Merry Christmas, sir

Diez hombres llenos de mierda hasta la coronilla se reconocen en la tenue claridad que los ilumina desde la boca abierta al cielo: arriba, en la calle, unos camaradas sostienen la tapa de una alcantarilla, y con un teléfono de campaña capturado a los alemanes en su retirada esperan una señal. De sus bocas sale humo. Hace frío, la ciudad duerme. Los hombres que aguardan abajo, mudos, han llegado chapoteando por las cloacas de Atenas. Son las cuatro de la mañana; la última patrulla británica hace casi cinco horas que informó que las alcantarillas que rodean la plaza de Syntagma están all clear. No saldrían del Cuartel General, en el Grande Bretagne, hasta media hora larga después. Los hombres se habían movido con precaución entre la oscuridad, tanteando las paredes, no perdiendo de vista la silueta huidiza del que iba delante, parándose, retrocediendo al menor murmullo extraño. Acaban de atravesar el vientre fétido de la ciudad. El tramo más penoso, el último, trescientos metros a ciegas, sumergidos en la oscuridad total, nadando en excrementos, hubieron de hacerlo reptando, arrastrándose como cucarachas. Trescientos metros de ida, trescientos metros de vuelta. Se han mezclado con toda la ponzoña de la ciudad, tanto que cada uno de ellos sólo distinguía del camarada que tenía delante, ahora, bajo el tibio chorro de luz que caía desde el círculo por el que entraba el aire frío de la noche, el blanco de los ojos. No hay linternas. Durante el camino, sólo de vez en cuando, un halo pálido de luz cenicienta se filtraba desde las rejillas de las alcantarillas. Luego, la nada. Pero lo han conseguido.

Vuelven de colocar una tonelada de pentrita bajo los cimientos del puesto de mando británico en Grecia.

Es el día de Navidad de 1944. La batalla de Atenas dura ya veinte días. Han muerto muchos camaradas. Los ingleses han sacado de las cárceles a la cochambre de la ciudad. Colaboradores de los nazis, antiguos oficiales de la policía de Metaxas, matarifes del ejército, gentuza que hasta hacía semanas los perseguía y los exterminaba. Los alemanes ya se han ido pero ellos pasean otra vez por la calle. Libres. Útiles, de nuevo. Listos para matar, de nuevo.

Ahora ellos están listos para devolverles el golpe. Los ingleses van a volar por los aires. Para eso aquellos diez hombres habían tenido que cortar el alambre de espino de la gigantesca barricada que rodeaba la plaza y quebrar el perímetro de seguridad por el acceso más directo al subsuelo. Luego se habían arrastrado como animales prehistóricos, confundiéndose con los insectos, con los carroñeros que habitan el inframundo, hasta alcanzar el corazón del hotel más lujoso del país. Desde allí, los ingleses coordinan la represión. Todos temen que de un día a otro traigan de vuelta al rey Jorge desde Londres. Como si nada hubiera ocurrido. Como si cientos de miles de compatriotas hubieran muerto a manos de los nazis para nada.

Penetrando en la oscuridad, cada pisada en el cieno les cortó la respiración: el ruido era la alarma, y la alarma era el fin. No podían advertirlos mientras permanecieran en esa ratonera subterránea. Ya, sin embargo, casi estaban a salvo. Sólo tenían que terminar y largarse, perderse en la noche, cada uno por su cuenta. Desaparecer. La marcha la había cerrado todo el tiempo un muchacho de 19 años. Él es el que llevó, en el camino de ida, enrollado en el torso, el alambre con el fusible detonador. Sabía que arriba los habían estado guardando cuatro comandos de compañeros emboscados en las sombras, en torno al Palacio Viejo, armados hasta las dientes, con la misión de cubrirles la retirada en caso de que alguien los detectara. De vuelta, en los oídos atentos del muchacho, entre los gemidos de las ratas y los pasos de los que iban con él resonó también, entrecortado, el aliento de Jean Valjean. Él había caminado a su lado por las cloacas de París. Había podido oír la voz de Victor Hugo: «Sin embargo, podía sumergirse en aquella muralla de bruma, y era preciso que lo hiciera». Él también podía hacerlo y, sí, lo había hecho. No era la primera vez. También se acordaba de su madre. La oía, como si la tuviera delante, contestándole a su padrastro, tres años antes, cuando le preguntó dónde había pasado él toda una noche de primavera, y ella le dijo que subiera a la azotea de su casa y mirara hacia la Acrópolis.

