Cuentos de la cuarentena (1)

#1 HISTORIA DE UN CASCO

Mírame. Sólo soy un casco. Estoy hecho de bronce y me llaman corintio. ¿Sabes dónde está Corinto? Yo tampoco. ¡Sólo soy un casco! Los cascos no piensan, ni recuerdan, sólo protegen. Estamos hechos de los palos que nos dan. Y créeme, suelen ser bonitos zurriagazos. Solían, claro. Hace más de 2500 años que a mí no me zurra nadie. Casi todo ese tiempo estuve enterrado en cieno y mosquitos, en una marisma. Se estaba bien allí. Era pringoso, pero más pringaba la sangre. Un día, el agua que me cubría, desapareció. El sol me dio de lleno (no sabes cómo de caliente puede ponerse el bronce) y a mi alrededor el lodo fue convirtiéndose en polvo. Un tipo me sacó con el cabo de una pértiga: un campesino rudo y atezado que olía a agrio y que empezó a gritar en una lengua que me sonaba de algo. El bruto ese me llevó corriendo a otro, más fino y elegante que se cubría la cara con un pañuelo de seda perfumado. Era un inglés de esos que iban antes por ahí vestidos todo de blanco, con un reloj de oro colgando del bolsillo del chaleco y tocados con un salacot. Me cogió y estuvo contemplándome un buen rato, dándome vueltas. No dijo nada. Muy serio, rebuscó en los bolsillos de su chaqueta de lino y le dio al bruto una moneda de plata que brilló al sol como la promesa de un enamorado. El tipo me metió en un saco. Lo siguiente fue verme expuesto en una vitrina: desde entonces, cada día, un montón de caras, bonitas y feas, viejas y jóvenes, interesadas y aburridas, no paran de mirarme y de enfocarme con extraños artefactos que guardan en sus bolsillos, y que para mí resultan todo un misterio. Qué quieres que te diga. Esto para mí no significa nada. Los mejores años de mi vida terminaron una mañana en la que hacía un calor espantoso. El muchacho cuya cabeza protegía, la perdió. Eso fue todo. Perseguía a un persa que cruzaba la marisma cagado de miedo. Un golpe inesperado nos separó, a la cabeza y a mí, del cuerpo. Yo iba también tan concentrado en la caza, con la adrenalina de la victoria, que cuando me di cuenta sentí el ¡chof!, y luego el glú, iglú, y hasta luego, Lucas. ¿Cuál es la moraleja de esta historia? No seas avaricioso.

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