Dos hombres que sufren

El sábado pasado vi Los dos papas. Tenía muchas ganas, la esperaba con delectación. Me gustó mucho y me emocionó por momentos, algo quizá no demasiado importante puesto que la vi de resaca y la resaca suele dejarme en un estado muy emocional. No obstante he leído desde entonces muchos comentarios negativos acerca de la película. Casi todos inciden en que es poco menos que un panfleto bergogliano, propaganda netflixtera que contrapone un papa bueno, el papa guay, Francisco, a otro feo, malo, desagradable, Benedicto. Escribo esto porque a mí no me lo pareció en absoluto.

Es cierto que la película empieza enfrentando las dos imágenes preconcebidas, típicas y banales, que la opinión pública tiene de los dos pontífices: la primera media hora, el cónclave de 2005, Ratzinger presentado someramente como un Richelieu que desprecia al sencillo y humildísimo cardenal argentino, etc. En la puesta en escena se juega a las claras con todo eso, la historia se convierte en un antagonismo entre el aperturismo y el conservadurismo extremo, entre la pompa y la modestia, entre una sofisticada superestructura administrativa cerrada sobre sí misma y una especie de idea paleocristiana de regeneración. Pero yo soy partidario de no abandonar nunca un relato, sea un libro o una serie o una película, al primer capítulo. Y mucho menos, de hacerlo cuando en la pantalla hay dos monstruos que se la comen como Anthony Hopkins y Jonathan Pryce.

Es indiscutible que el hilo conductor de la película es Bergoglio, al final, Francisco. Pero descubrimos al hombre formidable que es Joseph Ratzinger, Benedicto, a través de sus ojos, al mismo tiempo narrativo que él. La película funciona así estupendamente como un tránsito desde el prejuicio a la comprensión, aunque es imposible más que esbozar la vastedad de su pensamiento y su infinitud como sabio en dos horas y media de cine comercial. El Benedicto que comienza murmurando, concitando la atención del colegio cardenalicio, mandando, disponiendo, moviendo los hilos y predisponiendo las fuerzas «aperturistas» de la Iglesia contra él, acaba siendo un anciano encorvado por el silencio de Dios. Eso es lo más potente que tiene Los dos papas, que no es, ni debe ser (ninguna película que se precie debe serlo, en mi opinión) un alegato contra nada: hay quien critica que se pase de refilón sobre temas como el de la pederastia de los curas en el mundo, y sería conveniente una película sobre ello.

Pero esta película no va de eso. Esta película va sobre dos hombres que un día fueron muchachos ordinarios y décadas después asumieron responsabilidades de carácter eterno, hombres de cuyas acciones responderán sus memorias mucho después de que la última fibra de sus cuerpos se haya convertido en polvo dentro de un ataúd.

Y el silentium Dei es lo más potente porque se toca aunque sea tangencialmente con la misma visión del hecho religioso que hace Scorsese precisamente en Silencio, su asombrosa película sobre las peripecias de dos jesuitas portugueses en el lúgubre Japón del siglo XVII. Aquí, con otro estilo completamente distinto, a veces Sorrentino -flashes de atrevimiento videoclipero, planos de belleza embelesada-, a veces documental callejero, se cuenta lo mismo: la singladura por la vida de dos hombres radicalmente diferentes a quienes une la fe en un Dios que parece haberlos abandonado. Esto se nos muestra especialmente con Benedicto, cuando ambos repasan sus vidas y el hombre que encarna la raigambre de este presente volátil y desmemoriado con el bagaje civilizatorio milenario de Europa pronuncia algo terrible: «siempre he sido un hombre solitario pero nunca como ahora me había sentido tan solo».

