Trotski en España

Artículo publicado originalmente en The Citizen Mag, en dos partes: primera y segunda.

“Y la guerra continúa allá, en otras partes, del otro lado de los Pirineos. En París hojeaba yo diariamente cerca de 20 periódicos franceses y extranjeros. Aquí, casi no leo nada. He ahí lo que es la archineutral Cádiz, con su sol y su mar”.

León Davidovich Bronstein escribía esto el 15 de noviembre de 1916, seguramente en un café gaditano, a lo mejor en su habitación de la fonda La Perla Cubana a donde había llegado un par de noches antes en un tren procedente de Madrid, “a cuenta del rey de España”, es decir, con un billete pagado por la policía. Ya era Trotski, o sea, el astro más brillante del firmamento revolucionario europeo desde su participación estelar en el Soviet de San Petersburgo de 1905. Desde luego era mucho más famoso que Lenin, relativamente poco conocido fuera de los círculos del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso y por supuesto, también, que Stalin, hasta entonces un oscuro subalterno georgiano. En aquel momento, además, Trotski era uno de los más destacados nombres de la conocida como Conferencia de Zimmerwald, donde los socialistas y marxistas de toda Europa, reunidos en una pequeña localidad suiza en septiembre de 1915, habían exhibido sus graves diferencias a cuenta de la valoración a la guerra mundial en curso y la postura de los partidos revolucionarios de los países beligerantes. Distanciado de Lenin, fugado de Rusia por segunda vez, Trotski, entonces un “revolucionario solitario” según su biógrafo Robert Service, dirigía en París un periódico subversivo y estaba muy lejos a pesar de todo de convertirse “en una de las figuras más influyentes de la historia mundial del siglo XX”.

París era probablemente la ciudad fuera del imperio ruso que contaba con la colonia más grande de revolucionarios y conspiradores contra el zar. Por tanto, naturalmente, era la ciudad con más espías y agentes de la Ojrana, la policía política de la autocracia. Desde Viena Trotski se trasladó a la capital de Francia con el inicio de la Gran Guerra y entró a formar parte de la redacción del Golos, que pronto cambiaría su nombre a Nashe Slovo (“Nuestra palabra”), el órgano de un grupo marxista bien establecido en París que contaba con gente como Anatoli Lunacharski o Yuli Mártov. En París la actividad periodística y propagandística de Trotski fue frenética: “escribía incesantemente, hacía otros trabajos de edición, ofrecía discursos y reunía a sus partidarios. También retomó su trabajo como crítico” y seguía escribiendo para el Kievskaya Mysl, publicación de corte liberal de Kiev, o el Novy Mir, periódico editado en Nueva York por la colonia de emigrados rusos. Era un momento delicado: la Segunda Internacional estaba virtualmente rota por la posición rupturista de Lenin en Zimmerwald. El futuro patriarca soviético propugnaba que cada partido socialista promoviera la guerra civil en cada una de las naciones beligerantes contra sus gobiernos y sus élites dirigentes convirtiendo así la Primera Guerra Mundial en una guerra civil internacional que trajese la revolución a todo el continente. Esta postura chocaba principalmente con la de los partidos socialistas franceses y alemanes, quienes habían suscrito el esfuerzo nacional por ganar la guerra de sus gobiernos cada uno en su bando, destruyendo así de facto todo atisbo de “internacionalismo”. Trotski y un exiguo número de socialistas rusos y franceses se situaban en medio. Eran pacifistas, consideraban que la situación, para las poblaciones de los países en guerra, era catastrófica y abogaban por un cese de las hostilidades que diese lugar a una unión confederal europea, unos Estados Unidos de Europa que terminase con la podredumbre a su juicio del capitalismo imperialista de los Estados nacionales, que condujera la transición desde la democracia liberal burguesa hacia una sociedad socialista. Trotski debía sortear la censura impuesta en Francia a las informaciones susceptibles de ser consideradas desmoralizadoras o directamente derrotistas; también tenía que convivir con las críticas de otras figuras de la constelación socialdemócrata rusa, quienes le reprochaban sus vacilaciones, ambigüedades o contradicciones en los artículos que publicaba en Kiev o Nueva York. Sobre todo, Trotski, además de fugitivo de la justicia del zar, era, para la Ojrana, un peligroso germanófilo: “a los ojos de la policía política rusa, cualquiera que criticara a Nicolás II y sus ejércitos estaba haciendo un favor a las Potencias Centrales. Trotski tenía una sorprendente confianza en la tolerancia burguesa y asumía que estaba seguro en Francia siempre y cuando permaneciera dentro de la ley. Le habría preocupado comprobar en cuán numerosas ocasiones el gobierno ruso se había quejado al francés sobre él y sus amigos del Nashe Slovo. La embajada rusa en París reclamaba el cierre del periódico y la extradición de Trotski”.

