Si con The Young Pope Paolo Sorrentino nos quiso hablar del amor, con The New Pope nos ha querido hablar del misterio. Pero, ¿y qué es el misterio? La única definición concreta de misterio que conozco es la que le dan en Sevilla a esa palabra en Semana Santa: el misterio es el paso procesional que sale a la calle mostrando a Cristo rodeado de otras figuras, en la representación del prendimiento, por ejemplo, o en la del juicio en el sanedrín. Sin embargo, ¿no es el amor el gran misterio de la experiencia humana sobre la faz de la Tierra? ¿O el gran misterio de esa experiencia es justamente su final, es decir, la muerte? ¿O es Dios? ¿Y qué es Dios? Sorrentino nos lo dice en el último y emocionante discurso de su Pío XIII al mundo desde San Pedro del Vaticano: Dios es «quien tiene las respuestas».
El misterio es en efecto el tema central de la segunda parte del papado según Sorrentino, unos nueve capítulos estéticamente lujuriosos que suben un punto la voluptuosidad del espectador girando en torno a varios macguffins muy al estilo del director. Sorrentino ordena de nuevo todos los elementos de su narración en un dispositivo de tramas secundarias y callejones en apariencia sin salida cuyo objeto último es redondear las grandes reflexiones sobre la condición humana que son verdaderamente el músculo de su cine. Eso es lo mollar siempre en las películas de este hombre, lo que hay que encontrar tras la cortina de fuegos artificiales tan habitual en él, detrás de toda esa pompa audiovisual que atrae a muchos del mismo modo que rechaza también a muchos otros: distracciones visuales con las que ha conseguido dar una vuelta de tuerca al estilo felliniano, adaptarlo por así decirlo al siglo XXI.
Es difícil no recordar la gran película Ordet, de Carl Theodor Dreyer, al ver a Pío XIII, a ese Jude Law que además es tan joven como Johannes, el protagonista de aquella película ambientada en la Dinamarca de principios de siglo XX que también intentaba aproximarse al misterio. El papa Pío es un personaje que encarna la pulsión que atormenta a todos los ateos, la necesidad de creer y la imposibilidad racional de hacerlo, una antinomia irresoluble que Law salva con sus eróticos guiños de ojos. Pío XIII es el hermano pícaro, chulo y divertido de aquel Johannes en blanco y en negro, cuya fe disparatada obra el milagro de la resurrección de la carne. Es su reverso burlón, un papa procaz que se conduce como una rockstar y que es capaz de adentrarse en profundidades blasfemas, de dibujar al diablo en su sonrisa, en sus gestos, en una ambigüedad prácticamente metafísica que define al personaje y que Sorrentino no resuelve a propósito: en su despedida, Pío XIII se pregunta ante la muchedumbre, retóricamente: «¿Quién es este papa que ha vuelto de entre los muertos? ¿Es Cristo, o es el Anticristo?»
Por supuesto, sólo es Dios «quien tiene todas las respuestas», puesto que, al final de las vueltas en círculo de Sorrentino, el dilema sigue resultando inconcluso. Por hoy y para siempre, hasta que se extinga la vida en el Universo. El arte, entendido como la disciplina de la investigación infinita de lo que no se puede conocer, siempre va a chocar, por tanto, por lejos que llegue, con el muro de la muerte.
Lo declamatorio, lo retórico, es importante en Sorrentino. Los discursos de los personajes principales se mantienen en esta nueva temporada como uno de los elementos decisivos tanto para hacer avanzar la trama como para introducir en medio del show temas con indudable poder subversivo -el matrimonio igualitario, el divorcio, la homosexualidad en la Curia, el aborto, la pedofilia de algunos sacerdotes, etcétera- y para conseguir lo que según José Luis Garci es el arte: emoción. Por ejemplo, en el último capítulo, Juan Pablo III, el papa aristócrata, inglés, snob y frágil, alma delicada cual pieza de porcelana, interpretado divinamente por John Malkovich, declama unas maravillosas nuevas bienaventuranzas hacia los marginados, los solitarios, los apartados, los parias, del mundo contemporáneo: de vosotros será el reino de los cielos, les dice Sorrentino, quien ha hecho del dolor y de la cruz que cada hombre y mujer carga consigo de forma silenciosa y anónima cada día en cada rincón del planeta, uno de los motores de su cine.
