Ha muerto don Lorenzo Sanz Mancebo, el presidente de la Séptima. De él es del primer presidente del Madrid que guardo recuerdo y memoria clara, consciente. Hasta él yo no sabía quiénes eran todos esos señores encorbatados que las cámaras enfocaban de vez en cuando durante los partidos. Él heredó el Madrid de Ramón Mendoza, un Madrid que había sobrevivido a Cruyff con una mentalidad de pueblo en guerra. Un Madrid, por lo demás, arruinado, que él arruinó todavía más para ponerle en las manos a Fabio Capello, el mejor entrenador del mundo en aquel momento, el primer equipo galáctico de la Historia del Real. Fue el antecedente del fichaje de Mourinho por Florentino en 2010: el hombre que había vapuleado al Barcelona en la Copa de Europa, levantando la moral alicaída de la tropa. Fue el presidente que como dijo Sergio Ramos en un tuit, conectó el pasado con el futuro, el que volvió a pensar en grande, el que puso otra vez en órbita al Madrid y le abrió la puerta de los palacios largamente vedados.
Un tuitero me pasó anoche una portada fantástica, de Marca, precisamente del día en que yo cumplía diez años. 5 de julio de 1998. Llevaba menos de tres años en la presidencia. En su primer verano fichó a Seedorf, campeón de Europa con el Ajax; a Bodo Ilgner, campeón del mundo con Alemania; a Panucci, campeón de Europa con el Milan; a Davor Suker, un 9 dinamitero de la Liga; a Roberto Carlos, un brasileño desconocido que llevaba pendientes y que se pudría en el Inter a la sombra de Grigoris Georgatos (recuerdo a mi padre: ¡el Madrid va a fichar a un tío que lleva zarcillos!) y a uno de los mejores jugadores que había en España, Mijatovic. Es decir, llenó el Madrid de jerarcas. Dos años después estaba levantando la Copa de Europa en Amsterdam, hollando así la Tierra Prometida, por fin, con la que el madridismo llevaba soñando desesperadamente más de tres décadas.
Cuando su primer proyecto empezó a desintegrarse, lo renovó con Salgado, Iván Campo, Steve McManaman y Nicolás Anelka: dos años después de Amsterdam, el Madrid volvía a París para saldar la deuda de 1981 y todos ellos saltaron como titulares frente al Valencia. Lorenzo Sanz pertenecía al viejo fútbol, a la vieja escuela como ha dicho Míchel Salgado, su yerno, en Instagram: de la estirpe de los presidentes-patriarcas, desenfadados, chulos en el sentido castizo, echados palante como se suele decir. Físicamente recordaba un poco a Bernabéu, corpulento, de rostro ancho, los brazos siempre sobre la cintura como si de un momento a otro fuera a sacarse del bolsillo de la chaqueta un fajo de billetes y te fuera a preguntar cuánto te hace falta, niño, ten cuidadito y no gastes mucho, plas, plas, dos palmetazos en el cachete y pórtate bien, figura.
Rompió relaciones formales con el Barcelona, se negó a ir más al Camp Nou, casi le da una hostia a Joan Gaspart en el palco y quiso prohibirle la entrada al Bernabéu. Una vez dijo que se ofrecía a pagarle el manicomio al lugarteniente de Núñez, del que también dijo ante los micrófonos, tras un Barcelona-Madrid navajero, que necesitaba ayuda médica. Eran otros tiempos. Eran los tiempos de Jesús Gil, de Manuel Ruiz de Lopera, de una manera distinta de ver la vida, el fútbol y las cosas.
Era otra España, una España donde los presidentes jugaban su propia liga, una parte delante de los micrófonos, la otra en los vestíbulos de los juzgados; una España donde Gil bautizaba a Núñez como el Enano de las Ramblas y éste le soltaba a Sanz, vía periodistas, que tenía dinero para comprar el Madrid. Hoy, recordar aquello produce una sonrisa de ternura.
Eran otros hombres. Las pasiones no se escondían. No existía la corrección política, todo era más puro, más verdadero, también por supuesto lo malo, pero no había almíbar, no había límites. Lorenzo Sanz estará siempre en un lugar de privilegio de la Historia de la institución más grande de España, en una de las páginas más queridas y doradas. Por aquella época yo ya escuchaba el fútbol por la radio, a Supergarcía, que se tiró mucho tiempo llamando despectivamente a Sanz Mancebito hasta que la señora madre de don Lorenzo lo llamó en directo una noche para pedirle por favor que respetara su apellido. Supergarcía decía que Sanz no iba a dejar, del Madrid, ni el solar; Sanz prohibió a la plantilla que hablaran con él, se quemaron efigies del periodista en el fondo sur del Bernabéu y cuando el Madrid se clasificó para la final de la Copa de Europa del año 2000, yo con mis oídos escuché como, en directo, en los últimos minutos de aquel agónico partido contra el Bayern, en Munich, Supergarcía se abrazaba a Sanz y le gritaba «¡Lorenzo, lo tenemos, lo tenemos!».
Seguí a diario la campaña electoral del año 2000. Me parecía increíble que Sanz fuera a perder con aquel tipo extraño con pinta de oficinista que se llamaba Florentino y que decía que tenía fichado a Figo. Florentino y Lorenzo Sanz representaban dos estilos completamente distintos de un mismo paternalismo presidencialista, que es el único modo permitido por la Historia que tiene el Madrid de gobernarse. Todavía retengo en la memoria una imagen que no he podido encontrar en Internet, y que a lo mejor ni siquiera existe y es fruto de la deformación natural que nuestra memoria le imprime a los recuerdos que atesoramos con cariño. Es Lorenzo Sanz. Está en Amsterdam. El Madrid acaba de ganar la Copa de Europa 32 años después. Un millón de personas están saliendo a la calle sólo en Madrid. En España, en cada pueblo y ciudad de provincias, son todavía más. El equipo ya ha vuelto al hotel, se dispone a celebrar con la familia, con las novias, con los amigos, con la prensa, en una cena en la que se tuvo que improvisar el champán: nadie en el Madrid se había acordado de traérselo desde España y lo tuvieron que regalar con finezza los de la Juve. Su Madrid acababa de destruir al mejor equipo del mundo y una maldición bíblica que pesaba sobre tres generaciones de madridistas. Lorenzo Sanz camina entre las mesas, saludando a todo el mundo, abrazándose como el padre de la novia en una boda, como el padre el día en que el hijo hace la comunión. Con un puro en la boca, se ha quitado el traje, viste el chándal oficial del equipo, de Kelme, un chándal que en mi casa teníamos mi padre y mi hermano, el chándal kitsch noventero que estaba en cada casa de cada madridista de toda España. Lorenzo Sanz tiene una sonrisa que no le cabe en la cara de boss italoamericano que tenía, esa cara de hombre de los suyos, algo que han recalcado desde anoche todos los que le conocían íntimamente, sus hijos, sus yernos, sus amigos. Lorenzo Sanz fuma un habano y se bebe el champán de los vencidos. Es campeón de Europa.