Crónica del sur de España #17

#17 Cine de verano

Este es el segundo año que Chipiona cuenta con cine de verano. He ido un par de veces en julio. La foto la tomé la primera de esas veces. Fui a ver Toy Story 4. El cine está instalado en uno de los patios de mi antiguo colegio, el Virgen de Regla. Pasé allí doce años, desde los cuatro hasta los dieciséis. O sea, los años esenciales, los años en los que uno aprende a mirar el mundo y descubre sus contornos. Hacía más o menos diez años que no regresaba. El mundo ahora me parece tan grande que lo siento inabarcable, inmensurable, y el colegio, en cambio, pequeño, como de juguete, un decorado. Ni siquiera me impresionó el gran campo de fútbol de albero, ahora una simple mancha de arena a la que puedo poner límite, que puedo circunscribir de un vistazo y que ya no tiene vallándolo aquel enrejado de alambre que arrancábamos de trecho en trecho para colarnos reptando por encima del zócalo de ladrillo porque nos parecía que dar la vuelta hasta las puertas de entrada era perder un tiempo precioso de juego, es decir de vida. Propenso a la nostalgia como soy, fueron dos viajes. Influyeron las películas, otras dos inmersiones en la infancia, en lo mejor de ella. Desde hace tiempo fantaseo con montar un cine de verano, junto con ser librero conforman mis fábulas futuristas favoritas y la verdad es que por qué no, vivo en un lugar en donde se puede estar al fresco de noche hasta casi diciembre, en fin. Falta lo de siempre, por supuesto, dinero, dinero, nada en esta vida es si no hay dinero, el dinero no moverá el mundo pero lo engrasa, sin dinero la realidad es el motor de un coche recalentado que termina petando. Y yo no tengo un duro, naturalmente. Antes había un cine de verano en Chipiona, hará ya como quince años que lo derruyeron y ahora es un aparcamiento. Estaba anexo al cine de invierno, un auditorio viejo pero hermoso, es decir un teatro, como eran los cines antes. En ese cine de verano vi yo Anastasia, la película de dibujos animados que jugueteaba con la idea de que la pequeña de los Romanov se hubiera salvado de la matanza de la Casa Ipátiev. Todo se vino abajo, como cantaba Loquillo. El pretexto fue demoler para levantar en el mismo sitio un auditorio que ya tenía hasta nombre, Auditorio Rocío Jurado, más o menos sobre la fecha en que se murió la diva, pero lo que no tuvo, al final, fue presupuesto: la empresa se lo vendió al ayuntamiento, o algo por el estilo, y el ayuntamiento usó el dinero que venía de Europa, supuestamente para financiarlo, para pagar nóminas: las cosas de los momentos inmediatamente anteriores a las bancarrotas. Poco después, el crash, y luego la nada. Un parking que sólo se usa en verano. Un solar inmenso en la avenida más antigua y elegante de Chipiona, la avenida de Regla, que lleva del corazón del pueblo al Santuario, o sea, al área circundante que ya era sagrada en tiempos de los romanos. Un manchón, como se dice aquí, una herida en carne viva, un lucio o un calvero si considerásemos el núcleo urbano chipionero como un bosque de asfalto y hormigón, una oquedad que habla de lo que se ha ido perdiendo por el camino de la globalidad, es decir, de los cines, de los espacios comunitarios de socialización, entretenimiento y conocimiento. Ahora una empresa de Trebujena ha recuperado la idea del cine de verano usando para ello la que en mi época llamábamos Cancha Verde, donde jugábamos al baloncesto en el colegio, que ya ni es cancha, pues apenas quedan aros en las canastas, y tampoco es verde. La pintura ha ido yéndose con los años, como pasa con todo. He estado este verano en el cine, en el cine de verano, dos veces, me he acordado de cuando descubrí la piel del mundo y sus arrugas, y de lo que me costó, casi con dieciséis años, hacerme a la idea de que debía abandonarlo al final de 4º de ESO. Sospecho, al cabo, que aún sigo allí, que no me he ido a ninguna parte, que he dado una vuelta en redondo mareándome con la vista precipitada de las cosas del mundo, para terminar donde mismo.

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