Acabando el segundo año de una guerra a la que no se veía el fin, los franceses estaban cada vez menos dispuestos a permitir que algo rompiese la Entente. Y Trotski era un sujeto que no sólo tensaba las relaciones de Francia con uno de sus dos aliados en la guerra contra Alemania, sino que podía ser considerado, en sentido lato, un peligro para la misma Francia, en tanto predicaba abiertamente por el fin de una guerra “ilegítima” en la que los franceses estaban metidos hasta las trancas, y la destrucción de su sistema político. El 15 de septiembre el ministro del Interior del gobierno de Raymond Poincaré, Louis Malvy, firmó la orden de deportación de Trotski, una extraña deportación de la que Trotski nunca recibió una explicación oficial convincente. Tras dos meses de retrasos, reclamaciones y quejas en los que su petición de asilo fue rechazada por el gobierno suizo, dos gendarmes escoltaron en tren a Trotski desde París hasta Irún.

Trotski sospechó que la intención del gobierno francés al deportarlo precisamente a España y no a otro país era hacerlo llegar a manos de las autoridades rusas a través del Mediterráneo en alguna maniobra subrepticia y “alegal” que lo pusiera discretamente a bordo de alguno de los buques que la marina de guerra del zar tenía desplegados en las bases aliadas del Mediterráneo occidental. Lo cierto es que sus peripecias por España no debieron ayudarle a despejar este temor. Trotski reunió todas las notas que tomó en sus semanas españolas y las publicó en Rusia en 1924. En 1929 Andrés Nin, el famoso fundador del Partido Obrero de Unificación Marxista, el célebre POUM purgado por los estalinistas españoles durante la Guerra Civil, tradujo el librito, que se publicó en España por primera vez aquel año bajo el sello de la editorial socialista España. El lunes 30 de octubre de 1916 Trotski duerme en un hotel de San Sebastián. Escribe con su prosa fotográfica: “San Sebastián, capital de los vascos. Un mar severo, pero sin malicias; gaviotas, espuma, aire, espacio. Españoles con boina, mujeres con mantilla, en vez de sombrero; más variedad de colores y más gritos que allende los Pirineos. Una calle, una plaza y otra vez el mar. ¡Magnífico!”

En total, Trotski estuvo dos meses completos en suelo español. Le dio tiempo a conocer San Sebastián, Madrid, Cádiz y Barcelona, aunque donde más tiempo estuvo fue en Cádiz, más de un mes. Sus impresiones son escuetas y con afán observador. Sin embargo se desprende de ellas un recuerdo agradable de su estancia gaditana; su mirada es una mirada curiosa sobre lo español no exenta tampoco de algunos de los clichés clásicos que aún permanecían vivos en las concepciones exóticas y sesgadas  sobre España, concepciones dominantes en los círculos cultivados de la Europa de la época. Hay escenas rocambolescas, de vodevil, recogidas en sus notas y que explican más de España que de Trotski; escenas berlanguianas como su paso por la cárcel Modelo de Madrid, los tipos humanos que allí entrevió; su relación con los polizontes en Madrid y en Cádiz, personajes en sí mismos merecedores de ser retratados por un Chaves Nogales; sus paseos junto al Atlántico, sus conversaciones en el muelle con el veinteañero gaditano noventayochista admirador de Juan Belmonte, sus visitas a la vetusta biblioteca central de Cádiz, imperio de polillas.

