Cuentos de la cuarentena (10)

#10 NO

Fue un aqueo desvalijando Venecia: la Troya del Adriático se le abrió de piernas, sumisa y cándida. Cuando avistaron San Marcos no tenían ni botas. Bonaparte los recogió de las piedras secas de la Provenza y les señaló con el dedo: Italia. El pequeño corso dijo muchachos, vamos a saludar al Dogo. Y le dijeron hola. 800 años sin que nadie pusiese el pie en Venecia. Se lo llevaron todo.

Dejó la tierra ingrata donde los hombres de su estirpe, campesinos tercos y desconfiados, se habían roto las manos. Se apuntó a la Revolución. No sabía ni leer. No le hizo falta. Su general hizo de él un vencedor ufano y arrogante. El mundo, una bandeja de fruta fresca, al alcance de la mano. No hubo botín que no encontrase ni falda que no levantara. Lo dibujaron los mejores pintores de su tiempo. Clairin, David, Ingres, Appiani. Fiero, rudo, tenaz. Hijo bastardo de Marte.

Navegó a Egipto esquivando los barcos de madera y plomo del almirante Nelson. Tomó Malta a los ancianos caballeros hospitalarios. Vio Alejandría. Pescó con su bayoneta, hasta la cintura en el Nilo rojo de sangre, los turbantes enjoyados de los mamelucos: los había matado a la vista de los faraones y sus pirámides. Asaltó Tiro como Alejandro y le hurtó el cuerpo a la muerte y la peste en Jafa. Llevó su bigotazo vivo de vuelta a Europa.

Cruzó los Alpes como Aníbal. Trituró imperios. Cosió con su piel el sayo que Napoleón le hizo al mundo. Lo vio quitarle la corona de las manos al papa y levantarse como emperador. Venció a los austriacos tantas veces que al final perdió la cuenta: Lodi, Arcola, Rivoli, Marengo, Austerlitz, Wagram. Hirvió en la caldera de Madrid. Lo pintó Goya. Se paseó por Viena, Berlín, Moscú. La conquistó y la vio arder. El Kremlin fue su barraca. Mató cosacos. Descendió al infierno blanco. Caminó junto a la muerte. Sobrevivió. Voló desde Elba. Gozó por última vez de París. Se dejó cañonear a quemarropa en una colina belga, toda embarrada y llena de mierda, porque la Guardia recula pero no se rinde.

¿Saben qué pensamiento ocupó su mente en el último instante, cuando aquel puto casaca roja gritó “Fire!” y todo se puso negro?

Que Cádiz le había dicho que no. Hay que joderse.

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