Siguiendo el camino abierto con The Young Pope, Sorrentino reinterpreta, que se dice ahora, uno de los más poderosos iconos de la civilización occidental, el del papado, recurriendo a la ceremonia y a la auctorictas que la institución tuvo hasta Napoleón: exhibe atuendo, estancias, símbolos que refuerzan el mensaje que pretende lanzar, el de un papa sin embargo no ya jefe político del mundo sino jefe espiritual, voz que puede dirigirse al mundo desde una tribuna privilegiada en la era de la comunicación global. El papa de Sorrentino es un agente neutral en una realidad fragmentada, política y religiosamente; es una figura revestida de autoridad suficiente como para promover una comunión directa entre individuos de todas partes, cosa que se manifiesta en cada congregación multitudinaria ante los dos papas enfrentados en esta temporada: en Venecia, en Lourdes, en la pequeña isla latina donde culmina uno de los macguffins, finalmente, por supuesto, en Roma, en la plaza de San Pedro.
En San Pedro, en esa última secuencia, Pío XIII rememora a Pío XII cuando los Aliados bombardeaban Roma y Su Santidad salió a la calle a acompañar a los romanos en el sufrimiento, exponiéndose al peligro real de los derrumbes y de la metralla. Entonces, el duodécimo Pío exhortó cara a cara al pueblo de la capital de Italia a conllevar el sufrimiento brutal de la guerra; en la ficción, el decimotercer Pío se funde con su grey en un abrazo paternofilial que constituye su éxtasis. Se entrega al mundo y muere. El mundo devuelve su cuerpo exangüe a la madre de mármol que lo espera, con el hijo en brazos, tras los muros de la casa de Dios.
Es una imagen fortísima, de un poder simbólico devastador que por sí sola justifica la existencia de la serie y todo el dinero que Roures y Sky y la HBO se han gastado en ella: Pío XIII llevando en volandas hacia la Madre, como un Cristo descendido de la cruz, desherrado de ella, y también como una estrella de rock en la apoteosis de un concierto. Es una nueva mirada sobre el martirio. La ambivalencia icónica siempre ha sido el fuerte de un Sorrentino a veces Visconti, a veces Fellini, a veces sacándose la lengua a sí mismo en el espejo porque, ¿recuerdan Las consecuencias del amor, su segundo trabajo con Servilio, que se apellidaba curiosamente Girolamo en la película? ¿Recuerdan el sacrificio del protagonista para que otros vivieran, para que otros pudieran contemplar el rostro de la dicha?
Girolamo es otra de las claves de la temporada. Girolamo, el alma pura que cuida el tunante Voiello, la cándida inocencia en la que se limpia de la suciedad del mundo el político que es capaz de todo por conservar su poder dentro de las murallas vaticanas. El memorable cardenal secretario de Estado del Vaticano, Angelo Voiello, el Richelieu amable, acapara la atención de un público aturdido en la primera parte de la temporada por los vaivenes de una serie que no se centra hasta que no despierta Jude Law del coma en el que terminó The Young Pope hace tres años. El Girolamo de Voiello muere repentinamente como mueren tantos otros personajes en las películas de Sorrentino, sin explicación aparente, me estoy acordando de aquella émula kitsch de la Bellucci en La gran belleza. Es la muerte del joven Girolamo la que determina el giro del arco argumental de Voiello, quien ensalza el amor en otro soberbio clímax de oratoria. Voiello sin embargo invoca el amor con palabras arrebatadoras al mismo tiempo que acaba con sus enemigos remachándolos en un rush que evoca el final de El padrino I, porque así es el rostro del poder, polytropos, igual que el Odiseo de Homero.
