Artículo publicado originalmente en The Citizen Mag en tres partes: 1, 2 y 3.
La mañana del 19 de diciembre de 1916 encontraron un bulto flotando entre el hielo del río Neva, bajo el puente del Gran Petrovsky de Petrogrado. Cuando lo izaron descubrieron que era el hombre más famoso de Rusia: con los brazos levantados en aparente gesto de lucha agónica y las rodillas medio encogidas, su cadáver congelado aparecía agujereado por las balas en el pecho, la espalda y la cabeza. Los ojos, entrecerrados, mostraban sin embargo un postrero indicio de resignación feroz. A primera vista su aspecto era el de quien ha sido arrojado todavía vivo al agua helada. Atado con cuerdas por los pies y semidesnudo, tumbado sobre un trineo, el cuerpo resolvía el misterio que agitaba la delirante Petrogrado del segundo año de la guerra mundial: tras dos días sin que se supiera nada de él, Rasputín, por fin, había aparecido. En cuanto se lo llevaron de allí, la gente se lanzó al río como loca para llevarse a su casa algo del agua que había visto morir al terrible hombre místico. Rusia entraba en una fase nueva y definitiva de su larga descomposición.
Así terminaba la vida de un personaje genuinamente ruso cuya naturaleza parecía el compendio genial de todas las extravagantes figuras humanas descritas por los grandes maestros de la literatura de aquel país. Su figura había acaparado la propaganda antizarista dentro y fuera del imperio ruso; caricaturizado como un satánico macho cabrío que gobernaba Rusia sodomizando a la zarina, toda la furia de los enemigos políticos de la autocracia se canalizaba a través de la mofa y escarnio de Rasputín, de su presencia y mano en palacio. Le faltaba poco para cumplir 47 años. El Neva vomitó su cadáver, que era el producto de lo que podría llamarse un golpe de mano palaciego peligrosamente próximo a un coup d´Etat; el crimen materializaba violentamente el enfrentamiento entre casi toda la corte petersburguesa, incluida gran parte de la propia familia Romanov, y la zarina Alejandra Fiodorovna. No en vano, a los asesinos de Rasputín había que buscarlos entre lo más selecto de la aristocracia rusa. Pero, ¿cómo era posible que un greñudo y cateto botarate venido de las profundidades del imperio concitara la atención de las más altas personalidades del Estado, hasta el punto de implicarlos en un complot contra la corona en un momento histórico, además, tan delicado, estando Rusia contra las cuerdas en el frente oriental de la peor guerra jamás vista en Europa? Porque eso era Rasputín: un sencillo y miserable campesino siberiano a cuya suerte no obstante los últimos zares de Rusia creyeron ligado, durante la última parte de sus vidas, el mismo destino de la autocracia: poco más de dos meses después del asesinato de Rasputín, Nicolás II abdicó en su hermano Miguel, quien a su vez rechazó la corona, terminándose formalmente tres siglos de reinado de los Romanov.
La respuesta está en su fabulosa, compleja vida, que vista desde lejos, cien años después de su muerte y del fin del imperio de los zares, parece creada ad hoc para el momento y el lugar en que le tocó vivirla.
El año en que Rasputín conoció a la familia imperial rusa ofrece mucha información, es determinante para empezar a comprender la magnitud de su fenómeno: 1905. Hay quien considera este año como la primera parte de la Revolución Rusa. Un alud de catástrofes se abatieron sobre el país y pusieron bailando sobre el abismo la corona del tímido y dubitativo zar Nicolás: primero, la enfermedad del zarévich recién nacido, que era hemofílico, lo que ensombrecía el futuro del único heredero varón; luego, la degeneración de la guerra contra Japón, que ya se había convertido en un trauma nacional; después, el Domingo Sangriento y sus consecuencias: las rebeliones en el campo, los motines en el ejército, las huelgas revolucionarias en las ciudades y la posterior, obligada e histórica concesión al parlamentarismo en la forma de la Duma. El desgaste de la institución sobre la que se sustentaba un Estado de tres siglos amenazaba con derrumbar todo el edificio. La situación excedía la aptitud de un hombre débil sometido a la voluntad de una zarina despreciada por todos, dentro y fuera de la corte. Los zares necesitaban ayuda inmaterial, ayuda de Dios. Pronto creyeron que Dios se la había enviado.
Nicolás y Alejandra eran dos personas profundamente religiosas y extraordinariamente místicas, fervorosos conocedores de la historia sagrada de Rusia. Hay que tener en cuenta, además, que una ola de superstición y de apocalipticismo rompió contra San Petersburgo en aquel tiempo, inundando los más altos círculos nobiliarios y de poder de extraños personajes y de extrañas prácticas espirituales que se mezclaban promiscuamente con el día a día de la gobernación del imperio. Estaban en boga cosas como el espiritismo y la teosofía, la creencia en la metempsícosis y cosas por el estilo, en franca armonía con lo que también sucedía en la Europa culta e ilustrada que volaba sin frenos a lomos del progreso industrial. La neurastenia, las crisis nerviosas y los remedios milagrosos estaban a la orden del día en las clases medias y altas de Viena, París o Londres. El mundo parecía refugiarse en los misterios insondables ante la inminencia de una catarsis que las tensiones geopolíticas llevaban décadas amagando. Este panorama, esta atmósfera apremiante y agobiante concordaba muy bien con el carácter de los zares, dos personas nerviosas y excitables según los testimonios cuya propia ceremonia de coronación estuvo marcada por una horrorosa carnicería: la muerte de más de mil trescientos de los asistentes al ágape popular, festivo, que tuvo lugar en el campo de Jodynka de Moscú tras el acto en el Kremlin. Los zares no interrumpieron las celebraciones a pesar de que durante días se estuvo contando a los muertos provocados por las avalanchas que la pésima organización y la nula seguridad del acto agravaron sin duda. Este primer baño de sangre pesó desde el principio sobre la temerosa conciencia de la pareja imperial con la fuerza de una premonición. Todo lo que les ocurrió a partir de entonces, así como el pasado personal de ambos príncipes, les condujo a una búsqueda incansable de algún tipo de mediación divina que orilló los márgenes de la fe ortodoxa, de la cual los zares eran desde el principio paladines, defensores y máximos representantes oficiales.
Edvard Radzinsky es un autor, dramaturgo y guionista ruso que en los años 90 tuvo acceso a una fuente documental única: el expediente con el resultado de los trabajos de investigación llevados a cabo desde marzo hasta octubre de 1917 por la Sección decimotercera de la Comisión Extraordinaria de Inspección para la Investigación de Actos Ilegales por parte de los Ministros y Otras Personas Responsables del Régimen Zarista, constituida por el Gobierno Provisional que se hizo cargo del gobierno en Rusia después de que Nicolás II abdicase. Esta Sección decimotercera tenía la misión literal de inspeccionar la actividad de las fuerzas oscuras, es decir, tratar de esclarecer el alcance de la influencia de Rasputín, al que envolvía una leyenda increíble y al que se llamaba incluso Anticristo enviado por Lucifer para destruir al zar y a Rusia. De ese expediente salió un libro en forma de biografía que indaga a fondo en una figura que ya ha pasado al imaginario colectivo de Occidente deformado como un demonio de muchas caras, con atributos sobrehumanos y de poder seductor irresistible: como sinónimo de eminencia gris que maneja los hilos del poder merced susurrando al oído del que manda.