Especialmente cómica fue su relación con la policía española. La Prefectura de París había advertido a la Dirección General de Seguridad española de la presencia de Trotski con un telegrama que dejaba poco lugar a las dudas: “Un anarquista peligroso ha atravesado la frontera en San Sebastián. Quiere quedarse en Madrid”. Trotski fue detenido una semana después de llegar a la capital, el 9 de octubre. Había llegado a Madrid el día 2. Durante siete días, sin conocer a nadie, vagó por el Palacio Real, fue al Prado, conoció varios cafés y entabló contacto con un internacionalista francés que trabajaba en Madrid, quien le lleva a los toros, que no puede ver a causa de la lluvia, y al hipódromo, donde es reconocido, finalmente, por la policía. Al día siguiente una pareja de policías de paisano se lo lleva a comisaría donde sencillamente espera sentado en un diván de cuero “en la actitud de una persona que debe esperar un cuarto de hora, sin quitarme el sobretodo, con el bastón en la mano, el sombrero en las rodillas”: así estaría siete horas, sin poder hacerse entender por nadie, hasta que, entrada la noche, lo expidieron a la cárcel Modelo de Madrid bajo la acusación de que sus ideas “eran demasiado avanzadas para España”.

No obstante la cuestión del anarquismo en aquel momento era capital para las autoridades españolas. La cuenta habla por sí sola: en 1893 una bomba anarquista mató a 20 personas en el Liceo; en 1897 un atentado anarquista mató a 12 personas en la procesión del Corpus también en Barcelona; meses después, un anarquista italiano mató a Cánovas del Castillo de tres tiros a quemarropa en Mondragón, Guipúzcoa; en 1906 un anarquista lanzó una bomba contra la carroza nupcial de Alfonso XIII, causando una carnicería en la calle Mayor de Madrid; en noviembre de 1912 otro anarquista mató de tres tiros en la nuca a José Canalejas en la Puerta del Sol y pocos años después del tour español de Trotski otros tres anarquistas ametrallaron el coche de Eduardo Dato en la puerta de Alcalá. En total, tres presidentes del Gobierno muertos, un rey salvado por los pelos y varias masacres indiscriminadas. Eran los tiempos crudos de la ley de fugas y de las campañas internacionales contra el Gobierno español y sus ejecuciones de anarquistas, tiempos sangrientos de represalias terroristas a las acciones policiales comparables al terrorismo etarra o yihadista contemporáneo. Apenas un lustro antes ocurrieron en Barcelona los disturbios de la Semana Trágica, cuyo origen había sido una huelga general contra la movilización de reservistas con destino a la herida abierta de Marruecos. El país estaba atravesado por las consecuencias morales de la guerra contra los Estados Unidos de 1898 y las desastrosa aventura colonial marroquí. No era un buen momento para que Trotski anduviera suelto por España, por más que como él mismo reconoce una y otra vez en sus notas, su influencia política en los acontecimientos españoles fuera nula debido a su desconocimiento del idioma y del intríngulis nacional.

