Ha terminado el rally Dakar de este año y lo ha ganado Carlos Sainz. ¡Aleluya! En realidad, me importa una mierda. Ahora que lo pienso, he leído mucha prensa de niño y de adolescente. El Marca, sobre todo, pero también El País. Con la cosa de coleccionar los sellos históricos y las reproducciones de monedas españolas, con el cebo de las novelas históricas, fui un chico El País hasta casi el instituto. El florentinismo me echó en los brazos del Marca desde el fichaje de Figo. ¡Qué candidez, y qué putada! Probablemente fue en aquel tiempo cuando en «la turba inflamable de mi inconsciencia», expresión que le he leído a Grosmann y que me ha parecido fantástica, germinó la lamentable idea de estudiar periodismo. Cuando de pequeño compraba todos los días el Marca fantaseaba con ir de corresponsal en el asiento trasero de alguno de esos cochazos que compiten en el Dakar y mandar mis crónicas por las noches al fresco del desierto, sentado en una jaima. La ciudad de Dakar se me figuraba una especie de Ítaca exuberante. Agua rosa, atunes gigantescos, negros de dos metros y medio. En aquel tiempo, como no tenía Internet y me regalaron mi primer ordenador de mesa, el Pentium IV de mis amores, mi único entretenimiento era pulirme la enciclopedia Encarta. Entre otras gilipolleces, redacté dos listas, la de lenguas y dialectos procedentes del latín que todavía hoy existen en el mundo (se la entregué, recuerdo, a fray Máximo, que en tercero de ESO nos daba Lengua) y una que recogía todos los emperadores romanos por orden cronológico, hasta el último de Occidente, Rómulo Augústulo. En aquel momento me estaba leyendo, recuerdo, la novela de Valerio Massimo Manfredi La última legión. Cuantísimo daño me ha hecho, en la proyección futura de mi vida, toda esa constelación de pajas mentales juveniles. Descubrí en la Encarta unas fotos fascinantes sobre la pesca del atún en Senegal, unas fotos tomadas, por lo visto, en el muelle de Dakar, en la que salían colgando de unas grúas grandiosas, unos atunes increíblemente grandes, cuyos lomos, plateados, brillaban a la luz del sol. Qué cosa fantástica. Mi mente quedó atrapada ahí durante un tiempo, quería ir a Dakar, quería conocer la costa atlántica africana, todo aquello me parecía un prodigio. Lo mejor de mi fantasía juvenil con el Dakar es que todo lo que tiene que ver con la mecánica, coches, motos, me produce absoluta indiferencia. Ni entiendo, ni quiero entender. Me aburre soberanamente. Yo sólo quería ver el Lago Rosa, ¿cómo era posible que en el mundo hubiera agua de color rosa, rosa chicle, rosa rosísima, y a todo el mundo aquella maravilla le pareciera normal? Sólo quería dormir de noche en el desierto, cruzarme con gente en turbante, jinetes de camellos que me contaran historias indescifrables al calor de una hoguera y que me dieran de beber leche de cabra por las mañanas. Ver amanecer en el confín del mundo, atravesar aldeas de chozas de adobe y chamizo a toda pastilla, escribir en un cuaderno cuatro garabatos. Yo sólo quería descubrir cómo de redondo era el mundo, pero ahora, en 2020, me conformo con que haya vermut en la despensa.