Cuentos de la cuarentena (2)

#2 UNA GITANA EN PETROGRADO

Spannniola, ¡crassiuá!, le gritaba. Abrió la botella de champán de un golpe limpio de puñal. Ella gritó del susto y a él le brillaron los ojos. El ruso le dio un lingotazo al champán, se acercó a ella, le pasó el brazo por el talle y levantó la botella hacia los demás. Chilló ¡nasdrovia! y chasqueó la lengua con lascivia. Ella apartó la cara y le pinchó con las uñas en el voluminoso abdomen, pero aquel tío era un oso rubio de dos metros y ella, una hebra de hilo negro. Le babeó el cachete con desagradables besos húmedos y le lamió el cuello, bajo la oreja. ¡Crassiuá!, berreó como un puerco a centímetros de su nariz. Significaba guapa, o eso le dijeron. Los otros lo jalearon con patadas al suelo. Debía ser un pez gordo. Atufaba a dinero. Y ella era más pobre que las ratas. Ellos. Vio de reojo al maestro Juan sudando la gota gorda mientras tocaba sin parar su guitarra flamenca: a aquellos cerdos rusos no los hartaba ni la boca de un pajar. Aquella música los volvía locos. Ella apenas se sostenía en pie. Sus pies desnudos crujieron sobre la tarima del reservado del restaurante. Maldita la hora en que dijo que sí al maestro cuando se le acercó una noche, en el último tugurio donde se arrastraban en Madrid, y le susurró niña, ma zalío una cozita por Ruzia que nohva a zacá de pobre. Ella dijo que sí y mira tú por donde en Rusia llevaban a tiros desde que pusieron el pie allí. El ruso gritó otra vez ¡nasdrovia!, estampó la botella contra la pared y le agarró el cuello con una manaza. La paralizó un escalofrío. Vio acercarse su cara púrpura y congestionada; él sacó la lengua, ella cerró los ojos. ¡BANG! Cristales rotos. Un vocerío diabólico. Disparos. Gemidos. Tembló compulsivamente. Hasta aquí llegaste, Gabrielilla. Abrupto silencio. Abrió los ojos, tímida. El ruso estaba tieso, con la bocaza abierta. Tenía vidrio en los ojos y se había meado encima. Las manos que la aprisionaban perdieron fuerza. Se zafó de un empujón, parpadeó y se miró las manos. En el vano de la puerta del reservado, un marinero gigante la miraba agitando un fusil. A ella le recordó el trabuco de un bandolero. El marinero le guiñó un ojo y se esfumó como en un sueño.

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