En realidad, Rasputín fue el último de los magos, santones y estrambóticos chamanes que desfilaron por la corte de San Petersburgo intentando calmar esa ansiedad por lo trascendente que sentían los zares. El último y el más importante, por supuesto, ya que consiguió, al final de su vida, alcanzar la posición privilegiada de un valido, hasta el disparatado punto, pero cierto, de que aconsejaba, sugería y prácticamente ordenaba al mismísimo zar las acciones militares que le convenían a la estrategia de su ejército en el frente oriental, durante la Primera Guerra Mundial.
Radzinsky subraya en su libro el carácter de mártir de Nicolás II, su resignación ante los que para él eran designios de Dios: toda su vida como hombre, príncipe, padre y zar, estaba determinada por la voluntad divina. Nada podía hacerse sino aceptarla con la humildad de un Job, con quien se comparó según cita el autor un episodio descrito por el embajador de Francia en Rusia en 1914. Su mujer sin embargo estaba hecha de otra pasta. Desde el principio, con ánimo matriarcal, buscó protección esotérica contra la tragedia que no dejaba de presentir, con buen criterio, por cierto, aunque sin excesivo mérito: lea uno lo que lea sobre la Rusia del cambio de siglo y los años que antecedieron a la revolución, estaba muy extendida, además en todas las capas sociales, la idea más o menos vaga, pero perceptible, de que una gran sacudida se aproximaba inevitablemente. El pasado de los Romanov estaba lleno de sangre por todas partes y a su mismo abuelo lo despedazó la bomba de un terrorista en 1881: Nicolás había visto cómo el zar Alejandro II, el emancipador de los siervos, moría desangrado en una cama de palacio, con las piernas destrozadas por una bomba lanzada por un terrorista de la organización Voluntad del Pueblo. Cuando Rasputín accedió a palacio por primera vez en 1905, gracias a la mediación de las grandes duquesas Militsa y Anastasia de Montenegro (las célebres “princesas negras” que durante años acompañaron a la zarina en su acercamiento a la fe ortodoxa popular y a la espiritualidad mística desviada de la doctrina oficial), otros como él habían sido ya “amigos” de los zares. Dice Radzinsky que “las entonces inseparables amigas de Alejandra, las princesas montenegrinas, nacidas en un país pobre donde la aristocracia estaba mucho más cercana a la gente común, aportaron a palacio que la verdad, los milagros y la fuerza están ocultos en el pueblo llano, en la gente común”. La idea del zar como el gran padre y benefactor de todos los campesinos de Rusia, que los gobierna con prudencia y rectitud sobre las turbias injerencias de nobles, funcionarios y las élites burguesas de las ciudades, estaba muy arraigada en la psique popular; para Nicolás y para Alejandra, en constante búsqueda de pureza espiritual y asediados por los sibilinos intereses enfrentados de los odiosos cortesanos, tuvo que resultar muy evocadora la esperanza de entrar en contacto con la honestidad religiosa de los rusos sencillos mediante el trato con uno de los más acabados tipos de rusos del pueblo llano. Desfilaron una serie de santones por Tsarkoie Seló, con mayor o menor fortuna tras encuentros cuidadosamente preparados con los zares hasta que, por fin, llegó Rasputín.
Rasputín aterrizó en un lugar que estaba preparado para él y supo aprovechar su momento porque a pesar de ser un analfabeto, era un tipo muy listo, perspicaz, astuto y, sobre todo, poseía un don para la persuasión en el trato directo que, encarnado en sus ojos, descritos como demoníacos, exprimió a fondo desde que llegó por primera vez a San Petersburgo en 1903. Sus ojos, pero sobre todo su estilo de vida, escandalizó y sedujo a la corte a partes iguales; generó una leyenda en torno a su figura, de fornicador insaciable y borracho depravado, hasta el punto de que todavía hoy resulta imposible distinguir cuánto de su propia naturaleza y cuánto de conducta vinculada a los residuos del paganismo que pervivían en su Siberia natal había en su oscura personalidad.
Cuando Rasputín llegó a la capital imperial, ya era un jlist. Los jlisti eran miembros de la herejía más famosa de Rusia, una herejía relacionada con la cristianización misma de los vastos espacios siberianos y con la Historia cismática de la iglesia ortodoxa rusa. Había nacido en Pokróvskoie, provincia de Tobol y óblast de Tiumén: una “pequeña colonia situada en plena llanura siberiana a orillas del río Tura, cerca de una inmensa carretera; donde recorriendo cientos de verstas, los cocheros conducían sus diligencias siguiendo el curso del Tura desde Verjoturie, la ciudad de los montes Urales”. Como nota curiosa que redondea el tétrico ambiente de aquella época, los zares pasaron por delante de su casa cuando los bolcheviques los llevaban camino de la muerte en 1918. Fue el único hijo del matrimonio entre los campesinos Efim Yakovlevich Rasputín y la campesina Anna Vasilievna que sobrevivió más allá de la primera infancia. Aunque ha pasado a la Historia por el apodo cariñoso con el que se dirigía a él la zarina, “starets”, la palabra con la que en Rusia se conocía a los ancianos venerables con autoridad religiosa por su condición de anacoretas o por poseer un don que los hacía especiales e imprescindibles en la intercesión con lo divino, Rasputín era un año más joven que Nicolás II. Hacía todo lo posible por aparentar más años de los que tenía y siempre arrojó una sombra de confusión sobre su pasado. Pero no sólo eso lo incomodó en cuanto nació la familiaridad con los zares: también la etimología de su apellido suponía un inconveniente, puesto que Rasputín deriva de la palabra rusa “rasputa”, que significa “persona inmoral, que no sirve para nada, persona disoluta, depravada”. Esto encajaba maravillosamente con la imagen que el mundo tenía de Rasputín, por eso muy pronto pasó a ser, en la correspondencia entre Nicolás y Alejandra, “Nuestro Amigo” o “El Amigo”. También resultó común en esa correspondencia privada entre los zares el apelativo de “Nuestro Segundo Amigo” para distinguirlo de un “Primer Amigo” cuya presencia en la corte entre 1901 y 1904 allanó el camino, en el ánimo de los monarcas, para la posterior llegada de Rasputín: un extraño curandero francés, Philippe Nizier-Vachod, llamado familiarmente en la corte monsieur Philippe. Este hombre se convirtió en un apoyo imprescindible para Nicolás y Alejandra en el tiempo en el que ambos buscaban con desesperación piadosa que Alejandra concibiera un último hijo, el tan deseado varón. A su muerte, Philippe, al parecer, profetizó que regresaría encarnado en otra persona: Rasputín, por tanto, cazó al vuelo con su astucia innata las hondas implicaciones que palpitaban en el ánimo de los monarcas en sus primeras apariciones en palacio. La intimidad entre Rasputín y los zares, por supuesto, selló el aislamiento de la pareja imperial no ya del inmenso pueblo ruso y de sus élites intelectuales, políticas y urbanas, sino algo todavía más peligroso, de sus propios círculos familiares y aristocráticos. Este aislamiento resultó letal en febrero de 1917.
