Termino en la azotea el racimo de uvas chilenas, gordas, dulces, casi corrompidas, del color violeta del amanecer. Pienso en el recorrido tan largo que han hecho para acabar masticadas por mí, al otro lado del mundo, mientras miro fijamente el ámbar eléctrico de la farola que tengo en frente. El perro de mi vecino le llora al cielo. Siento pena por él, no sabe que el cielo, desde arriba, contempla indiferente su dolor, se vuelve negro y no deja pasar la esperanza. Quizá sea que el viento de levante les afecta tanto a ellos como a nosotros, los hombres. O quizá sea que, simplemente, él también esté cansado de estar solo. Un niño grita a lo lejos, escucho coches y motos intermitentes pasando por la carretera, dejando prendida en la atmósfera su estela de ruido. La noche respira fatigada por sus escamas un viento que, por fin, enfría la tierra. Todo parece abatido, el sopor no hace enemigos y el domingo cae sobre mí como una manta de plomo
Un domingo por la noche
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