Suave baja el Éufrates

Es una noche serena de junio, el cielo está despejado, se pueden ver todas las estrellas cosidas por un hilo invisible al cielo de Babilonia. El Éufrates se desliza manso por entre las paredes azafrán del canal. La luna riela en su superficie. Grande y oronda brilla en el cielo como un faro cercano, baña con una sábana de luz misteriosa el relieve almenado de la muralla que acompaña el cauce del río. Suave baja el Éufrates junto al palacio de Nabucodonosor llenando el aire con el murmullo líquido de sus extrañas voces, las únicas notas en aquella madrugada muda. Un hombre abre discretamente una poterna que conecta el palacio con la ribera del río. Puede verse que aquel simple gesto le ha costado un gran esfuerzo; se arrastra con una mano en el abdomen, gateando por entre los juncos de la orilla hasta que sus manos y sus rodillas quedan empapadas. Se para y respira. Nadie lo ha visto salir, nadie lo ha oído. Ninguna ropa cubre su cuerpo. Es un hombre joven. La noche confunde el color de su pelo pero la lumbre que proyecta el cielo espléndidamente iluminado por la luna y las estrellas deja ver el perfil torneado de sus músculos, la recia costura de su cuerpo. Intenta erguirse, enderezarse sobre sus rodillas pero gime y cae de nuevo exhalando el suspiro del animal agonizante, herido de muerte. Se acurruca entre los juncos. Jadea, la boca llena de saliva amarga. Sobre su cabeza ya mojada por su agua el Éufrates sigue deslizándose perezoso y charlatán mientras Babilonia duerme. Ayer conquistó el mundo conocido y hoy no puede arrastrarse hacia el río. Tuvo el cosmos entre las manos pero sólo duró un instante; parpadeó y el universo se le escurrió entre los dedos como un puñado de arena de la playa. Va a morir. Lo sabe, es consciente, los augurios congelaron su corazón de piedra, la enfermedad lo ha hecho estallar y ahora los cien mil pedazos afilados se le clavan en los intestinos como si fueran las puntas de las sarisas de sus macedonios. Ni siquiera es capaz de concluir si ha sido envenenado por sus amigos, si ha sido Antípatro, si ha sido su propia madre, si ha caído víctima de una conspiración de subalternos persas, si fueron sus enemigos en Grecia o si han sido los dioses, si lo ha matado su propia desmesura como a los héroes de Esquilo y de Sófocles. Ya no hay remedio, sólo queda morir, morir como el hijo de Amón. Los hijos de los dioses nunca mueren en una cama. El hombre intenta incorporarse por última vez, el dolor le retuerce las tripas, siente la náusea agarrándose a su garganta, un espasmo inhumano lo dobla y lo tumba produciendo un ligero chapoteo en el juncal. Si al menos pudiera sumergirse en el Éufrates y desaparecer camino del mar y que a la mañana siguiente sus generales no supieran encontrarlo y fundirse para siempre en un misterio que desbordara el límite del tiempo y de la memoria de los hombres, sería feliz. Sería feliz por última vez. Pero al ruido de los pasos en la grava, del portillo abriéndose, del gateo sobre los juncos, a los gemidos, ha llegado la reina. Sus pies pequeños y felinos la llevan de un salto hasta el rey. Se arrodilla ante él, le sujeta la cabeza, le mesa los cabellos, le acaricia el rostro. Llora. Le musita palabras en persa que el hombre no entiende pero que tampoco necesita porque ya no va a morir zambullido en el cauce suave del Éufrates pero ojalá lo hiciese entre las piernas de aquella princesa persa tan hermosa, aquella mujer frágil y callada que le ha dado un heredero y que siempre lo ha mirado inquieta y refugiada en la extraña seguridad de sus ojos negros grandes, ávidos. Con la cabeza recostada en su vientre siente el ir y venir de su pecho agitado, pechos pequeños y redondos pero grávidos, firmes, de los que ahora le vienen el sabor y la textura como una vaharada última que ahuyenta lo agrio del dolor por un segundo. Sólo por un segundo. Ella sigue hablando, mezcla algunas palabras en griego pero él ya no escucha, permanece acurrucado y añora a su madre. Es extraño porque hace mucho tiempo que no pensaba en ella, su imagen se había evaporado de su mente pero ahora vuelve igual que un fantasma y quizá era eso lo que le quiso decir Zeus Amón en Siwa. Volverás a donde estuviste y así sabrás que estás en el confín del mundo. Sabe que todavía no va a morirse, esta noche no. Quizá mañana, probablemente mañana, podía ver cuando cerraba los ojos al heraldo de la muerte apareciéndose como un espectro de luz que paría la oscuridad, pero hoy no. Es una noche suave de junio, el cielo está lleno de estrellas, la luna perfila el contorno etéreo de Babilonia, el Éufrates fluye cantarín y dócil y la reina huele como el estallido de la primavera. Ella alertará a la guardia, lo llevarán en volandas hacia su lecho real, volverán las curas, las visitas, los ungüentos y los mejunjes, los sacrificios y las estériles plegarias. Y el hombre que fue faraón y rey de Persia, Media, Asiria y Babilonia, rajá en el Punjab, caudillo de los griegos y rey de todas las tribus de la Bactriana y la Sogdiana, no podrá empero desaparecer en un sortilegio de la noche, desnudo y cubierto por el líquido del río más antiguo del mundo. Habrá de perecer en la cama porque así el mundo podrá asegurarse de que nunca nadie como él regresará de entre los muertos a conquistar los acantilados de lo desconocido.

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