Rasputín fue un joven “flaco y poco atractivo” según Radzinsky, afanoso hurón de archivos documentales. Sin embargo, de muchacho Rasputín ya triunfaba con las mujeres aunque eso no le suponía problema alguno para alternar con prostitutas sin esconderse demasiado, según los testimonios de los campesinos de su aldea consultados por los investigadores del Gobierno Provisional. Por lo visto, su carácter era bastante pendenciero y libertino. Le gustaba emborracharse salvajemente, pegarse con otros campesinos en las tabernas y recibir terribles palizas. Según cuenta Radzinsky la gente que lo conoció en aquella época atestigua que “una inmensa fuerza animal pesaba sobre él como una fatigosa carga”: su padre lo mandaba a la capital del óblast por grano y heno, y al cabo del tiempo regresaba a pie, molido, sin dinero, sin mercancía y sin caballos. Echaba mano de esto y de aquello, iba de acá para allá, como un errante. Tal era su estilo de vida, no demasiado extraordinario para un campesino ruso de aquel tiempo. Lo que lo hacía diferente es una especie de ensoñación que le llevaba a comentar cosas extrañas para la gente sencilla que lo rodeaba; preocupaciones de tipo espiritual, un ensimismamiento poco habitual para un campesino como él que le valió el apodo en la aldea de “Grishka el Loco”. No obstante, eso debía ser en sus ratos de sobriedad. Llegó un punto en el que tuvo que robar para pagarse la bebida. Aquí fue cuando un día, tras robar unos caballos a un vecino (su padre también había tenido fama, en su juventud, de ladrón de ganado) lo atraparon y se liaron a estacazos con él, hasta el punto de que, al parecer, experimentó por fin lo que más tarde él mismo describió “el gozo de la humillación y el sufrimiento”.
Rasputín contaba entonces 28 años y seguía soltero, algo fuera de lo común en el medio al que pertenecía. Se casó poco después con Praskovia Fiódorovna, dos años mayor, una “trabajadora infatigable y esposa ejemplar” según Radzinsky. Con ella tuvo cinco hijos, tres mujeres y dos hombres. Hasta entonces, según sus propias palabras, vivió “en el mundo, amando lo que había en el mundo”. Desde ese momento y tal y como escribió el instructor de la citada Comisión Extraordinaria, “una experiencia profunda cambió por completo su psique y le hizo volver la mirada a Cristo”. Empezó a peregrinar. ¿A causa de la paliza? Radetzsky menciona que, entre los variados trabajos que Rasputín desempeñó antes de casarse, fue cochero. Por lo visto, un día llevó a Tiumén a Melety Zborovsky, un seminarista que luego llegó a ser rector del Seminario de Teología en Tomsk. Con él, según parece, habló largo y tendido de Dios, de un modo tan vivo que debió cuajar en Rasputín la noción del Dios misericordioso que espera paciente al pecador hasta el final. Esto debió ocurrir en un tiempo próximo al episodio del robo de los caballos y de la terrible paliza. Fuera esto u otra cosa la causa de su transformación, Rasputín abandonó esporádicamente su nuevo hogar conyugal y llevó a cabo diversos “vagabundeos espirituales” entre los cuales regresaba a Pokróvskoie, cultivaba el lote de tierra familiar, tenía hijos con su mujer y demostraba a los ojos de sus desconfiados vecinos ser un hombre nuevo.
Desde luego, después de cumplir 30 años Rasputín había evolucionado hacia otra cosa. Ya nunca más iba a ser un simple campesino vicioso, holgazán, marrullero y libinidoso. Ahora su modo de vida iba a encontrar unas vestiduras sagradas, una leyenda.
Entre ese punto de su vida y su llegada a San Petersburgo en 1903, Rasputín entró en contacto con una espiritualidad mística aprendiendo, además, a su manera, los rudimentos de la ortodoxia religiosa de la fe oficial. Fue una especie de autodidacta, desde luego nunca, ni siquiera en sus años de esplendor cortesano, perteneció de forma oficial a ningún estamento clerical y desde luego jamás fue ordenado sacerdote ni nada que se le pareciera. Peregrinó hacia los principales monasterios de la Rusia siberiana, empezó a tener visiones y a sentir cómo la divinidad se depositaba dentro de él. Dejó de beber y de fumar y se abstuvo de comer carne: esto último lo mantuvo hasta su muerte, a pesar de que era un glotón con los dulces y de que sus cogorzas en la corte adquirieron magnitud de leyenda. Parece que su devoción se derramó especialmente sobre San Simeón de Verjoturie, un santo del siglo XVII que vivió como un anacoreta en aquella región y que estaba enterrado en el monasterio Nikolaev de Verjoturie, un histórico centro religioso de peregrinación fundado por los zares ruríkidas (la dinastía que precedió a los Romanov) en el siglo XVI. En este monasterio, según su propia confesión, encontró la paz espiritual: San Simeón, parece, “le curó el insomnio”. Las reliquias de este santo tenían fama de poseer propiedades curativas y fue aquí donde empezó a correrse la voz por toda Siberia de que el campesino Gregori podía sanar y profetizar. Volvió muchas veces a lo largo de su vida a este monasterio, primero desde su aldea y más tarde, desde la capital del imperio. Allí empezó también a concitar el interés de las mujeres piadosas, que se acercaban a él atraídas por el halo místico que ya lo envolvía. Su vida estuvo ligada desde entonces a este santo Simeón, incluso en la muerte. Uno de sus primeros regalos a la zarina fue un icono de Simeón de Verjoturie, cuyas reliquias, en 1918, fueron destruidas por los bolcheviques.
De sus visitas a aquellos monasterios también se trajo un hondo conocimiento de la condición humana, pues comió, durmió, rezó y trabó amistad con infinidad de fenotipos humanos distintos. También se trajo consigo lo que Radzkinsky llama “un sentido de la catástrofe que se cernía sobre los Romanov” puesto que, además de aprender las historias de los Evangelios también escuchó multitud de profecías, antiguas y nuevas, que se intercambiaban en estos lugares de culto como mercancía entre los caminantes que cruzaban el imperio ruso en todas las direcciones. Todo eso lo fue sin duda acumulando en las alforjas de las que más adelante, ante los personajes más poderosos de Rusia, metería la mano para representar el papel de su vida.
Rasputín se convirtió en un “demente santo”, una figura pintoresca de raigambre profunda en la psique rusa pues existieron desde la Edad Media personajes que erraban mendigando a lo largo de miles de verstas, viviendo de la caridad, a menudo desnudos y como idos, murmurando plegarias apenas comprensibles: tipos a los que la sociedad tomaba por idiotas pero que en realidad se entregaban a una vida de privaciones, injuria y castigo físico como forma de expiar sus pecados anteriores y ganarse la santidad a través de la emulación del calvario de Cristo. Por ello, además de vilipendiados, también eran con frecuencia venerados y en todo caso, respetados siempre, pues causaban impresión a su paso por las aldeas y se los creía a menudo seres con dotes providenciales, capaces de hablar con Dios pero también con el Diablo. Aunque en aquellos años las figuras de los dementes santos no eran corrientes, su recuerdo perduraba, acaso en la literatura y en la transmisión oral entre los campesinos.
