23-01-20

Hace poco se murió Roger Scruton, un filósofo de la belleza. La verdad, no me he leído nunca nada de este hombre. Por lo visto era un esteta, un teórico de las formas. De un tiempo a esta parte noto un formidable aumento del interés de cierto tipo de gente por el concepto abstracto de la belleza. Suele ser gente que con las antiguas categorías del pensamiento cotidiano habría que llamarla de derechas. Pero, por supuesto, no el pepero o voxero típico. Es verdad que preocuparse por la cuestión estética es un rasgo propio de personas elegantes, instruidas en la educación superior, por lo general urbanitas, con una mirada amplia sobre la vida, con frecuencia conservadores, aunque por supuesto esto es lo que me parece a mí, observando la estrecha franja de realidad que me es dada observar. A pesar de que la estética es algo adherido al natural discurrir de la existencia, noto como digo una pretensión, teórica o elitista por decirlo de alguna manera, de convertirla en la consecuencia de un modo de pensar. De politizarla, hablando con vulgaridad. Esto es una jibarización, una reducción al absurdo de una cosa que está viva porque pertenece a la vida, a la experiencia humana. La belleza es una emoción vinculada a unos ojos, a una piel y a un acto. Politizarla es deshumanizarla, hacerla mercancía. Por eso La gran belleza no habla sobre Roma sino sobre un literato frustrado que aún no ha regresado de su único amor, un amante al que no aman, una moribunda a la que nunca han querido, una niña de cien años que sólo quiere jugar. Supongo que teorizar sobre la belleza desde un palacete en la campiña inglesa tiene poco mérito, o tiene mucho menos que hacerlo, por ejemplo, en la cocina de un piso de un bloque a las afueras de Algeciras, mirando por la ventana que da al patio interior: por eso, para mí, Dostoyevski siempre será infinitamente superior, hablando también de la belleza, que gente como Scruton, con todo el respeto por su trabajo, un trabajo que además no he leído y que por supuesto contendrá joyas valiosas, si no no sería famoso. Dostoyevski encuentra la belleza en el infierno, en el sufrimiento y en la catástrofe. Esto, para mí, no tiene comparación posible con nada.

Sobre esta belleza existencial, Grossman tiene también otra catedral. Ayer terminé Vida y destino. Creo que esto es lo más importante (que no lo mejor) que se escribió en el siglo XX:

El bien no está en la naturaleza, tampoco en los sermones de los maestros religiosos ni de los profetas, no está en las doctrinas de los grandes sociólogos y líderes populares, no está en la ética de los filósofos. Son las personas corrientes las que llevan en sus corazones el amor por todo cuanto vive; aman y cuidan de la vida al modo natural y espontáneo. Al final del día prefieren el calor del hogar a encender hogueras en las plazas. 

Así, además de ese bien grande y amenazador, existe también la bondad cotidiana de los hombres. Es la bondad de una viejecita que lleva un mendrugo de pan a un prisionero, la bondad del soldado que da de beber de su cantimplora al enemigo herido, la bondad de los jóvenes que se apiadan de los ancianos, la bondad del campesino que oculta en el pajar a un viejo judío. Es la bondad del guardia de una prisión que, poniendo en peligro su propia libertad, entrega las cartas de prisioneros y reclusos, con cuyas ideas no congenia, a sus madres y mujeres. 

Es la bondad particular de un individuo hacia otro, es una bondad sin testigos, pequeña, sin ideología. Podríamos denominarla bondad sin sentido. La bondad de los hombres al margen del bien religioso y oficial.

Pero, si nos detenemos a pensarlo, nos damos cuenta de que esa bondad sin sentido, particular, casual, es eterna. Se extiende a todo lo vivo, incluso a un ratón o a una rama quebrada que el transeúnte, parándose un instante, endereza para que cicatrice y se cure rápido. 

Esa bondad, esa absurda bondad, es lo más humano que hay en el hombre, lo que le define, el logro más alto que puede alcanzar en su alma. La vida no es el mal, nos dice. 

Esta bondad es muda y sin sentido. Es instintiva, ciega. Cuando la cristiandad le dio forma en el seno de las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, comenzó a oscurecerse; su semilla se convirtió en cáscara. Es fuerte mientras es muda, inconsciente y sin sentido, mientras vive en la oscuridad vida del corazón humano, mientras no se convierte en instrumento y mercancía en manos de predicadores, mientras que su oro bruto no se acuña en moneda de santidad. Es sencilla como la vida. Incluso las enseñanzas de Jesús la privaron de su fuerza; su fuerza está en el silencio del corazón humano. 

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