Domingo, 17 de noviembre. Delfos.
En Delfos uno puede entender, puede incluso pensar, que está en un lugar santo. Hace un domingo de cuento. En el cielo, ni una nube. El aire es limpio y fresco, pero no frío. Para llegar hasta allí hay que atravesar el Ática y la Beocia durante dos horas e internarse en la Fócide subiendo, siempre subiendo, por una carretera que abraza tímidamente el Parnaso rodeándolo con respeto. Elevándonos a la altura del monte Parnaso el paisaje se torna agreste pero no áspero: a medida que uno sube todo se vuelve feraz, verde, grande, alto y majestuoso. ¡Aquí vivía Apolo, aquí cantaban las musas! Todo indica la presencia de la nieve en un invierno que ya se intuye próximo, aunque la mañana sea de puritita primavera. Hay pocos coches que en nuestra dirección, desde Atenas, vayan hacia Delfos, pero cuando llegamos y aparcamos bajo el museo decenas de autobuses puestos en batería, y muchos otros coches particulares, taxis, microbuses y furgonetas, nos revelan que en efecto, estamos en un lugar santo.
Que fue santo y que sigue siendo santo.
El Museo de Delfos es un lugar que debería visitar todo el mundo alguna vez en su vida. Debería ser un sitio de peregrinaje. Lo primero que uno se encuentra es a Cleobis y a Bitón, los gemelos de Argos que se durmieron un día y que por su bizarría (la acepción española y antigua de bizarro, se entiende) se despertaron eternos: dos kuroi sensacionales, gigantes, que permanecen en Delfos para mostrarnos siempre, con esa sonrisa misteriosa y algo inquietante, la asombra de lo que no entendemos y sin embargo buscamos con ahínco hasta la hora final de nuestras vidas. Ellos ya lo conocen pero no nos lo pueden decir. Por eso nos miran, así. Comprenden el secreto y llevan 2600 años viéndonos pasar, generaciones enteras y mortales, siempre los mismos, siempre con la misma duda irresoluble prendiendo nuestros corazones.
En frente, en otra sala, está la magnífica esfinge de los naxios, amuleto y guardiana de la muerte, que también nos sonríe, ancha faja de incertidumbre en su cara de mujer, peligrosa. Piénsatelo bien, humano, sólo tendrás una oportunidad.
¿Qué se le dice al dios de la muerte?
Junto al cascarón del ónfalo, las preciosas coribantes que llevan toda la vida (y lo que les queda) bailando sobre las formidables hojas de acanto de un capitel corintio. Uno sigue caminando, atravesando salas que son un emporio de joyas olvidadas pero vivas (mucho más vivas que nosotros, a pesar de estar arrumbadas aquí, en habitaciones frías de un museo en la falda de un monte del centro de Grecia) y alcanza el Antínoo celebérrimo, del que tantas veces antes vi en Internet la foto de su hallazgo, en blanco y en negro, rodeado de arqueólogos y de excavadores griegos del XIX que lo miraban como si fuera una piedra caída directamente de la Luna. ¿Qué miras tan triste, Antínoo? ¿Es el fondo encharcado de un aljibe egipcio? Aún sigue siendo hermosísimo, Antínoo y, aunque sé que no es sino la imagen idealizada que el inconsolable emperador mandó estandarizar y producir en serie por todo el imperio, hay algo en él que nos remite a una línea pura verdadera de pensamiento y de realidad.
Hay algo profundo, trágico, bello por irrealizable, por todo lo que contiene de utópico, en querer aprehender algo de la inmortalidad no para uno mismo, sino para otro, para el ser amado y perdido: querer quedarse un pedazo de lo ya vivido, pasado y muerto. Todo eso nos sigue llegando, late todavía como un corazón palpitante en nuestra época sucia y moribunda, con más verdad que casi todo con lo que nos cruzamos en nuestra vida diaria. En cierto modo, Adriano ha vencido aunque vano consuelo hubo de ser para él, como para cualquier ser que ama. Por que amar es perder y morir, siempre, y este Antínoo de mármol al que algo de la entraña de la tierra que lo cobijó durante siglos se le acabó pegando en el rostro, es la prueba más magnífica de eso.
Luego el Auriga, otra cima. Un bronce que nos habla. Sus manos, nos hablan. Sus pies, sus ojos, su cabello, nos habla. ¿Qué nos dice el Auriga, que lleva tanto tiempo frenado en mitad de una carrena, extraído, extirpado del movimiento al que perteneció, sin que nadie se lo haya nunca explicado? Palabras de consuelo, que no de esperanza.
El recorrido por el sitio arqueológico se dilata casi dos horas. Hay que subir, siempre. Aquí la masa turística se espesa más, para hacer (y hacerse) las fotos hay que acompasarse al ritmo de la circulación de personas, hacerse sangre por así decirlo, en sentido figurado por supuesto. Del templo de Apolo, donde estaba la grieta en el suelo a través de la cual salían las emanaciones vaporosas de la tierra que embriagaban a la pitia, es decir, el oráculo, apenas queda nada: destruido por paganismo, caso cerrado según Teodosio. Resulta imposible hacerse una idea completa de lo que debió ser este recinto santo. Todas las ciudades venían aquí a ofrendar y hacer capillas. Sólo queda en pie el espectacular y coqueto Tesoro de los Atenienses, que flanquea la entrada al oráculo, como una especie de vestíbulo. Se sigue subiendo, la cuesta se empina, sobra la ropa, hace calor, hay gatos señores del paisaje y a partir del teatro, hacia arriba, hacia el estadio, el frío serrano se manifiesta otra vez aunque sólo lo suficiente para enfriar el sudor.
Bajamos en coche medio kilómetro para terminar nuestra visita en el santuario de Atenea Pronaia, la casa que recibía a los peregrinos del Ática, donde está el famoso Tholos que la gente confunde (¡hasta Google!) con el oráculo. Como si se confunde hoy la casa de los sanluqueños o de Triana en El Rocío con la ermita misma.
Almorzamos casi a la hora de merendar en Arájova, un pueblo bello y rico a diez minutos de Delfos, en la ladera del Parnaso: es una estación de esquí y hoy domingo rebosa de gente. La carne de ternera estofada con tomate y canela me transporta al reino del goce; casi no hace falta el cuchillo, las hebras de la carne se van despegando una a una con sólo el tenedor y un poco de pan. Abandono Delfos con una sensación plena de redondez.
En la carretera, atasco. A media hora de Atenas, en el enésimo peaje, dos padres de familia se lían a hostias. Sólo entendemos ¡malaka!, que lo decían mucho los griegos de la segunda temporada de The Wire. Incluso en este rincón de la Europa oriental la pesadumbre del domingo por la tarde carga de pena las almas, la gente hace lo que sea por olvidarlo. Llegamos y sólo son las siete de la tarde. Me da tiempo de comprar para llevarme un par de pimientos y tomates rellenos con arroz y yerbabuena. Anoche, en este mismo establecimiento frente a nuestro apartamento, probé unas excelentes lentejas (¡fakés!). Iba a echar ya, ciertamente, la carne por las orejas.
Hay que hacer la maleta. Espero volver la década que viene.