Rusia, en su proceso de expansión desde el oeste hacia el este por los Urales a partir del siglo X, había llevado la fe cristiana a las inmensidades siberianas llenas de bosques inabarcables, a la tundra y a la estepa. En ese territorio infinito la doctrina se había mezclado con los ídolos precristianos configurando una fe popular prácticamente alternativa a la promulgada por la Iglesia oficial. Esta fe mestiza atribuyó a la simbología pagana milenaria (plagada de genios tutelares, de númenes y de espíritus protectores, benefactores y también malignos, así como de ritos misteriosos emparentados con el orfismo griego, por ejemplo, o con los ritos druídicos) los poderes y las características de las nuevas enseñanzas cristianas. Aquellos residuos paganos perduraron en el tiempo alimentándose además de cismas como el que tuvo lugar en el siglo XVII, cuando entre el zar Alejo y su hijo Pedro, el legendario Pedro el Grande, reformaron la iglesia ortodoxa sujetándola al poder terrenal del zar y aboliendo la institución del Patriarcado. Todos los disidentes y los que se resistieron a las transformaciones políticas y doctrinales de la iglesia oficial encontraron refugio en las comunidades siberianas en las que, a menudo conviviendo junto a los grandes monasterios y santuarios, proseguían su actividad herética manifestaciones alternativas del cristianismo muy antiguas que estaban llenas hasta la médula de ritos y liturgias paganas. Eran verdaderos cenáculos impregnados de una tenebrosa santidad donde solían venerarse reliquias como las de San Simeón, iconos y se leían en voz alta las sagradas escrituras; eran claustros lo doctrinalmente permitido se confundía muchas veces con lo proscrito sin que se supiera establecer bien el límite, todo sahumado con la vaporosa sensualidad de la religiosidad rusa. En una de estas manifestaciones heréticas, la de los jlisti, pareció encontrar Rasputín las respuestas a las preguntas que había llevado siempre dentro de sí.
Resumiendo mucho, los jlisti eran una hermandad de flagelantes, una secta, cuya tradición al parecer se remontaba quinientos años atrás. Eran una suerte de gnósticos que confiaban en llegar al verdadero conocimiento de Dios por sus propias experiencias, a través de un aprendizaje que incluía el sufrimiento físico y moral tanto como el “regocijo”. Todo esto es fundamental para entender la figura de Rasputín y su influencia sobre los zares, especialmente sobre la zarina. Lo que los hacía famosos era su creencia radical en el arrepentimiento a través del pecado, una práctica de inconfundible aroma pagano: se entregaban al delirio sexual como forma de exorcizar tanto a hombres como a mujeres en encuentros lascivos ambiguos que darían fama mundial a Rasputín, siendo inicio de toda una rumorología que trascendió a la propaganda política y a la literatura de pastiche. Los jilisti se organizaban en comunidades clandestinas en torno a un “Cristo” o “Virgen”, siempre considerado “anfitrión” que guiaba espiritualmente a los adeptos y que establecía con ellos vínculos muy fuertes puesto que de él emanaba la liberación místico-erótica de todos, lo cual era la razón de ser de la secta. Rasputín llegó, parece evidente, a alcanzar esta categoría al final de su vida. Después de cada “liberación”, que podía darse en orgías grupales o en “confesiones” privadas (de este modo se estableció Rasputín en San Petersburgo, ganando fama por toda la ciudad), el liberador y el liberado, con frecuencia liberada, seguían, según el grado de afinidad entre ellos, unidos en una actividad de proselitismo que terminaría, en el caso de Rasputín, con la creación de un asombroso círculo en torno a su desgreñada figura compuesto casi en su totalidad por muchas de las más distinguidas damas de la alta sociedad petersburguesa.
Los jlisti también tenían fama de sanadores mágicos pues se sospecha que de algún modo conocían hierbas y componentes químicos extraídos de la naturaleza con los que elaboraban fórmulas que les valían ese aura de terapeutas milagreros. Fue, con toda probabilidad, con esto con lo que Rasputín se hizo un sitio en el palacio imperial pues su presencia, queda demostrado por infinidad de testimonios, parecía obrar una increíble paz y bienestar sobre la salud del enfermizo zarévich hemofílico. También parece fuera de toda duda la fidelidad, espiritual y carnal, de Alejandra a Nicolás, tema central de las diversas campañas de descrédito, infamantes, con que los enemigos de la autocracia cebaron su propaganda especialmente a partir de 1914. No hay pruebas sólidas de que la zarina estuviera involucrada en ningún “exorcismo” jlist, ni con Rasputín ni con nadie más: la fascinación que a Alejandra le provocaba Rasputín, con seguridad, era de un tipo emocional, por un lado, y místico-religioso, por otro. No hay que olvidar que, con el paso de los años, el aislamiento de los zares respecto a la vida cortesana en San Petersburgo redujo mucho las personas con las que los monarcas podían desahogarse con familiaridad.
El ciclo exorcizador de los jlisti se completaba con una fase imprescindible de arrepentimiento y contrición que seguía siempre a los excesos de todo tipo. Las ceremonias en grupo que degeneraban en bacanales previa danza frenética, supuestamente acompañadas de un desenfreno también etílico, por supuesto se producían lejos de la mirada del público, en secreto: pocos no iniciados podían acercarse a este tipo de rituales puesto que la herejía estaba condenada oficialmente. Al propio Rasputín se le acusó, estando ya bien establecido en la corte, de una serie de conductas inapropiadas en algunas de estas capillas, conocidas como “arcas”, e incluso de violar a una mujer, hecho no resuelto del todo que debió tener lugar antes de 1903 en una capilla jlisti que había montado en su propia casa de Pokróvskoie. Gracias a la mano del zar, todas estas acusaciones de abusos y herejía quedaron enterradas convenientemente, a pesar del empeño de los enemigos de Rasputín por desacreditarlo ante los emperadores. Aunque el principal motivo de preocupación para Nicolás desde el día de la coronación fue proteger la corona y el legado de los siglos que pesaba sobre sus hombros, para entregárselo inmaculado a su hijo en el futuro, siempre hizo oídos sordos a la principal acusación de entre todas las que señalaban a Rasputín: la de que estaba destruyendo desde dentro la institución de la monarquía. Lo cierto es que aunque Rasputín no fuera consciente de ello ni trabajara para lograrlo, en toda Rusia, de arriba hacia abajo, se completó la trágica pérdida de respeto por los zares y por la corona, en gran medida por culpa de la insinuación permanente de que era él, y no los antaño venerables padrecitos del pueblo ruso, los que manejaban el timón del imperio.
A efectos prácticos, Rasputín operaba como una carcoma sobre las vigas de madera de la autocracia rusa: frente a su impenetrable figura se congregaron grandes duques militaristas ultraconservadores enfadados, cuadros paramilitares de extrema derecha, políticos e intelectuales liberales, facciones enfrentadas de la dinastía Romanov, la Iglesia oficial, los grupos más progresistas de la Iglesia (sus antiguos protectores), princesas despechadas y socialdemócratas revolucionarios. Sólo los bolcheviques advirtieron su potencial como dinamita del régimen.
Radzinsky confirma que casi todas las “fábulas” en torno a Rasputín y su extraña relación con los zares “procedían de las cortes de los otros grandes duques, molestos por el trato de favor que demostraba Nicky hacia sus primos Pedro y Nikolai Nikoláievich”, los grandes duques esposos de las princesas montenegrinas que lo introdujeron en palacio. Parece que todo su periplo antes de llegar a San Petersburgo le había avejentado el rostro pero aportado, a cambio, “un conocimiento infalible de las personas” como decía antes. Rasputín tenía dos formidables habilidades que marcaron su paso por la corte: su capacidad para ir por libre terminaba irritando incluso a sus propios padrinos, que siempre eran personajes de mayor o menor fortuna cuyo interés en promocionarlo escondía un poco disimulado afán de intercesión ante los zares. Rasputín se daba cuenta en seguida y se aprovechaba al máximo de ellos, hasta que dejaban de interesarles, lo cual no dejó de crearle enemigos en San Petersburgo hasta el final pues es sabido que hay poca gente peor que la interesada que ve frustrada su ambición por la indiferencia del adulado.
