Una playa calabresa

Se desplomaba el día sobre el azul estaño del mar y lo hacía con un fulgor albaricoque. El barco se mecía suavemente al compás de los remos, le devolvía rítmicamente los golpes a un mar enfadado. El siroco agitaba el líquido, lo ariscaba, como si a propósito lo despidiera sacándole la lengua. Hacía tiempo que lo notaba: Italia quería deshacerse de él. Sentía cómo físicamente la tierra daba señales de querer echarlo. El aire le escupía en la cara, la luz de plomo mancillaba la belleza del mundo, el viento le arrojaba ráfagas gélidas de repudio, a pesar de que el verano solía ser en aquella tierra una bendición cálida, como el abrazo de una madre. Pero, ¿recordaba acaso, él, los abrazos de su madre?

Las cosechas se perdían, la tierra, estéril, le negaba su fruto.  Los pájaros aparecían muertos a la vera de los caminos, súbitamente paralizados en pleno vuelo por un extraño designio, quizá de los dioses, que le indicaban así la puerta de salida: todo se ha cumplido, no hay vuelta atrás. Los perros se morían a la vista de sus soldados, poseídos por espantosos dolores: los aullidos de su agonía no lo dejaban dormir, y cuando despertaba solía encontrarse con un gato decapitado ante la puerta de su alojamiento, que nadie sabía decirle cómo había llegado hasta allí. El ganado era enclenque y débil; los campesinos, huraños, hostiles, acompañaban sus inspecciones con miradas de odio cansado. Llevaban alimentando a su ejército, a expensas del pan de sus hijos, desde hacía tanto tiempo, que algunos se negaban ya a continuar con aquella muerte lenta. Preferían la horca y hasta sacrificaban con su propia mano a sus familias antes de cortarse el cuello delante de sus propios oficiales, cuando iban a buscarlos. Cada vez era mayor el número de sus propios hombres que desaparecían misteriosamente, de un día para otro. A algunos los devolvía la tierra, empalados junto a un granero calcinado, colgado de un pino, en un risco inaccesible, descuartizados dentro de un saco. Los demás tenían miedo, aunque no se lo dijeran. Él lo podía ver en sus ojos.

Todo ser viviente sobre la faz de la península lo arrojaba de ella. Ya no era bien recibido allí, todo a su alrededor indicaba hartazgo y dolor. La llamada de la patria llegó en el momento preciso: arañaba los barrotes de una jaula cada vez más estrecha y sus dientes amarilleaban, mellados, como los de un león viejo. Al fin y al cabo, concluyó con una carcajada llena de ácido, eso era él y no otra cosa. Un león al que se le habían caído las garras. No lamentó dejar atrás ningún botín. Sólo añoraría la mirada franca de aquellos ojos grandes, de bronce, de la única mujer con la que compartió su lecho en casi veinte años. Disfrutó de su amor felino, por el que no tuvo que pagar, ni suplicar, ni tampoco robarlo, a pesar de que podía haberlo hecho pues cuando la conoció él era el gran vencedor de Cannas. Nunca hubo un mañana. Los dos ónices que tenía incrustrados en el rostro lo siguieron en silencio durante años sin pedir nada a cambio. Por palacio, él sólo pudo ofrecerle alquerías de adobe encaladas, cabañas circulares abiertas en el techo desde donde dormir viendo las estrellas, marchas, contramarchas y momentos de dulce sosiego junto al mar ambarino del crepúsculo: la vida de una princesa en guerra contra la Historia. Ella lo vio perder, él vio cómo le salían hebras de plata a su melena azabache indomable. No tuvo tiempo de acompañarla de vuelta a Salapia. Engarzó el anillo del cónsul Marcelo en un cordel basto y se lo anudó en torno a la garganta que tantas noches había besado. Aquel anillo, lo sabía bien, le aseguraría la vejez, que para las putas nunca era agradable. Eso fue todo.

Veía la línea parda de la costa empequeñecerse lentamente mientras las sombras borraban el contorno de las colinas. Se esfumaban las suaves lomas del Brutium, la tierra sin pulpa, de hueso, su último refugio y también la almohada de su resignación. No, no era ninguna paradoja, le parecía lo más natural acabar acorralado en el país con el que siempre soñó hacer de palanca. Se le revelaba por fin su destino de gran general: la república a la que un día tuvo de rodillas, lo atrapaba en una ratonera.