La situación no obstante fue propia de un esperpento: “se me ofrecía la posibilidad de observar a la policía española en acción, o para decirlo más exactamente, en inacción. Un funcionario reemplazaba a otro, pero nadie hacía nada. Uno de ellos se sentó ante una máquina de escribir, tecleó un minuto, después reflexionó y abandonó la máquina. Los demás ni siquiera lo intentaron. Conversaban, se mostraban fotografías, incluso, en una dependencia próxima se dedicaban a la lucha grecorromana”. Nadie hablaba francés, ni inglés, ni por supuesto ruso. Trotski estaba completamente incomunicado. De camino a la cárcel el polizonte a cuyo cargo estaba le confesó, en un extraño lenguaje que incluía la mímica en alto grado y completamente ebrio, que una bala estadounidense lo había dejado tuerto en la Guerra de Cuba, por lo que detestaba al pueblo americano y simpatizaba no obstante con el ruso, admirando al propio Trotski por “ser alguien con ideas”. Antes de llegar paró en una fonda y lo invitó por la fuerza a una cerveza. A pesar de las órdenes estrictas de conducir al detenido con discreción, lo exhibía ante los transeúntes como una especie de trofeo. Ya era, a esas alturas, “el pacifista”. Hay que tener en cuenta que la Primera Guerra Mundial dominaba la opinión pública española, dividida grosso modo entre germanófilos y aliadófilos, división que se injertaba en el debate interno separando las posturas de los partidos en el Gobierno y en la oposición. En la Modelo Trotski descubrió por primera vez la división en castas económicas dentro de una prisión. Para un hombre como él, versado en entrar y salir de las cárceles, fue toda una sorpresa comprobar la veracidad del verso quevedesco: poderoso caballero era, en efecto, Don Dinero, que podía comprar las comodidades de una modesta pensión dentro de la reclusión carcelaria.

Lo más interesante de la experiencia española de Trotski son sus impresiones sobre Cádiz, donde pasó más tiempo. Llegó la noche del 13 de noviembre. Lo reflejó con un trazo de bello lirismo casi cinematográfico: “Oscuridad. Cádiz aparece por un momento en una constelación de faroles; el tren traza una curva y la ciudad se hunde en las tinieblas. Agua y luces. El reflejo de un proyector atraviesa el cielo y desaparece”. A esas alturas su presencia en el país se había convertido ya en objeto de controversia parlamentaria. Los órganos de los diferentes partidos prestaban gran atención a sus peripecias y él, acorde a su naturaleza, mantenía un vehemente intercambio de telegramas tanto con camaradas y admiradores socialistas (quienes le ayudaron todo el tiempo que duró su intempestiva aventura en España con favores políticos, periodísticos y económicos) como con sus detractores liberales y conservadores. Tenía 38 años y estaba en plena forma. “Cuanto más reflexiono sobre mi situación, más seria me parece. La detención, en sí misma no tiene importancia alguna; al contrario, es una cosa cómica. Mis ideas, que aquí nadie conoce, y que no puedo expresar en el idioma de este país, dicen que son demasiado avanzadas…” escribía para El Socialista; “Protesto categóricamente contra vuestras afirmaciones difamatorias. Enviaré rectificación de Cádiz”, replicaba a La Acción, un periódico monárquico que lo describía como “un individuo ruso, llamado Bronstein Trotzky, conocido agitador en aquel imperio y evadido de Siberia, un sujeto de los que no deben andar libremente, pues sus antecedentes no hacen esperar de él nada bueno”. Mientras tanto el presidente del Gobierno, el conde de Romanones, se excusaba ante la prensa con que no tenía la menor idea de qué había pasado con ese tal “Trozky”.