La segunda gran habilidad de Rasputín era una increíble fortaleza física, un dominio absoluto sobre su embriaguez: desde 1905 las llamadas de palacio podían sucederse a cualquier hora, y generalmente Rasputín, sobre todo en los últimos años, estaba borracho desde por la mañana. Como por arte de magia, Rasputín se despejaba en lo que tardaba en llegar a palacio, de modo que siempre, siempre, se presentaba ante los zares perfectamente sobrio. Este era uno de los motivos por los que Nicolás y Alejandra desconfiaban abiertamente de todos los informes negativos sobre su extraño consejero que les llegaban desde las más diversas instancias. Esto lo confirman, en el libro de Radzinsky, las numerosas notas recogidas en el expediente de la Comisión de los policías encargados de vigilarle por toda la ciudad: Rasputín, puesto bajo vigilancia por todos los primeros ministros y responsables de seguridad de los gabinetes imperiales, no daba un paso sin que los hombres encargados de ejecutar la política del zar lo supieran. Ninguno pudo con él, a pesar de encontrarse de frente con alguno de los más temibles hombres de Estado de la Rusia zarista.
Rasputín apareció por San Petersburgo en 1903 “con botas gastadas, abrigo de indigente, barba enmarañada y el pelo peinado como el de un camarero de hostal”, tal y como lo describió un monje de la abadía de Alejandro Nevski. Allí fue Rasputín con la idea de conocer al obispo Sergio Feofán, rector del Seminario de Teología. Venía recomendado por un archimandrita de Kazán y se alojó durante un tiempo en la abadía. Sus protectores pertenecían a una de las facciones más, digamos, progresistas, abiertas al cambio, de la jerarquía eclesiástica rusa del momento: era gente que mantenía discusiones de calado teológico y político con algunos intelectuales de Moscú y San Petersburgo, por ejemplo. Ya lo avalaba su fama de curandero y de profeta, y encandiló muy pronto a la alta sociedad en un momento crítico para Rusia puesto que las noticias que llegaban de la guerra contra los japoneses, al otro lado del imperio, eran cada vez peores: a través de Feofán conoció a las princesas montenegrinas, a las grandes duquesas. Éstas le franquearon con toda probabilidad el paso a palacio. Después de dos años en la capital, tenía una fama muy extendida de ser un “hombre de Dios” cuya conversación cautivaba precisamente por lo parca y misteriosa que la convertía con sus silencios, sus miradas, sus hipnóticos ojos y su comportamiento impredecible.
“Rasputín es la encarnación del diablo y llegará el día en que Dios le castigue a él y a aquellos que le protegen”. Esto lo escribió el mismo Sergio Feofán ocho años después, en 1913. También las grandes duquesas montenegrinas, las princesas negras, renegaron de él y se separaron de la zarina. El círculo de máxima intimidad en Tsarkoie Seló se redujo notablemente con el paso del tiempo. Rasputín resultaba a esas alturas imprescindible para la zarina, quien creía a ciegas en que era un escudo que protegía a su marido, a sus hijos y a ella misma, de los males que en número cada vez mayor, los acechaban. Esta es la razón por la que Alejandra lo defendió como una leona contra todos, incluso contra su propia hermana, de la que también se distanció con el tiempo a causa del “hombre de Dios”. Nicolás lo toleraba aunque su naturaleza era mucho más voluble que la de su mujer: ella misma lo sabía y siempre se lamentó amargamente por no haber estado presente cuando los generales forzaron a Nicolás a abdicar en el tren blindado que lo traía a Petrogrado en 1917. Ella sabía que a Nicolás le afectaba la opinión de su familia, la opinión de los ministros, la opinión, incluso, de los periódicos. A Alejandra todo aquello le daba lo mismo, desdeñaba las acusaciones de depravación y lascivia que caían sobre Rasputín por todas partes porque según parece entendía su condición de “demencia santa”. Escribe Radzkinsky que “el concepto de demencia santa era una explicación de los peculiares actos de Rasputín. El conocimiento y familiaridad de los zares respecto a este concepto les permitía desechar las acusaciones de depravación”. Estas acusaciones terminaron siendo algo más que fabulaciones de la corte: al despacho de Nicolás llegaron puntualmente los informes de la policía con una detallada descripción de los vagabundeos de Rasputín por los prostíbulos de San Petersburgo y de sus escándalos, borracho perdido, en famosos locales de la ciudad. Hubo momentos en los que parecía que buscaba a las prostitutas de manera compulsiva, como si algo lo atormentara y hubiera de expiarlo con la humillación constante. Pero el efecto que estos informes producían en la pareja imperial era justamente el contrario del que buscaban los instigadores: Nicolás, con su imperturbable amabilidad, los despedía a todos sin comprometerse a nada, para acto seguido informar a la zarina de las nuevas acusaciones. A Rasputín no le hacía falta persuadir a los zares de su supuesta inocencia puesto que era Alejandra, principalmente, la primera que ponía la cruz con furia sobre cualquiera que osara deslizar en su presencia una sombra sobre la reputación del tan querido consejero.
En el último lustro de su vida, Rasputín hizo muchísimo dinero, cantidades ingentes de rublos y regalos fastuosos entraban sin parar en sus distintos domicilios. Luego, tras su muerte, se comprobó que no quedaba nada: tal y como lo cogía, gastaba el dinero en fiestas, alcohol, prostitutas, o directamente lo regalaba a manos llenas, sin un criterio fijo. A su alrededor se constituyó un auténtico gabinete, tenía hasta secretaria y una agenda. Lo cercaban los pedigüeños, particularmente las pedigüeñas. En su “consulta” se agolpaban decenas de mujeres, no todas ricas, que querían a toda costa experimentar el impúdico “regocijo” espiritual del que se hablaba en todas partes y que Rasputín, al parecer, terminó llevando a cabo asiduamente en una estancia íntima separada del salón en el que cada día se reunía su impresionante gineceo. Pero no todas eran experiencias sexuales, incluso al final de su vida, probablemente exhausto y embotado por el alcohol y el sentido del fin que él veía por todas partes, repudiaba a todas aquellas mujeres que se ofrecían a él al primer encuentro. Rasputín parecía buscar el dolor, el propio y el ajeno. Los periodistas, a esas alturas, lo asediaban tanto como los policías y los admiradores. Se acercaba a él toda clase de gente. Regresaba de cuando en cuando a su pueblo natal, en escapadas de las que lo sacaba cada vez con más insistencia Alejandra, que no podía vivir sin él. En el verano de 1914, en uno estos viajes a Pokróvskoie, una mujer lo acuchilló en la barriga. El momento era muy especial: Rusia estaba a punto de declararle la guerra a Austria y a Alemania y de salir en ayuda de Serbia. Rasputín, desde su llegada a la corte, se había opuesto radicalmente a la guerra que desde 1904 se barruntaba en Europa. Hay quien ha sugerido recientemente que su mismo asesinato fue una operación encubierta de los servicios secretos británicos para alejar cualquier posibilidad de que Rasputín convenciera al zar de sacar a Rusia de la guerra.