Él era el héroe de la bandera. A él, los alemanes lo habían condenado a muerte in absentia. También habían matado a su hermano. Él había perdido en aquella guerra. Ahora estaba dispuesto a lo que hiciera falta por recuperar algo.

El muchacho se adelantó hacia la boca de luz. Un camarada, desde arriba, le tendió el detonador. Él lo sostuvo entre las manos con reverencia, sintiendo su fragilidad, como si fuera un objeto sagrado, una piedra caída desde la Luna. Se quedó absorto mirándolo y uno de los otros le dio un toque en el hombro, señalándole hacia arriba: el camarada le pasaba, ahora, una caja de cerillas y un mechero de gasolina, un zippo, también alemán. Sacó una cerilla y se guardó la caja en el bolsillo, que hizo chof, lleno de agua purulenta, al contacto con el cartón. Entonces abrió la tapa del zippo y encendió la cerilla. Un haz de luz mortecina iluminó las caras de todos. Rostros embadurnados por la costra de Atenas, como surgidos de una sima, emergidos desde el fin del mundo: todos los ojos, veinte pares de ojos ávidos y blancos, miraban fijamente el detonador que el muchacho seguía sujetando con la mano izquierda. Apestaban, pero nadie sentía el olor. Esperaban, con cada fibra de sus cuerpos tensas como las maromas de un barco amarrado a puerto en una tormenta. El muchacho miró hacia el camarada de arriba, interrogándole con los ojos. El otro le señaló el teléfono.

-Nada.

-Sigamos esperando.

Desde lo alto de la escalinata por la que se accedía al Palacio Viejo, encima de la llama por el Soldado Desconocido, dos hombres embutidos en raídos capotes grises discutían entre susurros:

-¡Hay que hacerlo, ya!

-¡No, no! ¡No podemos cargarnos a uno del Big Three! ¿No te das cuenta?

-¡A tomar por culo! ¡Es él el que ha ordenado tirar a matar sobre los nuestros!

-¡Cállate, cállate! ¡Hay que abortar, de inmediato!

Debajo, a lo lejos, dos figuras de negro se recortaban sobre el suelo de mármol de la plaza, caminando lentamente hacia la elegante fachada blanca del Grande Bretagne. Sólo los iluminaba la luna hasta que entraron en el círculo de luz sucia que despedía el vestíbulo del hotel. Era el único edificio encendido en toda la plaza. Uno era alto, el otro bajo y rechoncho, parecía caminar encorvado ligeramente, sosteniéndose en un bastón.

-¿Una copa para celebrarlo, sir prime minister?

-Eso ni se pregunta, Anthony.

-Es un hombre inteligente, ese arzobispo Damaskinos, ¿no le parece?

-Sin duda. Ahora sólo queda limpiar de comunistas El Pireo. Póngale mañana a primera hora un cable al general Ismay.

-Está hecho, sir.

En la cloaca, la cerilla se apagó y los hombres quedaron, otra vez, a oscuras. El muchacho miró hacia arriba. El camarada miró el teléfono. En sus ojos titiló la ira. Estiró su brazo hacia abajo. El muchacho se mordió el labio, contempló por última vez la cerilla y la tiró al suelo. Luego apretó con fuerza el detonador entre sus dedos de la mano izquierda y lo arrojó lejos, a la penumbra, de la que brotó, lejano, un chof viscoso, desagradable. Agarró el brazo que se le tendía y se apoyó con la mano izquierda en el borde de la alcantarilla. Se irguió sobre la superficie de asfalto. Atenas, dormida y lúgubre, parecía una ciudad abierta y abandonada. Una ciudad sobre la que hubiera caído el fin del mundo. Un viento frío le dio en la cara. El agua sucia le resbalaba por la barbilla. Se sintió un fantasma huyendo del nicho, dejando atrás su cadáver podrido, lleno de gusanos.

Al otro lado, en la plaza, los dos hombres habían alcanzado la puerta del hotel. Saludaron con un gesto a los dos soldados que montaban guardia. El más alto se detuvo antes de entrar y miró al otro. Quitándose el sombrero, sonreía: una sonrisa franca esbozada bajo un bigote elegante.

-Feliz Navidad, sir.

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