El relente le enfriaba la piel de cuero y se le ponía en la garganta, como el nudo de una soga. El viento le plegaba el basto capote en torno al cuerpo enjuto, resistente, gastado. Apoyadas las manos en la madera de la crujía, escuchaba gemir y retorcerse sobre sí misma a la Amílcar, la quinquirreme que lo devolvía de vuelta a casa. Los hombres bogaban al ritmo que le marcaba el cómitre. Un mugido coral acompañaba su metódico esfuerzo. El velamen drapeaba, henchido por el aire que soplaba desde tierra. A casa. Sonrió con amargura. Tenía un extraño sabor esa palabra. Casa. ¿Cuál era su casa? Fijó la vista sobre el promontorio del que colgaban jirones oscuros como los cortinajes pesados de una suntuosa mansión. Se espesaba la noche alrededor de aquella última lengua de tierra que permanecía visible ya, sólo podía intuir el perfil dórico del templo de Hera Lacinia, que le decía adiós con un ligero parpadeo de la última luz: allí se acababa Italia. Estrictamente hablando, aquella era su casa, puesto que allí, en Italia, era donde había pasado los mejores años de su vida.

Porque aquello ya era Italia y no Grecia. El sueño alimentado en su interior con más devoción que certeza, en los últimos años, de convertirse en el protector de aquellos griegos y bárbaros helenizados, al estilo de Pirro, se esfumaba como la silueta huidiza de aquellas columnas de mármol, que se desvanecían fundiéndose con la nada. Del mar manaba una niebla viscosa que parecía el aliento de alguna criatura espectral, quizá el aliento fusionado de todos los hombres, buenos hombres, malos hombres, valientes y cobardes, leales y traidores, honrados y viles, enemigos y camaradas, jóvenes y viejos, que habían muerto por su culpa.

La niebla se tragaba la tierra y la tierra se tragaba su ojo y a su hermano. El ojo se lo dejó en un pantano lleno de mosquitos; la cabeza de su hermano seguía atormentándole en sueños, se aparecía ante él horriblemente desfigurada, tal y como la había visto por última vez, arrojada sobre las avanzadas de su campamento. Pero en sus pesadillas la cara de Asdrúbal llevaba escrita en el rostro mutilado su propia sentencia de muerte. De las cuencas de los ojos enucleados, y del agujero negro de la boca sin dientes, salía un gemido indescriptible que siempre terminaba convertido en una risa diabólica. Pensaba en aquella vez que tuvo entre los dedos la oportunidad de evitar todo eso, quizá la ocasión única. En su cabeza las posibilidades se amontonaban desde entonces como átomos peleando entre ellas, chocando. En vano, pues ya, ¿para qué? El cálculo. No debió calcular tanto, claro, pero eso era fácil decirlo ahora, después de tanto tiempo. El conocimiento exacto de su propia fuerza lo arrojó a la sima de la duda. Seguramente, alguien más inconsciente lo habría intentado, y probablemente, conseguido. Toda su estrategia se basaba en inocular la duda en Roma, introducirla bajo sus muros como la sombra de un espectro. Que la duda emergiera del Hades e invadiera los corazones de sus enemigos. Pero él no forzó la mano. Su mano era forzar a Roma a romperse. Roma no se rompió. Y sin embargo, ahí estuvo Roma. Abierta de piernas, o casi. Para él, después de Cannas.

Recordaba el juramento que le había hecho a su padre en Hispania, palabras graves que sólo entendió por la severidad de los rostros que lo rodeaban y que pudo aprehender después, ya hombre, en el momento en el que ante Hércules-Melkart, en Gadir, renovó aquellos votos. Dejó de intuir la tierra firme, que ya sólo fue una bruma, como su juventud, que también se había quedado allí, gastada en una cruzada sin mañana. En la vela mayor de la nave, un elefante negro ofrecía su vientre hinchado y convexo al frío nocturno, que ya empañaba la superficie de su tela con una miríada imperceptible de lágrimas de agua dulce.

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