Malkovich está muy bien, es un adorno de lujo para la serie y es muy verosímil en el papel de esa «frágil pieza de porcelana» que es el cardenal inglés John Brannox, otro nostálgico atrapado en un día concreto de su pasado, en una tragedia familiar que determinó su vida para siempre. Pero otra vez, ni Law ni él pueden con este Silvio Orlando que regresa con el resucitado Pío XIII para empujar a la serie fuera de la marisma en la que la abulia del papa Malkovich y unos extraños atentados terroristas de corte yihadista la habían estancado.
La trama de The New Pope no es difícil de describir: a Pío XIII, en coma como digo desde que se desplomara al final de su discurso en San Marcos, le buscan sucesor. Los dos primeros episodios son epilépticos. Sorrentino, que tiene fama de intenso y de lento (dos palabras que dicen más de quienes las pronuncian que de lo que pretenden denostar) parece que, con el inicio de la temporada, quiere despejar dudas. Al fin y al cabo, el suyo es un show de la HBO, la expectación era máxima, por fin se está convirtiendo en un autor popular, al menos ha salido ya del cascarón de lo culto, conozco a todo tipo de gente, y no precisamente cinéfilos, enganchados a su trama vaticana. Metió de todo en esos dos primeros capítulos: monjas lascivas en pelotas, la bellísima Cécile de France masturbándose delante del ipad, franciscanos tomando el Vaticano a mano armada.
Luego, con la muerte del irritante Francisco II (Sorrentino, con él, nos alecciona sobre la gravedad de aupar a un tonto, cosa que se agradece, a pesar de que para ello tenga que volver a reírse de la orden de San Francisco), llega Brannox, es decir, Malkovich, y la serie empieza a transitar por un valle dulce, suave, lujurioso estética y filosóficamente hablando, pero a veces confuso, a veces ensimismado en lo onírico. Conocemos el drama personal del papa inglés, la turgente Sofía Dubois (Cécile de France) se va enamorando de él, se nos presenta el dolor con forma sobre todo de imposibilidad, de contención y de frustración; se nos introduce en el debate ético en torno a la postura oficial del Vaticano sobre el amor homosexual y sus puntos de choque con la cuestión de la pedofilia entre los sacerdotes, y la serie alza su mano hasta alcanzar el rostro del tiempo.
Hay un par de cosas que no están bien resueltas: Esther, un personaje que protagoniza uno de los momentos álgidos, llenos de una profundidad que trasciende la frivolidad aparente, y la retirada a los cuarteles de invierno de la vida del propio papa inglés.
Lo de Esther es importante. Esto era lo que decía del rostro del tiempo. The New Pope se adelanta a la realidad en curso y se inserta en ella. Una semana después de emitirse el último capítulo de The New Pope, circuló la noticia de que el gobierno francés empezaba a estudiar la posibilidad de aprobar medidas legales para «aliviar» sexualmente a las personas que sufren parálisis y discapacidades irreversibles. En la serie, Esther, dejada de la mano de Dios, abandonada por su marido, el hosco guardia suizo, desamparada y sola en el mundo, se prostituye por grandes cantidades de dinero con los hijos inválidos o deformes de algunas familias ricas. Constreñida por la tortura moral de no estar haciendo ningún acto de misericordia con esos hombrecillos (otros de los desamparados, de los parias que mencioné al principio, de los dolientes a quienes dedica, en suma, Sorrentino esta obra de arte) sino de estar, llanamente, vendiéndose, decide entrar en una secta integrista curiosamente católica que es la que perpetra verdaderamente los atroces crímenes que a lo largo de ocho capítulos la serie va cebando en nombre de Alá y la Yihad.
Sorrentino nos dice: cuidado, el peligro es tan real dentro de nosotros, como fuera. Quizá peor, quizá más real cuanto más cerca, cuanto más nosotros.
The New Pope se cierra con un giro gatopardiano total: retirado entre las brumas argumentales el papa inglés de porcelana y muerto en un éxtasis absoluto, fundido con su pueblo y con las estrellas del cielo al mismo tiempo, el papa santo americano, la Iglesia se recompone de nuevo con un papa italiano anodino y político, es decir, con Voiello, quien la devuelve, cambiada, remozada, fresca, nueva, al mismo lugar en el que ha estado siempre.
O sea, en las manos de Dios. En la eternidad.