25-01-20

Cuando pienso en cuál fue el principio, concluyo que el principio fue mi diccionario escolar. Me lo compré en 1996, en una de las cuatro librerías que había en Chipiona en aquel tiempo. Bueno, siendo riguroso, es mejor llamarlas papelerías que vendían libros. Hoy sólo queda uno de aquellos lugares donde uno podía ir y manosear los anaqueles, leer las tapas, engolosinarse con las portadas y los nombres. Yo tenía ocho años y estaba en tercero de primaria. Ayer, moviendo la mesa del escritorio, se me cayó al suelo. Desportillado, roto, ajado, mil veces usado, con muchas páginas sueltas, desde esa edad me imagino a la RAE con los colores rojo, azul y madera de ese diccionario. Tuve que pegarle las tapas con cinta aislante blanca, y aun así hay que tener cuidado al cogerlo. Le puse tres veces mi nombre, por si hiciera falta reclamarlo: mi sentido de la propiedad siempre ha sido muy agudo y hubo una época en la que me dio por firmar todos los libros que me compraba, una verdadera estupidez: muchas veces, cuando me llegan los libros de segunda mano que compro por Internet, leo las firmas, las dedicatorias, los ex-libris que la gente le puso un día a sus propios libros, y me pregunto quiénes habrán sido estas personas, dónde estarán ahora, qué habrá pasado con sus bibliotecas. Algún día, supongo, alguien verá mi nombre escrito a boli con la presuntuosa letra de un niño vanidoso y se hará las mismas preguntas que yo, pero como yo, sólo durante unos breves segundos. Luego me olvidará, como yo a ellos, porque ese es el sino de los hombres, el ser olvidados y sumergirse en el océano interminable del tiempo. Lo más probable es que este diccionario mío editado por Espasa, escolar, con apéndices gramatical y ortográfico y ciertas ilustraciones estupendas de elementos esenciales de la civilización como barcos, teatros y cosas así, acabe en la basura. Pero si con suerte se salva de la catástrofe, alguien tendrá entre sus manos, por un momento, una reliquia frágil pero todavía viva de una infancia feliz. El principio está en él. Con él surgió mi amor por las palabras. Las palabras tienen música, ¿no la oyes? Desprenden un perfume cálido, firme, seguro, el aroma de un pasado luminoso que se decanta a través de las letras, unidas entre sí por la costumbre, el conocimiento y la experiencia; como en un coro, todas las letras de todas las palabras ocupan el lugar que les corresponde, y juntas forman una sinfonía. Cada sinfonía nos cuenta algo de la historia del hombre en la Tierra. Pasé muchas horas hojeando a escondidas de los profesores este diccionario. En Primaria, pero sobre todo, en la Secundaria, especialmente en las horas de Química, Biología y Matemáticas, que no me interesaban para nada, este diccionario fue mi refugio contra lo ininteligible, contra lo inexplicable. Todo se resolvía abriéndolo: entre sus páginas siempre encontraba una palabra justa, y la realidad se hacía accesible ante mis ojos, todo encontraba un sentido claro, nítido. Todo era comprensible. Este diccionario fue el primer mapa con el que yo empecé a descifrar el relieve de las cosas, la orografía de un mundo infinito, interminable y fascinante como el cielo cuando está lleno de nubes, como el cielo cuando va a caer una tormenta terrible. Aprendí a usarlas correctamente, porque no hay ninguna igual a otra, aunque sean sinónimos. Aprendí que conviene respetar su literalidad, conviene no estropearlas, conviene no deformarlas, porque una realidad tangible subyace en cada una de ellas, y si se deforman y estropean, esa realidad se deforma y estropea, acaba convertida en otra distinta, no necesariamente mejor. Hay muy pocas cosas en este mundo por las que merezca la pena morir. Las palabras son una de ellas.

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