Era una mañana de sol y de calor y allí estaba la muerte. Murió José Antonio Reyes, futbolista, 35 años, en una autovía, saliendo de Sevilla y llegando a Utrera, su pueblo. Todo apunta a que iba demasiado rápido y a que perdió el control del coche, un Mercedes formidable, formidable como todos los coches que coleccionó Reyes desde que empezó a ganar dinero con el fútbol. Y empezó muy joven. Muy joven también ha muerto aunque mirado de otra forma y eso es verdad, para morir quizá nunca se es lo suficientemente viejo. Escuché a una vecina de Utrera lamentar en la radio que iba siempre demasiado rápido, que le gustaba correr mucho. Los padres de Reyes han tenido de toda la vida una casa de veraneo en mi pueblo y también he oído muchas veces a éste o a aquél otro que lo vio un verano con el Ferrari amarillo saltarse un stop o girar en dirección contraria o meterse en tromba en alguna rotonda. Da que pensar este rasgo de su carácter, el amor por la velocidad, que recuerda tanto a aquel futurismo prefascista de Marinetti, nosotros queremos cantar el amor al peligro, el hábito de la energía y de la temeridad. Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Instintivamente Reyes amaba la velocidad y ha pagado con su vida el peaje máximo. Da que pensar esta naturaleza temeraria del hombre privado José Antonio Reyes porque en el campo era un hombre público completamente distinto, un hombre cuyo espíritu estaba muy lejos de la velocidad. Es decir, de la rapidez: Reyes sólo era veloz pensando y su heráldica la componían el pase inverosímil al primer toque, la gambeta sencilla, carnívora, y el chut cruel y matemáticamente perfecto; el chut violento y científicamente bello incompatible con el arabesco decadente que se le presupone al arquetipo andalusí. Probablemente fue el jugador más fino, con una técnica más depurada, más virtuoso, más genial, que ha dado nunca la escuela andaluza. Reyes era gótico, lo opuesto al barroco de Isco, por ejemplo, al manierismo de Joaquín y muy lejos también de la exaltación romántica de Ramos. Su gesto era puro, deshuesado, carente de gravedad, gótico también en el sentido arquitectónico, ingrávido; su cadencia en el campo, entre la banda izquierda y la línea de tres cuartos hacia la que se fue centrando con el tiempo trazaba líneas altas y frágiles y creaba un enorme espacio para que se filtrara por él la luz. El juego, el peligro para los rivales. Fue moviéndose cada vez menos a medida que se hacía viejo, simplificando su fútbol hasta convertirlo en un visaje rectilíneo, un brochazo resabiado de pintor que ha completado el círculo de su aprendizaje y que ha descubierto el poder del vacío: suficiente para salvar a equipos desahuciados de Segunda División. En sus últimos años sobrevoló grácil y risueño por encima de la masa informe de jornaleros del balón con los que compartía categoría, absolutamente ajeno a los avatares pordioseros del infrafútbol. Un infrafútbol al que había terminado llegando por ser demasiado bueno, o sea, por sobrarle tanto talento que en él no cabía la disciplina estricta y el sacrificio físico que exige el fútbol contemporáneo. Por no saber qué hacer con él. Como Jesús Navas, necesitaba la tierra para dar lo mejor de sí mismo y en Londres miraría las nubes de plomo intentando adivinar si estaban preñadas de albero de color ladrillo y de los naranjos y de los olivos de Utrera. Esa añoranza totalmente fuera de lugar en la industria globalista del fútbol de hoy lo dejó fuera de la España campeona, una España a la que pertenecía por linaje, por su condición de prototipo: era de los primeros virgueros españoles que aunaba en su cuerpo menudo precisión, intuición, explosividad y el vértigo en la ejecución. Su carrera no fue lo grandiosa que pudo haber sido pero eso ya no importa: su talento anunció un mañana inimaginable para los españoles de ayer que él no disfrutó del todo porque llegó demasiado pronto, rompió muy deprisa. Irrumpió en el gran circo del fútbol mundial como un haz de luz polícroma por el rosetón de una catedral, humillando al Madrid de los Galácticos en una noche de nervio flamenco puro que lo llevó directo al Arsenal de los Invencibles. Allí debutó con torería, metiéndole un trallazo por la escuadra al Chelsea en el Derby de Londres. ¿Por qué todos los genios de la escuela sevillana parecen llevar un torero dentro? Otro latigazo de arco de herradura le abrió la puerta de la Historia del Madrid, tres años después, cerrando en el Bernabéu la Liga que seguirá cantando Homero aunque pasen los años. No había sido indiscutible en un equipo fuera del tiempo y a veces también de la realidad y ese verano el Madrid no quiso ficharlo y el Arsenal se lo vendió al Atlético. Se estrenó de rojiblanco en el Bernabéu unas semanas después, por supuesto. Fue viviendo desde entonces en un dilatado crepúsculo, transitó por un suave declive caminando con la seguridad y la confianza del que como decía Joseph Roth sabe que tiene dinero en el bolsillo: su plata era un talento pocas veces visto del que vivió hasta el final como el hijo de un marqués que vive sin preocupaciones en su gran mundo particular gastándose la fortuna heredada de los abuelos. Hasta que la muerte, como a una estrella de Hollywood de los 50, lo encontró en la carretera, a la entrada de su pueblo, del que se fue muy chico y muy cerrado y muy valiente también, a comerse el mundo. Eso fue Reyes, porque pudo. Un rentista del genio.
En la muerte de un futbolista
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