El ladrido de un perro lo despertó de madrugada. Sonaba cerca pero no supo localizarlo, toda aquella parte de la ciudad estaba llena de perros, le pareció que la ciudad toda era una perrera gigante que hubiera sido abandonada y en la que los animales rabiaban enloquecidos por el desamparo y la soledad. Saltó de la cama y se arropó con el gabán militar raído y sucio que se había quitado para acostarse no mucho antes y que yacía sobre la silla de madera, junto a la cabecera de la cama, como el cadáver de un soldado desplomado en alguna loma de la línea del frente. Rebuscó en uno de los bolsillos interiores, sacó la pitillera y la cajetilla de las cerillas. Atravesó en penumbras el largo pasillo hasta el vestíbulo; se iluminó brevemente con el haz de la cerilla, que exhaló un suspiro naranja y antes de que le calentara el hueco de la mano ya estaba perdida en la oscuridad, extinta a sus pies en el suelo. Desde allí se lamentó con una cinta de tenue color ceniciento que alcanzó su nariz y cuyo reproche le acompañó en las narinas hasta que alcanzó la puerta. Abrió y un rectángulo de luz plateada iluminó hasta el pasillo como si la noche tuviera ganas de invadir aquel espacio íntimo, como si quisiera hacerle compañía. Luego cerró a su espalda y se subió las solapas del gabán porque estaba arrecido, la noche era fría y húmeda y se metía en los huesos a través de los sentidos como un mal espíritu que nos hace compañía después de una pesadilla nocturna. Chupó el cigarro intentando en vano entrar en calor y se acercó hasta la verja del porche. Los perros seguían ladrando, ladraban furiosamente, estaban a punto de comerse la noche, de romperla con sus fuertes mandíbulas. Se apoyó contra la verja y se llenó con ganas los pulmones del viento que barría la noche y que soplaba levantando remolinos de polvo frente a la casa mientras la sinfonía perruna continuaba llenando el universo con su chirrido discordante y feroz. Se quedó mirando la gran casa blanca de dos plantas que había sido del ingeniero Ipátiev, apenas a trescientos metros de la suya. Desde allí parecía un barco varado y recostado perezosamente en un terraplén. La casa estaba rodeada por una endeble valla de madera que le permitía sin embargo observar con claridad el movimiento de unos hombres frente al portón coronado por un arco acristalado que cerraba la esquina más próxima de la casa a donde él estaba. Algunas sombras, no pudo contarlas, se movían nerviosamente en las oscuridad y daban órdenes con voz queda junto a una camioneta al ralentí que rugía como un león enjaulado en un circo cuando tiene hambre. Fumaba, miraba curioso aquel trasiego y sentía en los antebrazos la presión del canto gastado de la verja de madera que cerraba su ridículo porche. Oyó unos pasos sobre la gravilla, a unos metros a su derecha. Se giró y entre el hilillo de humo azulado del cigarro entrevió la sombra ancha de su vecino, adivinó su paso tardo y pesado llegando hacia el portillo de la entrada de su casa. Volvió la cabeza en dirección hacia donde su sombra gruesa miraba, atento. En la gran casona de enfrente se oyeron de pronto unas detonaciones sordas, casi unos gemidos. Primero fue una. Su oído entrenado no tuvo dudas, era un disparo. Luego, algunos extraños segundos de irrealidad, en los que sintió la noche hacerse pesada, la sintió de verdad materializarse, volverse compacta y suspenderse sobre sus hombros: se sintió pequeño y a punto estuvo de ceder a la sugestión y encorvarse. Un millón de años después otra detonación rompió el ensalmo y a ese segundo disparo le siguió una cascada acelerada y caótica de estampidos sin concierto, arrítmicos, como si un mono dirigiera una orquesta sinfónica, una orquesta en la que los músicos fueran otros monos borrachos y diabólicos que golpeasen sus instrumentos con una violencia prehistórica. Vio algunos destellos de luz, unos chispazos, reflejarse en el arquito acristalado durante aquel parpadeo furioso. Luego, nada. El ralentí famélico de la camioneta le pareció tan reconfortante como el susurro de la voz conocida y materna, que protege, que conforta, que canta una nana y que espanta el miedo cuando uno es pequeño. Oyó otra vez las voces quedas y notó en ellas un timbre más alto, una excitación inconfundible. Le dio una calada espantada al cigarro que le arañó la garganta y se obligó a ahogar una tos con tanta fuerza que descubrió así que tenía, de repente, miedo. Tiró el cigarro y ni siquiera lo pisó. La cinta azulada de humo continuó suspirando desde el suelo cuando se giró hacia donde la sombra tosca de su vecino ahora lo miraba, junto a la tablazón de madera que separaba las dos casas. Pudo ver sus ojos, dos globos grandes y asustados que lo buscaban en la oscuridad.
-¿Te has dado cuenta?
Tardó tanto en responder que sintió al otro moverse inquieto haciendo crujir la gravilla de su porche, desviar los dos globos blancos hacia la gran casa de en frente, girarlos de nuevo hacia él hasta clavarlos en los suyos como dos astillas de nieve.
-¿Te das cuenta de lo que ha pasado?
-Sí, sí.
Y avanzó apretándose con los brazos dentro del gabán militar raído, que ya dejaba penetrar sin oponer resistencia todo el relente de la noche. Cuando recordó todo aquello, algunos años después, ante la comisión de investigación que se presentó allí desde Moscú, se dio cuenta con asombro por primera vez de que los perros habían dejado de ladrar tras los estampidos apagados dentro de la casa.