¡Qué tiempo! El sol quema, el aire de otoño es agradable como un refresco, el cielo es azul”, anotaba en Cádiz. Allí le asignaron un agente de paisano que debía seguir sus pasos, un tipo absolutamente cómico al que podemos imaginarnos como un Mr. Bean. Autodefinido políticamente como maurista, Trotski lo dibuja como “un tipo imbécil y bajo” al que él mismo ha de controlar y no al revés, cosa que lo asombra pues supone la inversión de los términos a los que había estado acostumbrado durante toda su vida con la policía zarista e incluso francesa. Para alguien hecho a la vida de la konspiratsia de los revolucionarios rusos la policía española le parecía un cuerpo abúlico, moralmente corrupto, crítico y murmurador contra sus propias autoridades y carente por completo de fiereza. “Aquí no estamos en París. Allí he dilapidado bastantes energías durante los últimos dos meses para despistar a los agentes: salía en automóvil, iba a los cinematógrafos oscuros, saltaba en el último momento a un vagón del Metropolitano, y otras cosas más. Ellos tampoco se dormían: agarraban, escapados, un automóvil, o bien lanzábanse como bombas de los tranvías y del metro, con indignación de los conductores, ejercitándose en seguirme la pista. Todo esto se parecía a una lucha que, en todo caso, a mí no me imponía obligación alguna respecto de los agentes. Aquí, el policía me indica que vuelve a tal hora, y yo debo esperarle obedientemente. A su vez, enérgica, casi furiosamente, defiende mis intereses. Presta gran atención a que yo no tropiece o me manche las botas y, a tal fin, me avisa, mostrándome los desniveles de las aceras. Cuando un vendedor ambulante me pidió dos reales por una docena de camarones, el polizonte montó en cólera y, apostrofándole, empezó a hacer aspavientos en actitud amenazadora. Lo mismo hizo ayer por la mañana con un limpiabotas que, en su opinión, no le había sacado a uno de mis zapatos el brillo debido”.

El Gobierno quiso zafarse rápidamente de Trotsky embarcándolo para La Habana, cosa que evitó gracias a la presión de socialistas, republicanos de izquierda e incluso liberales, como puede verse en la curiosa nota que publicó El Liberal el día 30 de noviembre: “¿Con qué fines se lleva a Cádiz a León Trotzky? Si es con el propósito de embarcarle, y que en alta mar lo aprese un barco ruso, conste que estamos sobre aviso y sabremos atraer la atención pública sobre tan indigna maniobra. No debe olvidar el Gobierno que por encima de los deseos perversos de la Policía rusa está, en España, el respeto a la ley y a la personalidad humana. Nosotros, con El Socialista, protestamos de que en España se cometan actos que tan poco dicen en nuestro favor”. Él quería ir a Nueva York. Se decidió que se le concedería a Trotski el permiso de zarpar hacia Estados Unidos. El barco saldría de Barcelona el 25 de diciembre. Hasta entonces podía quedarse en Cádiz en una suerte de limbo, vigilado por la policía y haciendo gestiones a través de un intercambio intenso de telegramas para trasladar a su familia desde París hasta España.

Durante ese tiempo paseó por Cádiz y admiró su perfil blanco y moro. Como todos los revolucionarios rusos de su generación pasó inevitablemente horas enteras en la biblioteca más cercana, en este caso la Central de Cádiz, donde se asombró del estado de suspensión temporal en el que parecía flotar la acumulación de cultura y civilización en Cádiz. “Es dudoso que la ciencia florezca en esta ciudad histórica. Cádiz pertenece completamente al pasado en mayor grado aún que España entera. Esto no se nota tanto como en las librerías o en la Biblioteca Central. Un viejo edificio de fríos y mohosos escalones, entarimados, deslustrados y sin sol ni lectores. La historia de la Biblioteca parece que terminó con el primer cuarto del siglo pasado. El número de los libros más recientes es insignificante, no hay casi nada de los últimos diez o veinte años”. Fue a ver zarzuela y le pareció sorprendente la pasión de los españoles ante los hechos mostrados en la ficción del cinematógrafo, lo que le hizo preguntarse cómo se comportaría el público ante un espectáculo como el taurino. Conoció a un Pérez-Reverte de 22 años que había entablado según él relación con Juan Belmonte antes de que éste e hiciera famoso matador de toros; el joven, en sucesivas conversaciones, se quejaba amargamente de la postración del viejo imperio español y de la apoplejía cultural de sus compatriotas. Este es quizá el momento más hilarante de todos los que describe Trotski, por todo lo que nos puede decir acerca del momento presente de España y los españoles: “pregúntale usted en la calle a un español cualquiera quién es hoy el presidente del Congreso o el ministro de la Guerra. Lo más probable será que le dé la callada por respuesta. Pero pregúntele usted, en cambio, quién es Belmonte al primero que tenga a mano y le hará inmediatamente su biografía, con todo género de detalles”

