Viernes, 15 de noviembre. Kalambaka.
Ninguna nube en el cielo, el sol empieza a calentar pronto y en el desayuno me alborozo por la afición desmedida de los griegos por la canela: Sofía nos ha traído una «traditional greek pie» que parece hecha con hojaldre y manzana y recubierta, sí, de gloriosa canela.
Subimos con el coche. Nos cruzamos con algunos japoneses que parecen ascender caminando. Es admirable, desde luego. Pero hay ciertas heroicidades que es mejor verlas de lejos. La piedra de Meteora sigue sudando, es una cosa prodigiosa. Hace 60 millones de años aquí estaba el mar, el Egeo. Se fue retirando y lo salado se convirtió en dulce, y el dulce se fue filtrando. Sigue filtrándose. Quizá dentro de 60 millones de años desde lo alto de los monasterios se pueda ver el centro de la Tierra al fondo de los cañones de Meteora. Alcanzamos el Gran Meteoro. Hay niños dibujando en un poyete, de espaldas al primero y más grande de todos: San Anastasio lo fundó un siglo antes de que Colón descubriera América. Pero los niños no son tontos, frente al Gran Meteoro se alza el de Varlaam, el segundo gran espada de la terna monástica meteorita, un bellísimo cuenco chato que parece querer escaparse de la masa geológica que lo alberga y salir volando por el desfiladero que justo en frente nos deja ver Kalambaka allá lejos, allá abajo, entre dos rocas enormes.
Tres puestos de souvenirs junto a la entrada. Todos chapurrean el español, todos quieren encalomarnos una guía en nuestro idioma. Todos son solícitos, amables, gentiles. Hay figuritas muy graciosas, compro algunas. Imanes para la nevera, cosas así. La nevera de mi casa es un muestrario de nuestras andanzas globales, un mapamundi en dos dimensiones. Muchos, muchos autobuses y microbuses aparcados a un lado de la carretera, hasta la misma explanada frente al acceso. La guía de un grupo de griegos, griega también, nos escucha hablar y nos dice los horarios de todos los monasterios en un español perfecto. Ella sonríe, nos da las gracias y nos desvela que lo aprende ella sola, de forma autodidacta. Bajamos por una senda empinada para luego volver a subir: el Gran Meteoro tiene tantos escalones como el año días. Todo ese número hay que pisar para llegar a la entrada. Las vistas son narcóticas: una pradera verde que se torna bermeja y luego ocre a medida que roza la piedra y la base de los monasterios: un espectáculo policromático digno de la primavera. En realidad qué es el otoño sino una primavera triste, pero primavera al cabo.
Dentro del Gran Meteoro, la luz de fuera contrasta de forma bestial con la oscuridad interior. La religiosidad ortodoxa me causa un efecto parecido al barroco. Es demasiado. El olor, los colores, la luz, los templos están hechos para apabullar. Se me posa en el alma y reduce todo el espacio a mi alrededor. No puedo aguantarlo mucho tiempo, prefiero la pureza de líneas del catolicismo románico, la altura etérea, luminosa, del gótico, la limpieza del renacimiento. Escribo esto mismo en Tuiter y un sacerdote, @PDeclan, me ofrece una exégesis de esta espiritualidad ortodoxa tan magnífica que no me resisto aquí a citarla entera:
Esto me recuerda algo propio de la espiritualidad ortodoxa. Para ellos, la definición joánica de Dios por excelencia no es «Dios es amor» (1Jn 4,8), sino «Dios es luz» (1Jn 1,5-7). El fondo dorado de la decoración ortodoxa es la luz, es Dios. Y esta luz interacciona con el fiel en su modo de orar. La oración en la tradición latina es un ascenso meditativo, ascético. En la tradición griega es un descenso de la gracia, es Dios con su luz quien se va adueñando del fiel.
