todo lo largo de un mapa del mundo, como esos que salen en las películas, apaisados y ocupando toda una pared de una situation room. Todo parece conducirnos de regreso al feudo a los pobres, a los asalariados y a los que no pertenecemos a una élite trasnacional cuya nómina tributa en Londres, en Singapur o en California; a los que no somos eurodiputados, a los que no trabajamos en un banco de Luxemburgo, a los que no vivimos del lobbying en Bruselas ni somos corresponsales en Nueva York; a los que ni editamos una revista cultural ni podemos llevarnos nuestro patrimonio a una caja fuerte suiza. El futuro no parece una promesa sino un castigo: limitados los movimientos de las grandes masas entre las fronteras naturales de la tierra de nacimiento y sujetos al señorío no de un aristócrata, sino de un Estado despojado de su propia libertad para gobernarse (intervenida su arquitectura jurídica cada vez más por las imposiciones de las compañías multinacionales que sustentan el Horizonte Greta), parece que sólo podamos sobrevivir al Gran Repliegue de los recursos del mundo en el siglo XXI aceptando de nuevo la condición de súbditos. Una manumisión a la inversa no impuesta sino acogida de buen grado, el refinamiento más perverso, fruto de la propaganda, que ya ha sometido a las generaciones Operación Triunfo. El capitalismo finisecular que se dejó el rostro humano colgado de uno de los picos que derribaron el Muro de Berlín, heredó un mundo en el que el socialismo soviético estaba, por fin, derrotado y lleva más de diez años utilizando la aguja hipodérmica para convencernos de que necesitamos reinventarnos. Siervos no de una gleba, sino del consumo: sustituir la industria de masas, que propició el gran salto adelante de Occidente en el siglo XX, por la servidumbre del consumo, diabólicamente transformado el consumidor en producto. El equilibrio parece imposible, sobre todo con la emergencia del África china. Veremos a ver en qué termina todo esto. Cada vez más pobres, cada vez menos libres, cada vez con menos alternativas, cada vez con más ensoñaciones publicitarias cuya satisfacción demanda mayor sumisión a un patrón etéreo que parece que tiene por fin la fuerza necesaria para doblegar las estructuras del Estado-nación.
Se intuye la nueva normalidad
0