En todo caso, parece que desde 1914 la sensación de que sus enemigos, cada vez más y mejor organizados, iban a matarlo, cundió con gravedad en su ánimo. Parecía intuir los complots porque estaba familiarizado con ese inconfundible olor de la intriga y la muerte. No en vano, en el libro de Radzinsky se sugiere que Rasputín pudo estar involucrado en el asesinato de Stolypin, el gran primer ministro ruso entre 1906 y 1911, implacable con el terrorismo revolucionario desde su puesto también como ministro de Interior (en la Rusia de Nicolás II, ambos cargos iban de la mano, de modo que la destitución del cargo de responsable de la policía era el prólogo de la destitución al mando del gabinete) y su adversario en la corte. Hay quien cree que Stolypin fue la última oportunidad real que tuvo el zar para salvar su corona y su imperio. Su choque personal con Rasputín fue inevitable puesto que la personalidad del estadista se inclinaba hacia una modernización del país despejando los salones de palacio de toda suerte de magos y curanderos, de los que entonces Rasputín era el máximo exponente. Ni se fiaban ni se tragaban el uno al otro, y Stolypin insistió a menudo ante el zar en la necesidad de desterrarlo de San Petersburgo, o incluso de quitarlo de en medio. Eso lo hacía odioso a los ojos de la misma emperatriz e incluso a los de Nicolás, que sin embargo dependía de la fuerza, sagacidad e inteligencia del primer ministro: los eficaces resultados de sus políticas en el período más crítico de la monarquía, después de 1905 y el establecimiento de la Duma, ataban su destino al de Nicolás. Rasputín lo derrotó y en el expediente de la Comisión se cita un extraño viaje a Nizhni Nóvgorod diez días antes del asesinato en Kiev de Stolypin que sugiere que Rasputín conocía la, por fin, firme determinación de Nicolás de dejar caer a Stolypin y relevarlo al frente del gobierno. La muerte del gran hombre en la ópera de Kiev elevó a Rasputín a una misteriosa posición de profeta. Comenzó a dar miedo al ejército de intrigantes que medraba a los costados de palacio. Se hizo todavía más oscuro, más poderoso, y más impredecible.
A lo largo de los días inmediatamente siguientes al hallazgo del cadáver de Rasputín, el gran duque Nicolás Mijáilovich, que a la sazón acababa de ser desterrado de Petrogrado por su pertinaz oposición a la zarina, escribía en su diario:
“todo lo que han hecho los asesinos de Rasputín ha sido sin lugar a dudas colocar paños calientes, pues hay que poner fin a Alejandra Fiódorovna y a Protopópov (el primer ministro del momento) sin falta. Así que ya ves, otra vez me asaltan ideas de asesinato, todavía vagas, pero lógicamente necesarias…”
En aquel momento toda Petrogrado conocía y (celebraba) quién estaba detrás de los asesinos del misterioso hombre de Dios; hasta el zar, quien había vuelto del frente sólo para hacerse cargo momentáneamente de la situación. Pero escribe Radzinsky:
“En las mentes más influyentes fermentaban pensamientos acerca de una nueva conspiración, de un nuevo derramamiento de sangre.»
No sin motivo fue exiliado Nicolás Mijáilovich justo antes del inicio del nuevo año. En su viaje hacia el exilio el gran duque se encontró en el tren, y seguramente no por casualidad, a dos prominentes miembros de la oposición de la Duma, el monárquico Shulgin (que más tarde aceptaría la dimisión de Nicolás) y el fabricante Tereschenko (que acabaría siendo ministro del Gobierno Provisional después de la revolución de febrero). Nicolás Mijáilovich escribió:
«Tereschenko está seguro de que dentro de un mes todo se desmoronará y entonces regresaré del exilio. ¡Dios quiera que así sea! Pero qué perversidad anidaba en aquellos dos hombres. ¡Ambos hablaban al unísono de la posibilidad de un regicidio! Qué tiempos estamos viviendo, qué maldición se cierne sobre Rusia”.
Tal era la atmósfera que reinaba en Petrogrado a dos meses del fin de la monarquía. ¿Cómo se había llegado hasta aquí? La respuesta hay que ir a buscarla a 1915. Antes incluso de que el zar decidiera asumir personalmente el mando del ejército como comandante en jefe, la zarina se había convertido, de facto, en la primera ministra de Rusia. Desde esa fecha y hasta el final, Alejandra gobernó, con la firma de su marido, mediante hombres que ocupaban el gabinete imperial previa aprobación personal de la emperatriz. Se conformó lo que luego se conocería como “el gabinete de tres” o “el gabinete de Tsarkoie Seló” porque detrás de Alejandra estaba, naturalmente, Rasputín.
Durante los diez años que Rasputín llevaba junto a la familia imperial el sagacísimo campesino había descubierto las debilidades de la emperatriz, sus puntos flacos. Era capaz de intuir, con un rato de conversación, no sólo su estado de ánimo sino también sus inquietudes más vivas y el fondo de su corazón. Y era capaz de algo todavía mejor: la consolaba, le otorgaba la paz espiritual. Para una mujer atormentada que padecía constantemente de afecciones nerviosas, Rasputín era agua caída del cielo. Agua bendita. Para Nicolás, por supuesto, también, pues si algo diferenció a Nicolás de prácticamente todos los zares que lo precedieron fue su sincero, profundo y leal amor por su mujer, un amor que lo apartó siempre de las infidelidades y desvaríos extraconyugales tan propios en su dinastía. El zar respetaba y admiraba a aquel santón en gran medida por el efecto narcótico que producía en su esposa. Dice Radzinsky que en 1915 «gradualmente se había ido produciendo una metamorfosis. De ser un adivino de sus deseos, un personaje convencional en sus cartas a través del cual suplicaba a su marido, Rasputín se había ido convirtiendo imperceptiblemente en un verdadero consejero. El vidente que la mente de Alejandra había fabricado adquiría consistencia real. El campesino empezaba a ser autónomo. Había comenzado a dictar sus propios pensamientos a la zarina. Su mente campesina tomaba decisiones que se derivaban de su concepto populista favorito: Vivir según la propia conciencia, una idea cuya simplicidad de realización era para ella una fuente de deliciosas sorpresas”. Rasputín empezó a sugerir a los zares la toma de decisiones económicas como, por ejemplo, la nacionalización de las fábricas para la producción masiva de obuses y munición, «medidas que recuerdan al imperio bolchevique de los tiempos de Stalin, que durante la Segunda Guerra Mundial convirtió, con mano de hierro, todas las fábricas para suplir las necesidades del frente”. Tras una década de compañía espiritual, de chamanerías con el pretexto de la salud del zarévich, Rasputín empezaba a comportarse como un valido. La cosa iría a más porque, sencillamente, y a instancias de la zarina, el zar tomaba en consideración casi todos los consejos de “Nuestro Amigo”.
Un mísero ganapán salido de la nada, analfabeto, sucio, mugriento y lascivo, famoso por sus correrías nocturnas, por su alcoholismo y por su potencia sexual sobrenatural, había conseguido separar al zar del resto del mundo. ¡Y encima, semejante depravado era el preferido de la zarina! Esto era intolerable para la alta sociedad y produjo una tensión notable no sólo entre los círculos nobiliarios de la corte, frustrados ante la evidencia de que no podían acceder, ni influir, en la dirección política de la guerra, sino en las embajadas de los aliados de Rusia en la guerra. Franceses y británicos sospechaban que Rasputín era un espía del Káiser. En todo caso temían que su postura contraria a la movilización rusa en 1914, bien conocida, hubiera mutado ahora en un intento de socavar el esfuerzo bélico del imperio ruso persuadiendo a los zares de una paz con Alemania, teniendo en cuenta sobre todo el origen alemán de la zarina. No sabían que esto no era posible pues la pareja imperial estaba convencida de que sólo llevando a Rusia hacia la victoria en la guerra mundial ellos mismos y el futuro de sus hijos, estaría garantizado: Nicolás era vagamente consciente de que se jugaba la camisa en aquel momento, pero no sabía que ya planeaba en caída libre sobre el abismo. Alejandra por su parte había volado todos los puentes con Alemania, se había rusificado a marchas forzadas, hacía lo posible por mejorar su imagen pública y por despojarse de su condición de sospechosa extranjera. En lo que tenían razón los aliados de Rusia era en controlar a Rasputín: en sus borracheras y juergas cantaba la Traviata sin percatarse de que desvelaba asuntos muy graves que comprometían la seguridad de las tropas rusas en el frente. Su escandaloso comportamiento en uno de los restaurantes más famosos de Moscú, el Yar, conmocionó a la sociedad. No se cortaba a la hora de presumir de qué manera pergeñaba junto al zar futuras operaciones a gran escala; se temía y con razón de que los alemanes lo espiaran y siguieran en aquellas francachelas interminables, con objeto de sacarle una información de oro para el desarrollo de los acontecimientos en las trincheras.