Hago muchas fotos. A los gatos, que aquí también se enseñorean del espacio y siestean morosamente en los patios, desde los que dominan el valle hasta la llanura. A los motivos, exuberantes, que encuentro dentro de las capillas: alfombras, púlpitos, coros, es todo droga hiperestimulante para el sistema límbico. Me embobo, luego, con el montacargas: una canastilla de metal colgando de dos finos cables de acero. Así salvan el abismo los monjes para ir y venir al mundo desde su enclaustramiento aéreo. Abajo, los hombretones severos vestidos de negro hasta los pies, con el bonete cuadrado tan llamativo y las luengas barbas canosísimas, hablan por buenos smartphones y zumban hacia abajo por la carretera en SUVs de primera gama: no hay voto de pobreza aquí, sino de ascesis y de anacoresis. Y tiene toda la razón: ¿por qué habría de estar reñido el eremismo y la búsqueda de la virtud, con el hedonismo?
Entre nosotros maquinamos historias. Digo que voy a escribir un best-seller: un turista se desorienta y se queda encerrado en una sala perdida de un monasterio. Se hace de noche y los monjes abandonan su aparente indiferencia para entregarse a truculentas orgías con decenas de mujeres que emergen de cavernosas mazmorras a las que no acceden los turistas en sus visitas. Con ellas tienen hijos, que son los monjes jóvenes y risueños que atienden durante el día a los forasteros. El turista ha de escapar sin ser visto. Los monjes advierten su presencia y los buscan para despeñarlo por los cañones del valle: es una cuenta atrás, la noche más larga. Sería un buen cuento, vive Dios. A ver si algún día consigo escribirlo.
Visitamos otros dos monasterios más. Hay dos administrados por mujeres. En éstos, los portones de entradas tienen terribles punzones de hierro incrustados: no hay que explicar nada más. En el último, en San Esteban, le compro a una monjita un poco de incienso. Nos explica en un inglés macarrónico que poco, poco, no hay que quemar mucho, que como todo aquí, poco es mucho y mucho es un incendio. Nos reímos. Es tarde. Hace mucho calor. Desde la explanada del recinto de San Esteban se ve el horizonte plano desenrollándose hacia el infinito como una sucesión asombrosa de casitas y núcleos junto a motas de verde oscuro que presumo bosques y un río que zigzaguea, lleno como una mujer embarazada, de vida y esperanza. No hay nadie, ni siquiera turistas, durante cinco minutos. Casi se puede sentir cómo cruje la eternidad.
Comemos en un jardín a la entrada de Kastraki según se baja del valle. Hay decenas de gatos y también algunos perros pachones y melancólicos que rodean nuestra mesa y esperan nuestras migajas. Los gatos están por doquiera en Grecia y nadie los espanta, al contrario, los griegos los respetan, son parte del paisaje, son tan de aquí como la luz que nos colorea y como el aire que respiramos. Tzatziki para mojar con pan recién horneado y cortado a rebanadas, nada de doritos ni chips ni cosas así; un mantel, buganvillas abrigando la verja, ropa tendida, olor a carne a la parrilla y las sombras de los titanes de color carbón al fondo, orgullosos e inertes. Las aceitunas, ¡las aceitunas! Gordas, moradas, presumidas, libinidosas, pecadoras.
Volvemos a Atenas atravesando la llanura tesalia. Los requiebros de la carretera me dejan fotografiar cómo el cielo se abre y entre las sábanas de nubes deja pasar un haz de luz: como si Dios o Zeus o alguien señalara con el dedo el lugar de los mirmidones, el sitio donde nació Aquiles, desde donde marchó hacia Troya y no volvió y allí se quedó en el corazón y en la mente de todos los hombres.
Luego, ya de noche cerrada, un fulgor furtivo de luces hendiendo la boca de lobo me dice que allí está Tebas, la infecta ciudad traidora y envidiosa que no mereció a Epaminondas y sin embargo, lo tuvo. Por que en la vida los merecimientos no importan.
A la entrada en Atenas, cerca de la casa, Google Maps nos confunde y nos quedamos parados en medio de un paso a nivel.