En la película también hay correazos para Bergoglio. La primera parte de su vida, hasta la llamada de Dios y su entrada en el seminario de los jesuitas, es recreada con dulzura. Esa terneza contrasta con los amargos episodios de la dictadura militar argentina y su explícita colaboración con los generales matarifes de la oposición izquierdista. Esto me parece importante porque de Ratzinger se subrayó siempre su vinculación adolescente con las Juventudes Hitlerianas y sin embargo, en una película donde supuestamente es caricaturizado, del que se exhiben los trapos sucios del pasado es del otro, del bueno. A partir de la primera hora, desde la primera conversación nocturna en Castelgandolfo, Benedicto se hace grande ante los ojos turbados del futuro Francisco, y se hace grande, justamente, en la contradicción y en el dolor: el erudito que dedicó su vida a armonizar lo irracional con lo racional sufre el peso sobre sus hombros gastados de un vacío nihilista, podríamos decir. Y esa cáscara germánica de aparente indiferencia ante su extravagante cardenal argentino se resquebraja por completo no gracias a la bonachonería y jovialidad chistosa de Bergoglio, sino ante algo muy fuerte y muy poderoso: la redención.

Y es que lo que nos revela el viaje al pasado de Jorge Bergoglio es que «el futuro de la Iglesia» no está en mostrar ante el mundo una cara joven y entusiasta, ni en viajar por todas partes, ni en llenar estadios; ni siquiera, bajando a lo doctrinal o teológico, en permitir el matrimonio de los sacerdotes, en que las mujeres puedan dar misa, en la invalidez del celibato ni, ¡tampoco!, en el criminal asunto de la pedofilia y su encubrimiento dentro de la Curia. El futuro de la Iglesia está en el regreso a uno de los pilares fundamentales de la prédica de Jesucristo, el perdón. Hará falta mucho perdón en el mundo que tenemos ad portas, les hará falta el perdón a punta pala no sólo a los hombres y a las mujeres que viven en la Iglesia sino a los hombres que administran el credo y a los que viven en la periferia de un mundo desquiciado que acusa por primera vez en la Historia un vacío terrorífico, un hueco cada vez más grande al que, como obispos de Roma, los papas que vengan tendrán que dar algún tipo de respuesta. Ratzinger parece haberse asomado a ese abismo y lo que ha visto lo petrifica. Es demasiado viejo. Bergoglio es un hombre que, al llegar a Castelgandolfo en 2013 citado de improviso por el papa Benedicto, se ha pasado media vida expiando unos pecados terribles que costaron vidas, amistades, prestigio, reputación e incluso le llevaron a cuestionarse su propia fe en Dios. Benedicto lo sabe puesto que, esta vez sí, confirmando el mito popular, es una eminencia gris y «conozco su expediente», como le dice a Bergoglio en la extraordinaria secuencia de la Capilla Sixtina.

Y por eso, porque lo conoce, sabe que está ante un hombre que ha descubierto en carne propia la lección del perdón. Por lo tanto, sabe que ahora puede, por fin, retirarse, llevando a cabo una excentricidad que su meticulosa sapiencia histórica le permite justificar: retirarse en vida y dejarle a él la cruz del papado.

La película tiene, además, la encantadora fascinación por San Francisco de Asís que remite directamente a Rosellini y aquella iglesia de Asís en blanco y en negro reconstruida por hombres pobres, torpes, simples, sucios y profundamente llenos de una gracia que les permitía transportar piedras enormes con manos frágiles. La sombra de esos hombres, de esos juglares de Dios que soportaban vejaciones, insultos, amenazas y palos, cuya túnica oscura era capaz de absorber toda la radiación maligna del mundo y dejarlos a ellos limpios, felices, con la mirada clara, sobrevuela constamente la película, iluminándola con una pátina de belleza.

La película deja abierta sutilmente otras cuestiones, divertidas quizá: si Benedicto utilizó o no por última vez su mano de Mazarino para arreglar el cónclave de 2013 y si, todavía, prácticamente en la última tarde de su vida, sigue creyendo en que es posible creer en Dios desde un conocimiento completo y racional de la vida humana en el Universo, o no. Pero esto es cine, claro. No teología. Es, como dice Jep Gambardella, sólo un truco.

 

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