En septiembre de 1915, el zar dio el paso más arriesgado: decide dirigir personalmente las operaciones en en Cuartel General, la Stavka. Era una decisión que no tenía vuelta atrás y que lo ponía, a él y a la corona, a los pies de los caballos, pues a partir de entonces todos los desastres militares serían imputables a él mismo. Y los desastres se sucedían en cadena. El frente oriental ya era un polvorín. Cundía el desánimo, faltaban las provisiones, los soldados morían a puñados, no había ni siquiera armas ni balas para todos y se desertaba en masa. La propaganda revolucionaria, especialmente la bolchevique, hacía mella en la moral de las tropas. Nicolás se metió en un avispero porque además sustituía a su tío Nicolás Nikoláievich, un inútil que sin embargo gozaba de un gran prestigio en el ejército. Alejandra nunca lo tragó y su destitución fue una victoria personal, un “golpe” que a sus ojos simplificaba la cadena de mando, aunque hubiera de sacrificar a su marido y alejarlo de ella. Al tiempo, empezaba a perfilarse la conspiración definitiva contra Rasputín, y lo hacía nada menos en los boudoires de dos mujeres poderosas: la madre de Nicolás, la emperatriz viuda, quien culpaba absolutamente a su nuera del aislamiento de su hijo con respecto a la corte, y Zinaida Yusupova, la matriarca de la familia más antigua, rica y de más rancio abolengo de la aristocracia rusa. Los Yusúpov. Fue su hijo, Félix Yusúpov, quien pasó a la Historia como el asesino de Rasputín.
Históricamente se han conocido los pormenores del asesinato, todo lo que ocurrió en la terrible noche del 16 de diciembre de 1916 en el palacio del Moika, por el relato que en sus memorias hace de ella el mismo príncipe Yusúpov: la memorable resistencia de Rasputín al veneno y a los tiros, la luciferina lucha cuerpo a cuerpo con la muerte, la increíble negación de la misma de la que pareció capaz el hombre de Dios, la huida por la nieve. El libro de Radzinsky tiene el valor añadido de contrastar la versión “canónica” del asesinato con otras que aparecen, tras la lectura, como más veraces: Radzinsky nos ofrece otra perspectiva, de modo que después de él la versión de Yusúpov se nos presenta más como una explicación a posteriori, una especie de alegato, que como una narración fehaciente de los hechos. Hay que empezar por el principio. ¿Qué hacía el hijo de la casa más acaudalada, rica y añeja de la nobleza rusa, invitando a su casa a una hora intempestiva al odioso ogro, al analfabeto del que se decía que era un jlist, cofrade de una secta prohibida; al Richelieu campesino que según todo el mundo tenía secuestrada la mente y el corazón de los zares; al monstruo que llevaba a la ruina a Rusia en cumplimiento de la oscura voluntad de las fuerzas del demonio?
El cebo de esa noche fue, por supuesto, una mujer. Por que Rasputín seguía siendo un adicto incorregible a la belleza juvenil.
Félix Yusúpov era un joven cosmopolita, de educación finísima, culto, guapo, de presencia magnética y sexualidad ambigua, por no decir directamente que era bisexual. Su estrechísima relación con Dimitri Pavlovich, el atractivo gran duque primo del zar, siempre permaneció en una bruma ambivalente: fue la causa, no declarada por supuesto, de la ruptura del compromiso de Dimitri con Olga, la hija mayor del zar. Dimitri había sido el niño bonito de la corte. Rasputín, en una de sus tantas maniobras entre bambalinas al o largo de sus últimos quince años de vida, se encargó con viscosa habilidad de esparcir rumores que envenenaron la relación paternofilial entre los zares y Dimitri. En consecuencia, se ganó un enemigo que a la larga, resultó ser mortal. Hay que tener en cuenta que Nicolás II consideraba a Dimitri prácticamente un hijo. Había crecido en palacio, junto a su propia familia, ya que era huérfano de madre y su relación con su padre, el tío del zar, era inexistente. La ruptura del compromiso fue muy traumática y en general el distanciamiento de Dimitri de la familia imperial afectó mucho tanto a los zares como a sus hijas y a su propia madre. Provocó el inevitable revuelo en la alta sociedad petersburguesa. El propio Félix, empero, era familia política del zar gracias a su matrimonio con la muy atractiva Irina Aleksándrovna, sobrina de Nicolás y una Romanov de sangre; los lazos entre los Yusúpov y la casa reinante procedían de la fundación del mismo Estado autocrático y eran más antiguos, incluso, que la propia dinastía Romanov. Félix llevaba meses intimando con Rasputín. Al parecer, no le movía sólo el interés predeterminado de eliminarlo: sentía una genuina atracción por El Oscuro, como motejaban a Rasputín en los informes de la policía. Félix era una persona amante del riesgo, curiosa, un noble comme il faut que aspiraba a conocer todos los secretos de la existencia humana. Se introdujo con éxito en el gabinete del starets y logró que éste girara sus ojos hacia él, tanto por su encanto innato como por la belleza de su mujer. Para aquella noche, la que Radzinsky llama “noche Yusúpov”, Félix le había prometido a Rasputín (con quien ya tenía la complicidad suficiente como para que éste no sospechara nada extraordinario acerca de sus intenciones) una entrevista privada con su mujer. El viejo campesino jlist sucumbió a la tentación de un posible “exorcismo”.
Sin embargo, Irina, puesta al tanto por su marido, se negó a participar en aquel arriesgado complot. No se puede olvidar la situación general: en aquel diciembre frío de 1916, Rusia estaba al borde del colapso. Petrogrado era una ciudad que flotaba sobre unos miasmas de sangre y traiciones. La zarina gobernaba el imperio aislada en la torre del castillo, desde el aparentemente inaccesible Tsarkoie Seló, junto al extraño monje barbudo que le dictaba satánicas instrucciones. El zar estaba muy lejos, en un frente en franca desintegración desde el que llegaban contradictorias, confusas noticias. Los arrabales industriales organizaban abiertamente una huelga total. Faltaba el pan, los trenes no rodaban, las mercancías no llegaban a una capital en la que la nobleza conspiraba sin disimulo desde el mítico Club Náutico de Petrogrado. Las tropas regresaban del frente, armadas e incontrolables, formaban partidas de desertores que se hacían forajidos. Los Romanov habían jurado destruir a la zarina y su corte de monigotes y la zarina viuda intrigaba desde su residencia de verano en Crimea. Nadie se fiaba de nadie; los ministros se espiaban entre ellos, se ocultaban información. Nunca en la Historia de Rusia las más altas esferas se habían rozado tanto y tan promiscuamente con las más bajas. El ambiente era de peligrosa irrealidad. La Duma aguardaba una insurrección general. Los aliados europeos del zar se preparaban para un derrumbe del gigante enfermo ruso. Los alemanes segaban la hierba alimentando la discordia, buscando la salida de Rusia del conflicto. Los grandes duques, sangre de la sangre del zar, preparaban un golpe que creían urgente para reconducir la situación en palacio y enfrentar al zar ante un hecho consumado.