“A propósito”, le inquirió Trotski, “¿quién es ahora el ministro de la Guerra” “¿El ministro de la Guerra? Creo…que el ministro de la Guerra, es el general Luque, sí, naturalmente, él debe ser…¡Juan Belmonte! ¡Qué planta tiene! Yo no estoy contaminado de esta pasión nacional pero, la verdad, Belmonte es, realmente, un fenómeno”.

Madrid le pareció “una gran ciudad, sobre todo de noche, con su iluminación eléctrica y de gas”. Esto le ofreció un particular y vivo contraste con la París muda y oscura de cada anochecer a causa de los zepelines alemanes. “El Madrid nocturno, en el centro de la ciudad, sencillamente me deslumbró. Aquí se vive hasta muy tarde hasta la una o las dos. Después de media noche, los cafés están todavía llenos; las calles, espléndidamente iluminadas. En París la vida nocturna es también muy intensa; pero sólo en determinadas partes de la ciudad”. No obstante describe Madrid como “una ciudad provinciana: movimiento sin objeto, ausencia de industria”. En el camino a Cádiz, en tren, paró unas horas en Alcázar de San Juan, donde fantaseó con El Quijote, una constante en sus notas españolas. “Cerca de aquí se halla El Toboso, la patria de Dulcinea. Dulcinea sigue siendo una realidad auténtica y de ella recibe su propia realidad Toboso. Nos hallamos en los parajes poblados por Cervantes. Todos los nombres suenan de un modo expresivo por obra y gracia de él, y viven con vida propia, únicamente por haber tenido una existencia real en las páginas del Quijote”. Para muchos rusos España era apenas una presencia literaria de ese estilo gracias a Dostoyevski y su Gran Inquisidor, cuyas escenas se desarrollan ante la catedral de Sevilla o en el castillo trianero de San Jorge. Autorizado a reencontrarse con su familia en Barcelona, Trotski se despide de Cádiz y alcanza Cataluña a través de Madrid y Zaragoza, donde resuenan para él Palafox, la guerra contra Napoleón y los ecos de la destrucción de Moscú. Barcelona le pareció “una Niza en un infierno de fábricas”. Aprovechó su estancia española para repasar el siglo XIX español, de cuyo estudio concluye una curiosa analogía con el reinado de Nicolás II en Rusia y la revolución de 1905 así como cierto símil con la guerra mundial en curso plagado de anglofobia. En definitiva, la poco conocida visita a España del gran artífice del golpe bolchevique de 1917 junto a Lenin nos deja impresiones sociológicas interesantes sobre los españoles. “Observo en el vagón la sociabilidad de los españoles, su amabilidad, su dignidad, su hombría de bien; pero al mismo tiempo, su suciedad: escupen en el suelo, arrojan papeles y colillas bajo los asientos. Esto no es Alemania, ni Suiza, ni Francia tampoco…” Abandonó España rumbo al Atlántico Norte en el Montserrat, “una terrible calamidad, viejo y mal acondicionado para la navegación transatlántica, pero el pabellón español es un pabellón neutral, es decir, disminuye el porcentaje de posibilidades de un hundimiento, por esto la compañía española cobra caro, aloja mal y da peor de comer”. Dice su biógrafo, Robert Service, que “a pesar de ser un socialista revolucionario y de propugnar la dictadura del proletariado” Trotski alojó a su familia en un camarote de primera clase. “No sintió ningún impulso de pasar un tiempo hablando con los trabajadores”.

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