#19 Arquitectura local
A veces tengo la sensación de que se nos ha olvidado el modo de construir edificios propio de la tierra, y de que esa amnesia empezó con el desarrollismo aunque alcanzó su plenitud después, durante los ochenta y noventa, en el salvaje oeste inmobiliario español: los años de gloria y humo, el tiempo en que llovía dinero del cielo y los peones de obra cobraban 500 euros la semana aun sin tener dieciséis años, se llevaron por delante, en particular, la manera antigua de concebir los espacios y su relación con el entorno. Aquí incluyo naturalmente el clima (las horas de sol, el calor, los vientos, la proximidad del mar) y el carácter tanto de sus habitantes como la utilidad de las edificaciones mismas. Me asalta esa angustiosa sensación siempre que paseo por las calles viejas de Chipiona o por el corazón de Sanlúcar, las poblaciones por las que me muevo más a menudo. La foto que ilustra este texto, por ejemplo, la tomé el jueves pasado en la calle que lleva hacia el faro de Chipiona, una de las calles otrora señoriales del pueblo, llenas de casas solariegas, de ilustres chalets de veraneo tal y como se entendía en la primera mitad del siglo XX. En concreto esa casa, cuya propiedad desconozco, me vale estupendamente para lo que quiero decir: es una casa con un zaguán comme il faut, antes todas las casas de Chipiona, grandes, medianas y pequeñas, ricas y pobres, tenían uno y además la etimología de la palabra resume límpidamente su utilidad (en árabe significa pasillo, es fácil entender por qué); el zaguán es en sí mismo un espacio con entidad propia, sirve como la antesala, para preparar al que llega, para refrescarlo, enfriándole el calor de fuera o amparándole de la lluvia, también para darle una pausa si necesita comunicar algo grave al dueño de la casa; un respiro para el que llega con malas noticias o malos pensamientos, un botón de reset, el último tramo antes de la disputa, de los gritos, de la controversia o del amor, la frontera en la que la silueta del hombre público se diluye en la masa corpórea y ardiente del hombre privado. El zaguán pertenece a la casa pero está fuera, y está fuera pero es a la vez parte del hogar, de modo que puede uno descansar las manos en él si va cargado de bolsas y viene de la compra, y puede uno buscar las llaves de la casa con cierta calma, lejos de las miradas de los extraños, sobre todo si viene borracho, en cuyo caso puede incluso apoyarse sin disimulo en la pared; en todo caso ofrece un refugio y permite un receso, un lapso necesario entre la línea continua de los acontecimientos diarios. El zaguán de esta casa tiene una solería característica del lugar, un mármol blanco lleno de figuras geométricas, como el que se puede encontrar en los pocos bares y cafés de más de cincuenta años que aún sigan en pie, o en las cocinas y salones de las casas antiguas, por ejemplo en la casa de mi abuela; tiene además, por supuesto, un azulejo sacro, en este caso un Gran Poder. A veces un cuadro de madera o un santo de yeso policromado sustituye al azulejo, pero la presencia divina siempre santifica la entrada de las casas antiguas, esto era innegociable y una prebenda de los lugareños a las potencias ultraterrenas, como una especie de rogatoria, la súplica de una bendición. A su lado, las luces, y debajo, la puerta, siempre de madera con pequeños vanos en la parte superior que dejan pasar una luz opaca: la umbría del zaguán es, además de todas esas cosas que he dicho ya, una cámara de frío, una cápsula que como las zonas de descompresión que hacen de vestíbulo de transición en las estaciones espaciales para que los astronautas se aclimaten gradualmente a las condiciones diferentes de oxígeno y gravedad, acondicionan el cuerpo de las personas, lo preparan, lo suavizan de la aspereza exterior. Todo eso se perdió en un momento dado. En Sanlúcar siempre me alivia ver cómo se han salvado muchas bodegas en el centro, aunque no todas; Chipiona, que en su minúsculo corazón de piedra vieja tenía bodegas que alcanzaban la orilla del mar y que convertían la humedad y la sal del aire en bálsamo para la uva moscatel, se vio en cambio arrasada por la codicia y la imbecilidad más superlativa. De modo que ahora gozamos de la vista de innúmeros bloques de pisos y dúplex de una factura tan mediocre que harían vomitar a las cabras, copias repetidas hasta la saciedad importadas seguro de algún ávido y remoto despacho de arquitectos, la mitad de ellos deshabitados y que se quedaron colgados cuando se pinchó la burbuja sodomítica y descubrimos de pronto que éramos tan pobres y teníamos un horizonte tan limitado como el de nuestros bisabuelos. Como dicen que dijo Carlos I de España y V de Alemania al ver la catedral que habían construido encima de la mezquita de Córdoba, cambiamos joyas únicas en el mundo, que además eran depositarias de una sabiduría vieja como el tiempo que se había ido decantando con los siglos, catedrales de vida y arte, por irrelevantes y paupérrimos hogares tan falsos y mal hechos como la riqueza que creíamos que los sustentaba. Dejamos de construir casas y bodegas para encerrarnos dentro de jaulas de hormigón que no quieren ni las hormigas y mi hipótesis es que lo hicimos porque olvidamos el valor del dinero, es decir, el sabor del sudor que cuesta ganarlo. No dejo de pensarlo una y otra vez cada vez que veo a otro amigo más, a otro vecino más, a otro conocido más, que cambia su cocina de azulejos de color hueso, decorados con sencillos, humildes y hermosos motivos campestres; cocinas de encimeras de mármol arañado y gastado por el uso, por el amor y por la vida; cocinas de campanas cuyo borde es de madera gruesa y cálida; cocinas presididas por mesas grandes y fuertes que se tapan con manteles de paño bueno cosidos por matriarcas que conocían el mundo a pesar de no haberlo visto, por cocinas de acero y de metal inoxidable, grises y mates; por cocinas de plástico y de alambre, por el repugnante gres, por cocinas nórdicas de mierda.
Empecé este dietario hace ya más de un año. He dado la vuelta completa. Es hora de dejarlo. Quería hacerlo con una redondez, en la entrada número 20, pero da lo mismo: todo lo que viene a partir de ahora y hasta septiembre del año que viene será una copia de lo ya visto, vivido y contado aquí. Sea.