Rasputín, pues, fue la víctima sacrificada en el altar de aquella disparatada situación que ya no tenía retorno alguno. Rusia estaba en el umbral de una catástrofe bíblica que marcaría los siguientes cien años de su Historia y de la del mundo. Trescientos años de autocracia habían desembocado en aquel océano de sangre. La de Rasputín fue la primera que se derramó. Luego vendrían ingentes cantidades más. En el complot del palacio de la casa del Moika, la mano ejecutora, según la versión propuesta por Edvard Radzinsky, no fue la de Yusúpov, sino la de Dimitri, el gran duque, el ojito derecho de los zares. Él fue el que remató a Rasputín con dos tiros maestros después de que Félix, aturdido por los nervios, disparara a quemarropa a Rasputín, no hiriéndolo mortalmente. Todo sucedió con mucha mayor rapidez de la que el príncipe Yusúpov narra en sus memorias. Rasputín llevaba meses presintiéndolo, por eso aquella misma mañana se despidió de su “secretaria” con palabras oscuras que parecían anticipar un adiós. Sin embargo, acudió puntual a la extraña cita propuesta por Félix Yusúpov. Los asesinos organizaron un envenenamiento. Félix tendría que inducirlo mientras lo engatusaba con la promesa de una sesión íntima con la sensual Irina. Si eso fallaba, habría que recurrir a la pistola. Rasputín, muy probablemente, no probó ninguna de las pastas ni de los dulces envenenados con cianuro potásico puesto que, según él, sus habilidades como “sanador” y exorcista dependían de no comer más que pescado, aunque se hinchara a beber (en la primera parte de esta serie, afirmé que Rasputín no comía carne pero sí dulces; esto es incorrecto y aquí he de precisar la correción, puesto que Radzinsky cita el testimonio de su hija, que afirmó tajante que su padre no comía ni carne ni dulces); Yusúpov lo entretuvo un tiempo en el sótano de su palacio (acondicionado como salón recibidor, en la misma residencia familiar que los Yusúpov hubieron de abandonar a toda prisa un año después) contándole que Irina no podía recibirlo todavía pues departía arriba con unos invitados. Sí bebió, en cambio, vino, aunque no lo suficiente como para matarlo, teniendo en cuenta su potencia física. Tras una breve visita a la planta superior, donde aguardaban el gran duque Dimitri y dos cómplices más, Dimitri le dio su pistola y Félix, por fin, disparó. Rasputín pareció caer en primera instancia. Con toda seguridad, sólo había perdido la consciencia. Sus matarifes le tomaron el pulso y pareció, en efecto, muerto. Radzinsky anota la macabra coincidencia: en la matanza de la Casa Ipátiev, a la familia imperial también le tomaron el pulso y creyeron muertas a las grandes duquesas Olga, Tatiana y Anastasia, aunque luego tuvieron que rematarlas a bayonetazos. Con Rasputín ocurrió lo mismo.
Mientras sus asesinos resolvían la cuestión de qué hacer con el cuerpo y probablemente brindaban en la planta de arriba, Rasputín recuperó la consciencia. En un momento dado, Félix regresó al sótano. Seguramente no se fiaba de que estuviera muerto del todo e hizo bien. Se produjo entonces una escena siniestra. El campesino resucitó rugiendo y le arrancó las charreteras de oficial. El príncipe, que había eludido el servicio militar, se lo quitó de encima como pudo golpeándolo con un objeto contundente. El físico de Rasputín debía ser monstruoso, un portento con toda la energía salvaje de la inmensidad siberiana. Logró salir del sótano. Félix empezó a gritar, desesperado. Los de arriba bajaron volando y, especula Radzinsky con visos de verosimilitud, el gran duque, que había recuperado su pistola y tenía buena puntería gracias a sus años en el ejército, alcanzó a Rasputín de dos tiros limpios y certeros, uno en la espalda y otro en la cabeza. Estos dos disparos fueron escuchados por una ronda de policías que patrullaba las afueras del palacio: era de madrugada, nevaba copiosamente y Petrogrado dormía, completamente aletargada por el frío. Yusúpov en persona ahuyentó al policía con una extraña versión de los hechos: resultó que, según él, habían disparado a su perro por culpa de un juego de borrachos. Uno de los dos cómplices, un tal Puriskiévich, tuvo la ocurrencia de contarles que acababan de matar a Rasputín, en tono jocoso. Los policías dieron luego esta versión a sus superiores, que quedó reflejada en el posterior expediente. El zar la conoció con toda seguridad puesto que se encargó de revisar personalmente el informe con los resultados de la investigación, por eso desterró a Dimitri al Cáucaso: esa era toda la contundencia con la que el débil, pusilánime, incompetente pero bueno Nicolás podía castigar a sus seres queridos. Ningún escándalo público, ningún aquelarre que implicara más desgaste, los Romanov no podían permitirse un asesinato en la familia. Paradójicamente, aquel destierro salvó a Dimitri de la aniquilación de la familia un año después.
Pero Rasputín, como se comprobó al izar su cadáver de las aguas del Neva dos días después, seguía vivo. Lo montaron en un coche, envuelto en “ropas pesadas y atado con una cuerda”. Este Puriskiévich, que abandonó Petrogrado a la mañana siguiente, también dejó escrito el relato de los hechos en unas memorias. Iba a amanecer pronto. “Condujeron a través de la oscuridad de Petrogrado. La iluminación era muy deficiente y la carretera estaba en un estado deplorable. El cuerpo no dejaba de dar saltos, a pesar de que un soldado iba sentado encima. Finalmente, apareció ante nuestros ojos el puente desde el que debíamos arrojar el cuerpo de Rasputín a través de un agujero en el hielo. Estaba fuera de la ciudad y Dimitri Pavóvlich, que era quien conducía, disminuyó la marcha y se detuvo junto a la barandilla, y durante unos instantes la garita del centinela al otro extremo del puente se iluminó. El motor seguía en marcha”. No dejaron que Dimitri tocara el cuerpo de Rasputín: esa es la clave que ilumina el misterio de la autoinculpación de Félix Yusúpov. Dimitri era el Romanov que encarnaba la posibilidad de reforma de la dinastía en un hipotético golpe de Estado que depusiera a la pareja imperial. Semejante disparate, visto con la perspectiva del tiempo, sólo se le podía ocurrir a una gente que vivía por completo ajena a la caldera sobre la que se desarrollaba su lujosa y frívola vida. Todavía creían posible una Rusia autocrática, una Rusia imperial, aun sin Nicolás ni Alejandra. Lanzaron el cuerpo al río y regresaron en un coche “que se calaba constantemente” puesto que le fallaba la bujía. La última vez que tuvieron que mirarla y toquetearla, antes de ponerse por fin a salvo, fue ante la mítica fortaleza de Pedro y Pablo, la Bastilla rusa. Allí, tres años después, fusilarían al padre de Dimitri.